Muy pocos días después de aquello, el automóvil negro pasó por el Quai de la Loire, dejó a la izquierda el Bassin de la Villette y atravesó por debajo del paso elevado del boulevard McDonald, bordeado a izquierda y derecha por los enormes mataderos de París. Luego pasó por la rue Victor Hugo, ya en el municipio de Pantin, y se detuvo unos kilómetros más allá, una vez dejado muy atrás el Pré St. Gervais.
Era un automóvil de la policía.
No hacía sonar el lastimero toque de sirena con el que otras veces intentaba abrirse paso por las abigarradas calles de París, pero no hacía falta para que todo el mundo lo reconociera. Los automóviles le cedían la preferencia en los cruces y los escasos urbanos cortaban el tráfico para que pudiera pasar. Así daba gusto.
Al fin se detuvo ante una casa aislada.
Había sido una parada de diligencias un siglo atrás. Debía haber sido también, en aquel tiempo, un sitio donde se comía bien y se trasegaban sin descanso panzudas jarras de vino de Burdeos. Sobre la puerta aún se reconocía, detrás de sucesivas capas de pintura, el nombre que había tenido aquel lugar, muy poco original por cierto: Au relais du Postillon. Los postigos de las ventanas eran de madera maciza y las puertas estaban cerradas.
El conductor miró aquello apreciativamente y susurró:
—Menudo sitio…
—¿No te gustaría vivir aquí? —preguntó el sargento Lecoq.
—Ni pizca. Está muy aislado.
—Mejor, hombre. Poca contaminación, poco ruido… Me parece estupendo para ver la televisión en zapatillas y para tener escondida a una chica que valga la pena. Hala, acércate.
El coche negro se detuvo ante la entrada de la casa. El sargento Lecoq se volvió entonces hacia el asiento posterior.
—Clemens —dijo.
El hombre que estaba sentado allí, entre dos agentes y con la mirada perdida, la concentró de pronto en el que le hablaba.
—Diga, sargento.
—Ya vuelves a estar en tu casa, el sitio donde asesinaste a tu mujer. No sé si los vecinos te querrán, pero como esto está aislado, te verás con muy poca gente. Y ahora escucha la cartilla: estás en libertad provisional por buena conducta, después de ocho años de cárcel. Pero un solo delito, por pequeño que sea, una sola bronca bastarán para que vuelvas a la Santé, de donde, en mi opinión, no debiste haber salido nunca. Te presentarás los días uno y quince de cada mes ante el juez de instrucción y no podrás alejarte más de cincuenta kilómetros sin permiso escrito. ¿Entendido todo?
—Entendido, sargento.
—Pues adelante. Y a ver si se te aparece el cadáver de tu mujer. ¡Al fin y al cabo, no lo hemos encontrado nunca!…
Abrió la portezuela para que bajase. Clemens lo hizo tímidamente, como si temiese que en el último minuto se arrepintieran y se lo llevasen otra vez a la prisión de la Santé. En los últimos seis años había oído hablar del caso de un condenado a muerte que se lanzaba de cabeza contra las paredes, cada noche, cuando pensaba que iban a ejecutarlo, organizando unas peloteras inenarrables. La noche de la «ceremonia» le dijeron que había sido indultado por el presidente de la República, le vistieron, le afeitaron bien, le dieron un pase… y se lo llevaron a la guillotina.
Pero a él no iba a ocurrirle lo mismo.
Todos los policías le sonreían.
Casi le animaban.
Incluso el sargento le susurró:
—Hala, hombre. Estás en tu casa…
El coche dio media vuelta y se alejó, dejándole solo.
Clemens miró tristemente el edificio.
Pensó: «Mi casa…».
Después de seis años ya no tenía la menor sensación de hogar. Y si la tenía, era en todo caso una sensación amarga. Todo aquello no le parecía suyo. Cuando vio el coche de la policía que se alejaba, se sintió tan solo que se hubiera puesto a gritar.
Al menos durante aquellos últimos seis años no había estado solo. Lo terrible eran las noches, pero en la enfermería de la cárcel le daban una pastilla para dormir y así no pensaba en nada. Ahora, en cambio, ¿qué iba a suceder? ¿Cómo se enfrentaría de nuevo a su vida?
Miró la vieja casa, aquel edificio centenario en el que estaba el cadáver de su mujer, un cadáver que no había aparecido nunca.
¿Sintió miedo? ¿Fue el miedo lo que le hizo tener un estremecimiento ante la carretera solitaria?
No se atrevía a llamar.
