36

Fui a cenar con Jesus a Pecos Bob's Barbecue Heaven. Él comió dos platos de costillas. Después fuimos a jugar al muelle de Santa Mónica. Jesus se entretuvo en las máquinas y después montó en los caballitos. Se divirtió mucho.

Yo me compré una cerveza pero no la bebí. Jesus comió algodón de azúcar y palomitas de maíz, pero por una vez no importaba, el chico necesitaba pasárselo bien. Volvimos a casa mareados por las luces rojas de las máquinas y el estrépito de las campanillas.

A la mañana siguiente le costó levantarse, pero al menos había dormido en su propia cama. Lo miré alejarse hacia la escuela. En el camino se encontró con dos niñas que vivían en la manzana de enfrente. Hasta ese día no me había enterado de que Jesus tenía amigos que iban todos los días con él a la escuela.

La señora Garnett estaba en casa.

—¿Dos mil dólares? —se asombró. —Es lo que pidió esa mujer. Pero antes de pagarle podrán ver el diario y el álbum de fotos de Cyn… de Robin y de su hija.

No le dije que la niña era negra. Muchas veces los niños negros al nacer parecen blancos. Se oscurecen después. Iba a dejar que descubrieran la raza de su nieta sin que yo les suavizara el impacto. Después de todo, para mí un niño negro no es motivo de preocupación.

—No sé… tendré que hablar con mi marido.

—De acuerdo. La llamaré por la noche. Si su marido dice que sí, ¿en cuánto tiempo pueden conseguir el dinero?

—Tal vez para pasado mañana —dijo tras dudar unos instantes.

Me pasé la mañana limpiando. Tiré a la basura todas las cosas de Regina. Había ropa, bisutería y chucherías por toda la casa. Lo tiré todo. Apilé los juguetes y las mantas de Edna dentro de la cuna, la tapé con un cubrecama grande y la dejé en el salón.

Por la tarde leí Las almas del pueblo negro, de W. E. B. Du Bois. Jackson Blue me había hablado hacía años de ese libro.

Jesus volvió a las tres y media y jugamos a la pelota hasta las seis. Cenamos chuletas de cerdo, puré de patatas con cebolla frita y espárragos de lata. De postre Jesus me dio la mitad de una barra de caramelo, y yo le pedí que fregara los platos.

A las ocho sonó el teléfono.

—Diga.

—Señor Rawlins, mi mujer me ha dicho que ha encontrado a nuestra nieta.

—Es posible, señor. No estoy completamente seguro. La mujer tenía una foto de Robin con una niña pequeña. Ella dice que tiene un álbum lleno de fotos que demuestran que la niña es su nieta.

—¿Cómo se llama la mujer y qué relación tenía con Robin?

—Eran amigas. Se llama Sylvia.

—¿Y el apellido?

—No figura en la guía de teléfonos, señor Garnett.

—Pero puede que la conozca. Si era amiga de mi hija, tal vez la conocemos.

—Bride. Sylvia Bride —respondí.

—No. Es la primera vez que oigo ese nombre. ¿Y dice que quiere dos mil dólares?

—Es lo que me ha dicho.

—Es mucho dinero por algo de lo que ni siquiera estarnos seguros.

—Escuche —le dije—. La llamaré y quedaré con ella para que le muestre el álbum. Si usted cree que la niña de las fotos es su nieta, entonces puede cerrar el trato. No tiene que llevar el dinero, déselo a su abogado. La llamaré enseguida y le diré que nos veremos mañana a las cuatro en las escaleras de la entrada de la biblioteca central. ¿Le parece bien?

—Mi mujer me ha hablado de un diario.

—Sí. Al parecer su hija había escrito mucho sobre Feather. Sylvia piensa que le ayudará a identificar a la niña. —Hice una pausa—. Señor Garnett —continué—, yo no creo que el chiflado aquel que mató la policía de Oakland asesinara a su hija.

—¿Qué dice?

—Ahora no puedo darle todos los detalles, pero pienso que la mató otra persona y lo dispuso todo para que diera la impresión de que su hija también había sido víctima del loco.

—Pero nadie sabía nada de ese asesino loco hasta que mató a mi hija.

—La gente de mi barrio conocía su existencia. Y algunos hasta puede que estuvieran enterados de las quemaduras.

—No creo que fuera así, señor Rawlins. Su teoría es muy complicada.

—El día de su asesinato la vieron con un hombre. Y Sylvia me dijo que alguien iba a darle dinero a Cyndi. Puede que en el diario aparezca el nombre de ese individuo.

—Dios mío —dijo Garnett; parecía tan destrozado que me arrepentí de mis confidencias. Ya había bastante dolor en su vida—. Espero que esté usted equivocado —me dijo después de un instante muy largo—. Espero que… Bueno, de todos modos, lo único que podemos hacer es hablar con esa mujer y ver qué es lo que tiene.

—¿Está seguro de que quiere verla?

—Sí, sí, lo estoy.

—Muy bien. Le telefonearé para arreglar el encuentro. Si hay algún cambio, le avisaré. ¿De acuerdo?

Respiró profundamente, y luego dijo: —De acuerdo.

Al principio Sylvia no estuvo conforme. Pero le dije que no tenía que llevar a la niña; bastaba con las fotografías y el diario. La biblioteca central era el lugar más público y seguro que podía encontrar.

Jesus se fue a dormir temprano y cuando me levanté ya se había marchado a la escuela.

Era mediodía y estaba trabajando en el jardín cuando Quinten Naylor y Roland Hobbes aparcaron frente a mi casa. Se me acercaron caminando a la par, y ninguno de los dos me miró a los ojos.

—Ezekiel Rawlins… —empezó a decir Roland Hobbes.

