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Encontraron a Bull Horker en un callejón de San Pedro. Tenía siete tiros en el pecho. La policía sospechaba que lo habían matado en otro sitio y habían arrojado el cadáver al callejón. Lo encontraron a las ocho de la noche del mismo día que yo había quedado con Sylvia y Vernor delante de la biblioteca central.

El artículo del periódico decía que había indicios de que Horker se había defendido, pero no decía qué clase de indicios.

Primo y Flower se alegraron de vernos. Jesus parecía tan feliz que creí que empezaría a hablar. Corrió a mi encuentro, me abrazó y no me quería soltar. Tuve que caminar con el niño abrazado a mí, y sentarme con él en las rodillas.

Mofass tenía muy buen aspecto en su cama de hospital. El descanso lo había mejorado mucho, y no le permitían fumar. No tenía más problemas que una herida en la mano y tres fracturas en la pierna izquierda.

—Me arrojaron por la escalera, señor Rawlins. No les importaba si moría. Me dijeron que si sobrevivía les dijera a mis socios que con ellos no se juega.

Mouse rió.

—Ya me ocuparé de eso, William. Usted descanse, y trate de dejar los cigarros. Ya sabe que le matarán más deprisa que DeCampo.

—Lo que me está matando es no poder fumar.

Le di a Mouse los nombres de DeCampo y de sus socios y la dirección de las oficinas de Culver City, y le pedí que los visitara a todos, uno por uno. Una visita muy confidencial, claro está.

—Quiero que entiendan que si matan a Mofass, su vida no vale nada —le expliqué—. Otra cosa, Raymond. Por ahora, no quiero ningún muerto. Ni siquiera heridos.

Yo había leído muchas novelas que ensalzaban las virtudes del capitalismo, pero todas se quedaban muy, muy cortas.

Aquella tarde estaba sentado a mi mesa repasando los artículos sobre el asesinato de Bull Horker. Buscaba alguna pista que me llevara hasta Vernor, pero no encontraba nada.

Ya me había acostumbrado al silencio. El silencio en el que habíamos vivido antes de Regina, y después de Edna. Jesus leía un libro de cuentos de tapas rojas. Y yo todavía estaba vivo.

Me acerqué a la ventana cuando oí chirriar la verja. Una vez más, se trataba de Quinten Naylor. Llevaba el mismo traje que el día en que me llevó a ver el cadáver de Bonita Edwards.

Yo le echaba la culpa de que Regina me hubiera abandonado, pero en el fondo sabía que eso no era justo.

No se sorprendió cuando abrí la puerta antes de que llamara. Le señalé la silla que estaba donde antes estuviera la cuna, y Naylor se sentó.

Encendí un cigarrillo. Él se pasó la mano por el pelo.

—Han retirado la acusación contra usted —dijo Naylor.

—¿Sí? ¿Y por qué?

—Han detenido a la mujer de Garnett.

—¿Y Milo?

Lo primero que se me ocurrió fue preguntar por el muchacho.

—El tribunal tutelar de menores se ha hecho cargo de él.

—Ya. Ahora se desquitan con el chico. Lo mandan a la cárcel por lo que hizo su padre.

—La madre lo sabía todo. Ha confesado.

—¿Qué está diciendo? No, eso no lo creo. Yo vi cómo reaccionaba esa mujer cuando le mostré las fotos.

—Por entonces aún no estaba enterada. Pero después empezó a sumar dos más dos. Garnett le había hablado de los asesinatos de mujeres antes de que mataran a su hija. Pero ella aún no relacionó a su marido con el asesinato de Robin hasta que él le habló de su nieta. Él siguió viéndola después que ella dejó la universidad. Tenía que saber que su hija estaba embarazada.

—¿De modo que la señora Garnett lo descubrió todo cuando él empezó a buscar a Sylvia?

—Vernor Garnett temía las revelaciones del diario. Robin lo había amenazado con aparecer en su despacho vestida como una puta y con la niña en brazos si él no le daba dinero para mantener a su hija.

—Así que Garnett mató a su propia hija. —Me entristecía que algo así pudiera suceder.

—Ella lo empujó a hacerlo —lo justificó Quinten—. Era una prostituta y no quería dejar esa vida. Y luego empezó a chantajearlo.

—Así que ella lo empujó —dije—. ¿Y me puede decir qué empujó a Cyndi a lanzarse a esa vida?

Quinten no comprendió mi pregunta. Para él, el bien y el mal eran dos cosas muy claras. Su relación con la moral era como la de Mofass con el dinero. No hay inversiones a largo plazo; hay dinero o no hay dinero ahora mismo, y hay pecado o no lo hay. Mofass no había podido pensar más allá del soborno con que aquellos truhanes lo cegaron, y Quinten Naylor no podía ver que Vernor Garnett posiblemente había sembrado las semillas de su propia destrucción muchos años antes.

—¿Dónde está el padre?

—Huyó después de la cita con Sylvia. Estamos seguros de que él mató a Bull Horker. Y después desapareció con la chica. Ayer encontramos su coche en West Hollywood y en el asiento delantero había manchas de sangre. Eran de Bull.

—¿Y qué le ha sucedido a la chica?

—Nada, por el momento. Le he dicho todo lo que sabemos. Hemos dado a publicidad el nombre y la fotografía de Vernor Garnett. Lo cogeremos.

—No me cabe duda.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Ustedes son muy buenos atrapando gente, Quinten. Cogieron a J. T. Saunders y mire lo que le pasó. Y cuando a Violette se le ocurrió que yo era culpable, en un abrir y cerrar de ojos ya estaba entre rejas.

—¿De qué está hablando, Rawlins? Cuando un fiscal del estado dice que le están extorsionando, la policía lo cree. Sobre todo si…

—Si el acusado es un negro. Sobre todo si es un negro. Sí. ¿Y qué está haciendo en mi casa, hombre? ¿Va a mandarme otra vez a la cárcel?

Naylor estudió las uñas de sus dedos antes de responder.

—Quiero pedirle disculpas —dijo por fin, y parecía que tenía la boca llena de piedras—. Yo siempre he pensado…, no sé cómo decirlo. Siempre he pensado que podía trabajar en la policía y no ensuciarme las manos. Me consideraba superior a usted. Y no me entienda mal; no le estoy diciendo que lo que usted hace está bien. Pero puede que yo no sea mucho mejor.

Y puede que Naylor tampoco fuera tan malo. Pero no se lo dije. No le dije ni una sola palabra.