De pronto oyó pasos que aplastaban la gravilla al otro lado de la carretera. Un poco más allá había un letrero que advertía: «Camino particular. Prohibido el paso». Y ésa era la razón de que por allí no cruzara casi nadie. Sin embargo, Clemens, al volverse, distinguió las dos siluetas que venían hacia él. Eran dos siluetas que habían estado ocultas detrás de la cercana masa de árboles y que ahora venían hacia la casa. En el primer momento le produjeron, incluso, un efecto siniestro.
Y, sin embargo, cuando los tuvo a pocos metros, se dio cuenta de que se había equivocado. Eran un hombre y una mujer muy jóvenes. Él debía tener unos veintisiete años y ella unos veintidós. Lo que ocurría era que llevaban ropas negras, lo cual no les favorecía en absoluto.
Clemens abrió la boca asombrado. Susurró:
—Señor Marten…
El hombre le tendió la mano efusivamente. Hizo un gesto para presentarle a su acompañante, una bonita morena de ojos profundos y negros, dotada de unas curvas que hubiesen mareado a cualquiera de los hambrientos postillones que antes paraban allí. Clemens, que aún era un hombre joven y llevaba seis años sin tocar a una mujer, tuvo que fijarse forzosamente en eso.
—Le presento a la señorita Louvier —dijo Marten—. En estos momentos es mi secretaria. Yo antes no tenía secretaria, ¿recuerda? Hasta mi cartera de piel la estaba pagando a plazos. La señorita Louvier trabaja también en la administración de justicia. Es ayudante del forense de la demarcación; controla el depósito de cadáveres de Pantin.
A Clemens no le hizo gracia que una chica tan bonita controlara un depósito de cadáveres. Pero en este mundo de nuestros días ¡ocurren cosas tan raras! De modo que le estrechó la mano y susurró:
—Es un placer conocerla, señorita Louvier. Y a usted también me alegra verle, Marten. Sé que hizo mucho para que me concedieran la libertad provisional y, además, nunca me ha cobrado un céntimo. ¿Pero por qué ha venido aquí? Pensaba que, en todo caso, me esperaría a la salida de la Santé.
—Quería animarle, Clemens. Quería saber cómo encontraba el ambiente de su casa al volver. Tal vez sea aquí donde usted me necesita.
—¿Por qué hace esto, señor Marten? Sabe perfectamente que muy poco dinero va a sacarme.
El otro rió.
—Hum… ¿Por qué la gente habla siempre de dinero? Yo nunca le he cobrado nada, Clemens, ni pienso cobrárselo. Lo que ocurre es que me siento responsable de la condena que se le impuso, sin aparecer antes el cadáver de la víctima. Fue un gran éxito profesional mío… Un gran éxito al revés, ya me entiende.
Y hundió la cabeza, mientras sus labios dibujaban una sonrisa amarga. En tanto hacía un gesto de disculpa, añadió:
—Fue mi primer caso, Clemens, compréndalo… Yo acababa de terminar la carrera y el asunto me correspondió por turno de oficio. Varios abogados prestigiosos quisieron defenderle gratis a usted porque el asunto, en verdad, era apasionante. Pero usted depositó su confianza en mí porque pensó que nadie se tomaría tanto interés como yo. Fue un error, señor Clemens, un terrible error para usted. Me comporté como un aprendiz ante el implacable fiscal de los tribunales del Sena. En fin, me comporté como lo que era. Yo tenía a mi favor una gran cosa: no había sido hallado el cadáver. ¿Cómo, pues, podía mantenerse la tesis de un asesinato? Pero ni eso pude conseguir. Lo único que pude evitar fue que le enviaran a la guillotina. Lo contrario hubiese sido el colmo.
Dio unos pasos sin dejar de mirar a su antiguo cliente. Ahora Marten era un hombre seguro de sí mismo, fuerte y ancho de espaldas, con la mirada fija y audaz. ¡Qué diferencia de antes, cuando sólo tenía veintiún años! Entonces también era fuerte y ancho de espaldas, pero Clemens recordaba que cuando entraba en la sala de audiencias palidecía. Y una vez, después de un brillante e implacable alegato del fiscal, a Marten se le había cortado la voz, como si de repente se hubiese olvidado de todo lo que tenía que decir.
Y para disimular se había puesto a toser como un tísico.
Lastimoso.
Pero, en fin, ¿por qué había confiado él, Clemens, en un abogado absolutamente inexperto, que acababa de terminar su carrera a los veintiún años? La culpa era suya.
