En los días siguientes mi vida, en cierto modo, volvió a la normalidad. Cuando me preguntaban por Regina, respondía que había ido a visitar a su tía de Arkansas que estaba enferma.
Jack DeCampo fue a ver a Mofass al hospital para disculparse. Dijo que el ataque había sido obra de un socio comanditario, y que él se había enterado cuando era demasiado tarde para hacer algo al respecto.
Al principio Mofass no quería perdonarlo, pero luego recordó el miedo que Mouse podía meterle a un hombre en el cuerpo.
—Ese hombre, señor Rawlins, estaba tan pálido que más que blanco parecía transparente —me contó Mofass por teléfono.
Era raro que él y yo nos riéramos de las mismas cosas.
—Cuando le dije que nuestro amigo trabajaba para nosotros, y que no tenía nada que temer, pensé que iba a darme un beso.
—Muy bien, William —le dije—. Pero de ahora en adelante piénselo dos veces antes de aceptar dinero de nadie.
—Ajá. Pero quería decirle otra cosa.
—¿Sí?
—Todavía quieren asociarse con nosotros. Dicen que le darán ciento veinticinco mil dólares por una participación del veinticinco por ciento.
Mofass iba a hacer negocios hasta en su lecho de muerte.
—Hombre…
—Están muy bien relacionados, señor Rawlins. Y podrían conseguirnos avales y créditos que los bancos no concederían a unos negros.
No me parecía mal que DeCampo trabajara para mí. Y yo podía usar el dinero que me dieran en nuevas construcciones.
—Dígales que si aceptan un dieciocho por ciento, cerramos el trato.
—De acuerdo, señor Rawlins.
Podía oír su sonrisa por teléfono.
Cuatro días después de la visita de Quinten Naylor, sonó el teléfono. Aún se me hacía un nudo en el estómago cada vez que levantaba el auricular y pensaba: «¿Y ahora qué le digo a Regina?».
—Diga.
—¿Hablo con el señor Rawlins? —me preguntó un jovencito.
—Sí.
—Bueno…, no sé cómo explicarle, señor. Es muy raro.
—¿Qué sucede?
—Bueno, es por esa pareja…, desde hace una semana comen todos los días en el Chicken Pit.
El nudo del estómago estaba más apretado que nunca.
—Y hace un par de días la mujer, en realidad es una chica muy joven, se acercó y me pidió un vaso de agua. Y cuando lo cogió, me dio una nota. Me parece que estaba preocupada…
—¿Qué decía la nota?
—Estaba escrita en un trozo de periódico, en el margen del programa de las carreras de caballos, y ponía el nombre de usted y su número de teléfono, y después decía «llame a la policía, estamos en el Seacrest», y firmaba «Sylvia».
—¿Y por qué ha esperado dos días, hombre?
—No sé. Era tan raro. Y yo no quiero líos. Mire usted…, yo no puedo hablar con la policía.
—¿Dónde queda ese lugar, Seacrest?
—Es un motel en la esquina de Adams y La Brea. ¿Usted piensa que…?
—Y después del día de la nota, ¿ha vuelto a verlos?
—El día siguiente era mi día libre. Fui a San Diego y en verdad me olvidé de…
—¿Y hoy ha visto a la chica?
—No. El hombre estaba solo. Por eso lo he llamado.
Colgué y me apresuré a coger mi pistola del armario.
Jesus me siguió por toda la casa y me agarraba de la ropa. Finalmente me detuve y le pregunté:
—¿Qué pasa?
Se quedó mirando fijamente la pistola.
—No era Regina —le dije—. Regina se ha marchado. No era ella.
Al principio Jesus no me creía. Pero me senté a su lado y lo convencí. Le dije que volvería pronto, y después cogí el coche y me fui derecho al Seacrest.
En cada semáforo en rojo trataba de convencerme a mi mismo de que debía llamar a la bofia. Y en cada tramo recto del camino me imaginaba matando a Vernor Garnett. Ese hombre representaba todo lo que yo odiaba. Había matado a su propia hija, y su esposa aún le era leal. Me había hecho encarcelar con una mentira. Era un hombre blanco.
El Seacrest era un motel de una sola planta, construido frente a un gran aparcamiento, y todas las habitaciones daban a la calle. A las tres de la tarde aparqué en la acera de enfrente y esperé.
—Estuve sentado allí durante tres horas. Y todo el tiempo pensaba en Regina. En otras ocasiones había intentado pensar en ella, pero me había resultado demasiado doloroso. Pero ahora, mientras esperaba a aquel hombre malvado, no sentía dolor. Sólo una furia helada.
Cuando Garret salió de la última habitación, yo aún no había llegado a ninguna conclusión. Todavía no podía decir con certeza por qué me había abandonado mi mujer. Ni tampoco podía decir que ella no se habría marchado si yo me hubiera comportado de otro modo.