—Espere, hombre —le dije—. Antes de que se me lleven déjeme hacer una llamada. Mi mujer se ha marchado y mi hijo es mudo. Si van a detenerme, déjeme llamar a alguien para que venga a buscarlo.

Hobbes y Naylor se miraron. Ninguno dijo nada. Finalmente Naylor asintió con la cabeza y Hobbes me acompañó hasta el teléfono.

—Diga —respondió Flower.

Su voz era profunda y oscura como una selva tropical sudamericana. Cuando la oí me vino a la cabeza la imagen de una rama negra con grandes orquídeas blancas. Se oían también voces de niños; los mismos que Jesus, antes de venir a vivir conmigo, había considerado sus hermanos. Le dije a Flower que enviara a Primo, su marido, a recoger al chico. Le conté que iba a la cárcel. Suspiró apenada y dijo que no me preocupara. La idea de que todavía tenía un amigo en el mundo me hizo sentirme un poco mejor.

Colgué el teléfono y Roland Hobbes dijo:

—Ezekiel Rawlins, queda usted detenido.

No me dieron ninguna explicación. Simplemente me pusieron las esposas y me condujeron a la comisaría.

Allí me encerraron en una celda donde permanecí hasta las siete y media de la mañana del día siguiente. No era una celda grande; más bien parecía un granero de techo alto, con una silla y una bombilla eléctrica. No había ventanas, y ni siquiera tenía rejas. Sólo una habitación gris con una silla. Me habían quitado los cigarrillos, así que estaba nervioso.

En la puerta metálica gris había una mirilla. De vez en cuando se oscurecía un poco, como si alguien me estuviera mirando.

Dos guardias de uniforme vinieron para conducirme a los juzgados. Me presentaron a mi abogado de oficio cuando estábamos delante del juez. Yo no llegué a oír su nombre, y él no me dio la mano.

Después mi abogado y el fiscal se adelantaron y hablaron con el juez. Discutieron mi destino durante treinta segundos, y luego mi abogado volvió junto a mí.

Era un hombre bajo, rubio, flaco y con orejas de soplillo. Estaba ya en la mediana edad, pero tenía la postura desgarbada de un adolescente, y la camisa se le salía de los pantalones.

—¿Qué es todo esto? —le pregunté.

Ordenó sus papeles y se alejó del escritorio. El juez dijo «El siguiente caso», como en la televisión, y los alguaciles me empujaron para que me apartara.

Cogí a mi abogado por la chaqueta.

—Permítame hablar un minuto con este hombre —supliqué.

—¿Qué quiere, señor Rawlins? —me preguntó el pequeño abogado de cuyo nombre nunca logré enterarme.

—¿Por qué estoy aquí, y qué va a pasar ahora?

—Está aquí acusado de extorsión, señor Rawlins, e irá a la cárcel hasta que alguien pague los veinticinco mil dólares de su fianza, o hasta que se celebre el juicio.

El abogado se despidió y me condujeron a un cuarto donde había otros cuatro hombres durmiendo. Los despertaron tres alguaciles media hora más tarde.

Nos llevaron a un autobús que tenía las ventanillas cubiertas por una malla metálica, y una reja que nos separaba del conductor. Esta protección no era necesaria, en realidad, porque los prisioneros iban sujetos por las esposas a unos pernos debajo de los asientos.

Nos condujeron a un edificio bajo, en las afueras de la ciudad, al sur. Aquel edificio no había sido siempre una cárcel. Puede que antes fabricaran allí cojinetes de bolas o mermelada de albaricoques. Las paredes seguramente eran de hormigón armado.

Llevaron a los prisioneros a una sala grande como la mitad de un campo de fútbol. En el centro, el estado había construido jaulas de acero. Como las de los viejos zoológicos. Había unas cuarenta y cinco o cincuenta celdas, y la mitad estaban ocupadas. Un hombre por jaula.

Eran de dos metros cuarenta por dos metros cuarenta y estaban amuebladas con una cama pequeña. En el suelo había dos cubos. Uno tenía un vaso, y era para beber; el otro, para hacer las necesidades.

Un prisionero me dio un paquete de cigarrillos a cambio de los cinco dólares que había podido coger antes de que me sacaran de mi casa. Encendí un pitillo cuando ya estaba encerrado en mi celda y los guardias se habían marchado.

Todavía me acuerdo de lo bien que me supo. Mi vida se había convertido en un infierno, pero yo recuerdo aquel momento como uno de los más placenteros de mi vida.

Los presidiarios novatos tuvimos un rato de charla con los más antiguos.

—¿Qué clase de cárcel es ésta? —le pregunté al tipo que estaba en la celda vecina.

—Es provisional —me respondió el anciano blanco de pelo cano—. Están construyendo una nueva, y nosotros somos los que sobramos en la antigua.

Le di un cigarrillo y fuego.

—Muchas gracias —me dijo.

Después los guardias nos hicieron callar.

Quizá algunos no crean que esto me sucedió a mí. Dirán que en América un prisionero siempre sabe de qué se le acusa. Y dirán que un hombre tiene derecho a que le defiendan honradamente, y a hacer al menos una llamada telefónica.

En una época yo hubiera dicho que los blancos tenían esos derechos; los negros, no. Pero a medida que me he hecho más viejo, he comprendido que todos, blancos y negros, estamos a un paso de la fosa común. No es necesario vivir en un país comunista para que a uno lo asesinen; pregúntenselo a J. T. Saunders.

La policía puede ir hoy mismo a su casa y sacarlo de la cama. Pueden hacerle tragar los dientes a golpes y pueden encerrarle en una jaula durante meses.

Yo sabía todo eso, pero lo aparté de mi mente. Me acosté en mi cama, y saboreé mi cigarrillo.