—Todos aquellos recuerdos aún me avergüenzan —confesó Marten—. Le juro que durante seis años he estado pensando que su condena hubiera debido sufrirla yo, por idiota. Y en cierto modo ya la he sufrido. Pero le aseguro que ahora soy un abogado que conoce bien su oficio, señor Clemens. Quiero ayudarle y remediar lo mal que hice las cosas entonces.
—Ya lo ha remediado en parte. Ha conseguido que me otorgaran la libertad provisional, lo que en mis circunstancias no era tan fácil.
—Quiero hacer algo más. Necesito hacer algo más.
—¿Qué trata de conseguir, señor Marten?
—Que le rehabiliten. No hay motivo para que usted pase seis años más en libertad condicional, expuesto a que un desliz, un altercado en la calle o un simple capricho de la policía lo envíen de nuevo a la celda que ha dejado hoy. No quiero que pase seis años sin encontrar un trabajo honrado y teniendo que evitar las miradas de sus vecinos. Usted tiene derecho a que le respeten y lo conseguiré.
—Señor Marten…, ¡por favor!… Usted hizo lo que pudo y yo le estoy agradecido igualmente. La condena fue legal, al fin y al cabo, aunque no fuera justa. Llegué a aprenderme de memoria ese artículo del Código Penal según el cual «el secuestrador que no logre dar razón de su víctima tendrá la misma pena que si la hubiera asesinado, en el caso de que la tal víctima no aparezca». Porque lo cierto es que yo secuestré a mi propia esposa. Usted recuerda perfectamente que habíamos tenido un par de disgustos conyugales serios, ella se había ido con nuestra hija a un hotel de Saint Denis y yo la saqué a la fuerza de allí para tener una explicación. Deposité a la pequeña en esta casa y fuimos con Suzanne a la Porte des Lilas. Yo sólo quería hablar, se lo juro; no había pasado por mi imaginación el hacerle ningún daño. Pero en un momento de descuido desapareció y no la he vuelto a ver desde entonces. La busqué como un loco, y cuando regresé a esta casa me detuvo la policía, que había sido alertada por el dueño del hotel del cual la saqué a la fuerza. Así empezó todo. ¿Cree que no me hago cargo? La cosa no era tan fácil para usted. No aparecer el cadáver significaba que yo había matado a Suzanne y había ocultado el cuerpo en algún sitio. Y lo cierto es que… Bueno, lo cierto es que no ha aparecido aún, a pesar de haber transcurrido seis años…
Tuvo un estremecimiento. De pronto miró la carretera solitaria, el ambiente vacío. Sintió el aire remansado y quieto. Una especie de silencio agorero flotaba en el espacio.
De no estar con Marten y aquella hermosa muchacha, es muy posible que se hubiera puesto a chillar.
Clemens se secó las gotitas de sudor que perlaban su rostro.
Musitó:
—Bueno… Perdonen. Me emociono, a veces, como un idiota.
Marten le miraba fijamente.
—¿Tiene miedo, señor Clemens? —musitó.
—Pues…, sí.
—¿De qué?
El ex presidiario volvió a estremecerse. Volvió a mirar al vacío. De pronto, sus manos parecieron arañar el aire con un gesto frenético.
—Quizá… quizá tengo miedo de este vacío —dijo—. No lo sé.
—Es cierto —musitó Marten—. Por este camino particular no pasa nadie. Resulta curioso… Un sitio situado tan cerca de París y cualquiera diría que está en lo más abrupto de las Landas. Por eso he venido, señor Clemens. Quiero hacerle compañía en los primeros momentos, que serán los más difíciles.
Clemens apretó los labios.
—Váyase, señor Marten —dijo—. Váyase, señorita Louvier.
—Pero…, ¿por qué?
—Necesito estar solo. Les ruego que lo comprendan. Necesito estar solo.
Marten no contestó.
Miraba fijamente el edificio, con expresión especulativa. Al cabo de unos instantes, musitó:
—¿Cuántos años tiene esta casa, señor Clemens?
—Unos ciento cincuenta. Poco después de las guerras napoleónicas, en una de las épocas más tristes para Francia, la ruta de las diligencias pasaba por aquí, por lo que ahora es este camino particular. Un antepasado mío instaló el mejor restaurante de la ruta. Servía los más apetitosos asados de la comarca y despachaba los mejores caldos de Burdeos. Sus vinos, los grandes crudos, ponían los ojos en blanco a los postillones de las diligencias. Tenía una gran visión del negocio y, a su manera, era un gran hombre.
