37

Estaba en la celda pero no estaba solo. Me acompañaban Naylor, Voss, Violette y Hobbes.

—Usted no quería ayudar a una mujer negra, pero se ha vendido por una puta blanca —dijo Naylor.

—Yo lo he visto con ella —dijo Hobbes.

Voss sólo hizo un gesto negativo con la cabeza y escupió.

Después Violette desenfundó la pistola. Cuando la amartilló, el percutor, en vez de un crac, hizo un ruido que parecía un chillido.

Y luego, ya fuera del sueño, escuché un «¡Cuidado, muchacho!», y sentí que algo frío me mojaba la cara. Se oyeron tacos y maldiciones, pero yo ya estaba doblado en dos en el colchón. El cuchillo se clavó en el colchón y no en mi cuerpo. El tipo estaba encima de mí, y le sacudí un gancho en la entrepierna que hubiera detenido a un gorila.

Mi atacante cayó al suelo gruñendo. Era un hombre blanco con el uniforme gris de los presidiarios. Le di una patada en las costillas y luego le aplasté la mano derecha con el pie. Yo estaba descalzo, y cuando le rompí los huesos sentí un fuerte dolor en el talón.

Le partí la mano para no matarlo. Tenía que hacer algo. Tal como yo lo veo, tenía derecho a matar a un asesino. Pero en lugar de matarlo lo dejé baldado.

Lo cogí y lo arrastré por el pasillo hasta dejarlo tirado delante de la puerta que daba a la garita de los guardias.

Cuando volvía a mi celda, entre los prisioneros que habían despertado estalló el tumulto, y cuando los guardias rodearon al fallido asesino, yo ya estaba encerrado en mi celda.

El tipo se cubría la entrepierna con las manos y tosía. Los guardias miraron recelosos por todas partes.

Percibí un olor fétido. Me pregunté si lo que olía sería mi propio miedo.

—¡Tiene las llaves! —gritó uno de los guardias.

—¡Pssst!

El tipo gritó de dolor cuando lo levantaron. Yo me palpé los dedos del pie y se me ocurrió que era muy probable que también le hubiera roto una costilla.

—¡Pssst! —me chistó el viejo de la celda de al lado. Lo miré y me sonrió; le faltaban los dientes de arriba y de abajo.

—Espero no haberle mojado los cigarrillos con los meados. —Su sonrisa se hizo más amplia y me percaté de que él me había puesto sobre aviso, me había tirado agua (orines) a la cara.

El tipo rió y dijo:

—Por suerte no había ningún zurullo.

Aquello me parecía tan divertido que me dio un ataque de risa, pero tenía que aguantarme porque habría llamado la atención de los guardias, que estaban buscando un candidato para molerlo a palos.

Me quedé sentado, los ojos llenos de lágrimas y el diafragma sacudido por los espasmos de la risa contenida. Cuando los guardias pasaron frente a mi celda me cubrí con la manta para que el olor no me traicionara. El hedor me dio náuseas.

Después de un rato los guardias se llevaron al asesino, que no paraba de gemir.

—Usted debe de tener un buen amigo —me dijo el viejo de al lado; era blanco, y también llevaba el uniforme gris de la prisión.

—¿Qué quiere decir?

—Alguien se ha esmerado mucho para hacer que le mataran —me dijo guiñándome un ojo—. A menos que usted tuviera algún asunto pendiente con ese matón.

Le pasé cinco cigarrillos a mi salvador.

—¿Cómo se llama usted? —le pregunté.

—Alamo. Alamo Weir. —Volvió a hacerme un guiño y yo le di fuego.

Después me acosté en medio de la mugre y me puse a pensar. El punto de partida fue el día en que Quentin Naylor vino a mi casa y me llevó a la escena de un crimen.

Al día siguiente me dieron el uniforme gris de la cárcel. Fuimos a un gran salón con una mesa larga y desayunamos un espeso puré de avena, leche en polvo y agua. A mediodía nos dejaron caminar por la zona vecina a las celdas; Alamo se unió a los prisioneros blancos y yo me fui con mis camaradas de color.

Cuando volvimos a las celdas, me llevaron a una habitación donde me esperaba Anthony Violette.