Garnett se había dejado la barba y llevaba una gabardina con las solapas vueltas. Se dirigió al Chicken Pit con la cabeza gacha.
Forcé la cerradura de su habitación y entré.
Sylvia estaba muerta. La había depositado en el suelo del armario y había cerrado la puerta. Pero el cadáver empezaba a oler. Tenía un pómulo hundido. La habitación era una pocilga. Había ropa y bolsas de comida por todas partes. Sobre la cama se veía un periódico abierto en la sección «Viajes». Habían marcado con un círculo varias tarifas especiales a México.
Apagué la luz y me aposté detrás de la puerta. Me pareció que esperaba una eternidad. Las siluetas grises de la cama y la cómoda se hicieron menos nítidas. Sentía el frío de la pistola en los dedos.
Cuando Garnett entró, cerró la puerta antes de encender la luz. Yo no había calculado que la luz repentina podía cegarme.
—¡Qué! —exclamó Vernor en voz muy alta, como si hablara con alguien, pero estaba solo.
Quizá si en ese instante se me hubiera echado encima, yo estaría haciéndole compañía a Sylvia. Pero se quedó agarrado dos o tres segundos al pomo de la puerta.
Le pegué con la culata de la pistola. Sacudió la cabeza como si quisiera librarse de un recuerdo desagradable. Volví a golpearlo y cayó de rodillas, igual que J. T. Saunders ante el policía que lo asesinó.
—Por favor —suplicó con una vocecilla tímida.
Pero en mi cabeza resonaba otra voz que me gritaba «¡Mátalo!» una y otra vez. Tenía el cuello tenso. Sentía que si no apretaba el gatillo iba a reventar. Se me saltaron las lágrimas y un grito gutural escapó de mi boca. El diafragma se me contraía de tal manera que me costaba mantener firme la mano con que apuntaba la pistola.
Garnett retrocedió hasta la puerta. Tenía las manos en alto, delante de la cara. Éramos dos dementes en la recta final de nuestras vidas. Éramos dementes, pero él, además, era abogado.
Empezó a hablar. Yo al principio estaba demasiado perturbado para escucharlo, pero después de un rato su cháchara comenzó a tener sentido. Me dijo que no había querido hacerlo, que no había planeado matar a su hija. Pero después de asesinarla simuló el modus operandi de Saunders, porque había oído hablar de los asesinatos en el juzgado.
También a Robin la había matado en su coche.
—¿Y a Sylvia?
—Yo sólo quería el diario —lloriqueó—. Pero ellos no lo llevaron a la cita.
—¿Y por qué la mató?
—Ya era demasiado tarde —dijo—. No me lo iba a dar. Sylvia quería…, quería…
Até a Garnett de pies y manos y lo amordacé; después lo puse en el armario con Sylvia Bride.
—Diga —contestó Quinten Naylor.
Le di la dirección y le dije que alguien me había llamado, pero que no sabía quién era.
Puede que para algunos la venganza sea dulce. Yo sólo sé que cinco calles más lejos tuve que parar el coche, y que estuve vomitando más de un minuto antes de volver a respirar.
Bailey, el cocinero de Bull Horker, me dijo dónde se había alojado Cyndi en Redondo Beach. Por otros cincuenta dólares hubiera derramado su sangre por mí.
En la casa de Exeter vivía una anciana llamada Charla Fine. Bull Horker le pagaba para cuidar a la niña, y ahora que Bull había muerto, la mujer no sabía qué hacer. Pero Feather tenía un aspecto sano y no parecía desdichada. Cuando la vi se chupaba un dedo del pie. La miré y me sonrió, e hizo unos ruidos que yo interpreté como «Hazme cosquillas en la barriga y pellízcame la nariz».
Quinientos dólares, y la niña ya era mía.
Al día siguiente los periódicos daban todos los pormenores del crimen. La fotografía de Sylvia Bride (su verdadero nombre era Phyllis Weinstein), la bailarina de striptease muerta, apareció en primera plana en toda California.
Y el juicio también ocupó la primera plana durante semanas. Todo lo que el fiscal quería ocultar se hizo público. La vida disipada de la hija y su muerte. El crimen del padre, y el encubrimiento de la madre.
Nadie se preocupó por el paradero de la niña. La sospecha general era que su madre la había matado, y el hecho de que nadie la hubiera visto después de su nacimiento parecía confirmar esta hipótesis.
De todas formas, en la partida de nacimiento habían puesto que la niña era blanca. Conmigo, Feather estaba a salvo.
Vernor Garnett murió en prisión a los dos años de ser condenado. Su mujer se fue a vivir al Este después de que la juzgaran por complicidad y la declararan inocente.
Y sobre Milo los periódicos no dieron mucha información.