—Debió ganar mucho dinero —dijo Marten—. ¿Qué se pagaba entonces? ¿Se pagaba en luises de oro? ¿O circulaban aún los napoleones? Debió reunir una bonita suma de ellos, ¿no?
—No —dijo, secamente, Clemens.
Marten parpadeó sorprendido.
—¿No? —preguntó—. ¿Y por qué?
—La gente acabó no parando aquí. Tenía miedo.
—¿Miedo? ¿De qué?
Clemens hizo un gesto de impaciencia.
—¿Es necesario que sigamos hablando de esto, señor Marten? ¿No se da cuenta de que es mi primer día de libertad?
—Lo comprendo, señor Clemens. Perdóneme, pero es la última pregunta que le hago. ¿Miedo de qué?
—Las brujas —masculló secamente el otro.
—¿Qué ha dicho?…
—Lo ha oído bien: las brujas.
—En aquella época ya no se creía en brujas, señor Clemens.
—¿Pero qué dice? ¿Es que usted no conoce el alma humana, señor Marten? ¿Es que los abogados no se molestan en estudiar al menos un poco de eso? La gente siempre ha creído en brujas y siempre se ha sentido atraído por ellas, al mismo tiempo que les profesaba envidia y miedo. Lo que ocurría en la Edad Media también ocurría a principios del siglo pasado, con el agravante de que Francia, después de la derrota de Napoleón y después de la caída de su brillante imperio, había vuelto a hundirse entre las sombras de la Historia. Era nuevamente un país campesino, de gentes derrotadas y míseras que querían encontrar la salvación en las viejas tradiciones. Por lo tanto, la gente se volvió a obsesionar con las brujas. ¿Le parece extraño? También está obsesionada hoy, a pesar de que hayamos alcanzado la Luna y poseamos la bomba atómica. Nunca los adivinos y los brujos habían ganado tanto dinero y habían tenido tanta fama ¡con los anuncios de las revistas de París! En fin… ¿Pero por qué le hablo de eso? Sólo le he pedido que me dejen tranquilo. Un hombre como yo tiene derecho a un poco de paz.
Marta Louvier no había abierto la boca, pero mantenía sus ojos fijamente clavados en el rostro todavía juvenil de Clemens. En cuanto al abogado Marten, su mirada se había vuelto gris, inquisitiva y penetrante. Parecía un taladro que hurgara hasta el fondo de los pensamientos de Clemens. Al fin, susurró:
—¿Había aquí brujas de verdad? —musitó—. ¿Quiénes eran?
—¡Qué tontería! Un par de criadas. ¿Por qué hablamos de eso?
Pero la mirada de Marten seguía pareciendo un taladro. El abogado insistió:
—¿Qué pasó con ellas? ¿Las llevaron ante un tribunal? Quizá entonces había aún procesos por brujería, ¿no? ¿Qué fue de ellas?
Clemens dijo, sombríamente:
—Desaparecieron.
Marten pestañeó.
—¿Y no volvió a saberse de ellas?
—No.
Un nuevo pestañeo en los ojos del abogado.
—O sea, exactamente… —preguntó— exactamente como en el caso de su mujer ¿verdad?
—Sí.
Marten tragó saliva.
Sentía en su garganta una bola espesa.
—Señor Clemens ¿qué piensa hacer usted? —musitó.
—¿Por qué lo pregunta?
—Lo diré de otra manera: ¿Por qué quiere estar solo?
—Por nada. Déjeme en paz.
—Señor Clemens, ¿qué espesor tienen los muros de esta casa?
—En algunos puntos, dos metros y treinta y dos centímetros. ¿Por qué?
—¿Cómo es que lo recuerda tan exactamente?
—Pues… siempre lo he sabido.
La voz de Clemens había sido vacilante durante unos segundos.
Marten insistió:
—De acuerdo… Usted siempre lo ha sabido. Pero han pasado más de seis años desde que usted salió de este lugar y en un tiempo tan largo un dato así se olvida. ¿Quién se acuerda de una cosa tan tonta como el espesor exacto de las paredes de una casa a la que quizá no va a volver nunca más? Nadie se acordaría a menos que…, a menos que hubiera estado pensando en eso constantemente durante seis años. ¿Es ése su caso? ¿Ha pensado constantemente en el espesor de esos muros, señor Clemens?
El ex presidiario palideció.
Sus ojos estaban turbios.
Le temblaban las manos levemente.
Marten preguntó con voz lenta, intensa, silbante:
—¿Qué es lo que ha pensado, señor Clemens? ¿Qué va a hacer?…