—Me alegra ver que todavía está vivo, Rawlins —me dijo con una sonrisa.

No pude decir una sola palabra. Si un capitán de la policía me quería muerto, ya podía considerarme hombre muerto.

—¿Se le terminaron los chistes, listillo? Puede que ahora no le moleste traerme una cerveza.

—Oiga, yo a usted no le he hecho nada.

—Es verdad. Usted no me ha hecho absolutamente nada. Yo soy un oficial de la policía y cumplo con mi deber.

—¿Y por qué estoy aquí?

—Por extorsión.

La sonrisa de Violette parecía pintada en su cara. Aquel hombre se había sentido humillado por mí. Un negro le había respondido frente a un superior; y puede que fuera motivo suficiente para hacer que me mataran.

—Yo no he extorsionado a nadie.

—Eso no es lo que dice Vernor Garnett.

—Él la mató.

Se me escapó. Lo dije tan deprisa y con tanta naturalidad que la sonrisa se borró de la cara de Violette.

—Garnett mató a su hija y ahora lo está usando a usted y me está usando a mí para borrar sus huellas.

—Escuche, Rawlins…

—No. Escúcheme usted. Ayer Vernor tenía que encontrarse conmigo delante de la biblioteca central. Una mujer que sabe dónde está la hija de Cyndi iba a llevarle pruebas de que la niña era realmente de Cyndi.

—¿De qué niña me habla? ¿Y qué clase de pruebas? —preguntó el policía, muy a su pesar.

—Unas cuantas fotografías y un diario que podría haber ayudado a identificar al asesino, al hombre que iba a darle tres mil dólares a Cyndi.

—¿Pero usted quién se cree que es? ¿Charlie Chan?

—¿Qué le ha dicho Garnett de mí?

—Me ha contado lo que usted hizo. Que le amenazó con ir a los periódicos a hablar de su hija. Usted iba a contarles la clase de vida que ella llevaba en Watts.

—Apostaría a que eso es precisamente lo que hizo Cyndi. Sí, seguro que ella le iba a contar a la familia cómo vivía, y que tenía una hija. Sí. Él ya sabía lo de la niña.

—Usted está loco, Rawlins. Ella no tenía una hija. Y Vernor no sabía nada de su vida hasta que usted se lo contó.

—Cyndi tenía una hija. Se había marchado de casa, y pasó su embarazo en una de las casas de Bull Horker.

Violette no había creído una sola palabra hasta que yo mencioné a Horker.

—¿Dónde tenía que encontrarse con esa chica?

El que hablaba ahora era el policía al mando del caso.

Le repetí mi historia. Escuchó sin decir nada. Se puso en pie apenas terminé de hablar. Tenía prisa.

—¿Y qué pasa conmigo? —le pregunté.

—Consiga la fianza.

—Pero yo no he extorsionado a nadie.

—Eso es lo que usted dice. Puede que sólo leyera los periódicos. Ya veremos.

—Escuche, capitán —dije en Voz lo bastante alta como para que se detuviera un momento—. En la cárcel hay alguien que quiere matarme.

La sonrisa de Violette reapareció en una visita sorpresa.

—No iba a matarlo, Rawlins. Iba a clavarle el cuchillo en el hombro, y a removerlo un poco en la herida. Nada más. Ya sabe, usted necesita una lección.

Alamo y yo fumamos juntos unos cigarrillos y nos pasamos la noche hablando. El hombre era un criminal de carrera. Si uno creía en lo que decía, había hecho de todo, desde pequeños hurtos hasta homicidio con premeditación.

Había nacido en una pequeña ciudad de Iowa y se echó al camino cuando lo licenciaron del ejército, después de la Primera Guerra Mundial.

—Después de aquello nunca volví a encontrarme del todo bien. ¡Todos aquellos chicos muertos! —me dijo Alamo, y su cara tenía una expresión de verdadero remordimiento—. Y toda aquella gente, nunca sentían nada, hacían como que sabían vivir. Maldita sea. Yo podía quitarles el dinero, o la vida, y ni siquiera se daban cuenta de que la habían perdido.

Alamo estaba loco, pero me sentía bien con él. Después de todo, los tipos que me habían mandado a la cárcel estaban cuerdos.

A la mañana siguiente el guardia vino y me sacó de la celda. La noche antes Alamo me había dado una cuchara afilada, y yo la tenía escondida en la manga de la camisa gris que me habían dado en la cárcel. Pasamos junto a las largas mesas y cruzamos una gran puerta doble que daba a un garaje.

El guardia me dijo que cogiera una caja que había en un rincón. Allí estaba mi ropa de paisano.

—Vístase —me dijo el guardia; era blanco, con el pelo cortado al rape y rostro porcino.

Me desnudé delante de él, cuidando de que la cuchara quedara dentro de la manga de la camisa del uniforme. Después de ponerme mi ropa de siempre, dejé el uniforme de la cárcel en un rincón y recuperé mi arma.

Vino otro guardia y me condujeron hasta el camino de la entrada de la antigua fábrica, donde esperaba un coche patrulla con dos maderos en el interior. Los policías bajaron y me esposaron de pies y manos.

—¿Dónde vamos? —fue lo primero que pregunté.

Los polis rieron.

Fuimos hacia el centro; yo iba en el asiento de atrás. Cada momento era importante. Yo miraba los escaparates y los maniquíes y sentía ganas de llorar. Vi a un hombre girando en su coche hacia la izquierda y me imaginé que era yo el que estaba al volante. Pensé en mi hija y se me encogió el corazón.

Debió de costarnos una hora llegar al centro de la ciudad, pero a mí me parecieron unos pocos minutos. Me hicieron bajar del coche y me metieron en otra celda. Estaba seguro de que me iban a matar. Llevaba la cuchara afilada en el bolsillo. No pensaba que pudiera vencer con ella a las pistolas, pero al menos me llevaría a alguien conmigo.

Por la tarde me sacaron de la celda y me condujeron a una garita que parecía una jaula de malla metálica. Un joven policía me dio un gran sobre de papel manila. Dentro estaban mi billetero y mis llaves. Esos objetos corrientes me asustaron tanto que empecé a temblar. Sabía que aquello era una encerrona, que me estaban preparando para la muerte.

Salí por la puerta principal del edificio, que estaba al lado del ayuntamiento, con los hombros encorvados y la cabeza gacha.

—¡Easy! —gritaron.

Miré hacia allí, dispuesto a morir matando, y vi a Raymond Alexander en todo su esplendor. Llevaba una ajustada chaqueta a cuadros y holgados pantalones negros. Los zapatos eran de color marfil, y el sombrero de ala estrecha. Y la sonrisa absolutamente radiante.

—Tienes muy mal aspecto —me dijo.

—¿Qué estás haciendo aquí, Raymond?

—He pagado tu fianza, Easy. Te he sacado de la cárcel.

—¿Qué dices?

—Anda, vámonos de aquí, hombre, o la poli nos detendrá por estar merodeando en actitud sospechosa.

Y nos fuimos en el coche a Watts, dejando atrás los bajos edificios del Los Angeles de los años cincuenta.

—¿Dónde quieres ir, Easy? —me preguntó Mouse al cabo de un rato.

—¿Tú has puesto el dinero de la fianza?

—Ajá.

—¿Dos mil quinientos dólares?

—No. Veinticinco mil. Nadie me quiso dar avales por esa cantidad.

—¿Y dónde has conseguido tanto dinero? ¿Has ido a ver a Mofass?

—Es lo que pensaba hacer, pero está en el hospital.

—¿En el hospital?

—Sí. Unos blancos lo molieron a palos. Me dijo que te avisara que los hombres con los que andabas en tratos están cabreadísimos.

—Mierda. ¿Y de dónde has sacado el dinero, entonces?

—¿De verdad quieres saberlo?

Mouse sonreía.

—¿De dónde lo has sacado?

—En Gardena hay un garito donde se juega al póquer. Lo he atracado.

—¿Y tenían tanto dinero?

—Y aún más.

—¿Has matado a alguien?

—Le disparé a un tipo, pero no creo que muera. Aunque puede que no camine muy derecho durante un tiempo.