Cuando desperté por la mañana Jesus dormía al pie de mi cama. Estaba hecho un ovillo y completamente vestido, y dormía con la boca abierta. No era más que un niño y a su alrededor el mundo daba vueltas como un tornado.
Nunca supe de dónde era Jesus. Había vivido mucho tiempo con mi amigo Primo y su familia, pero luego se marcharon durante un tiempo y Jesus se vino a vivir conmigo.
Yo era lo más parecido a un padre que el chico había tenido, y ahora que Regina se había marchado, yo ni siquiera volvía a casa a horas fijas.
Me levanté, tiré a la basura las botellas que mi hijo había vaciado y preparé el desayuno. Comimos tortitas con jamón, y Jesus las devoró con silenciosa alegría.
—No te preocupes, muchacho —le dije—. Ya saldremos de ésta como hemos salido de todas las otras.
Jesus asintió muy serio. Yo le hice cosquillas, y se cayó de la silla al suelo.
Cuando el chico se fue a la escuela llamé a Quentin Naylor.
—¿Sí?
—Oiga, ¿usted es un policía, o qué?
—¿Rawlins?
—Robin Garnett, Cyndi Starr, o comoquiera que se llame, tuvo una hija hace tres meses. Nunca fue a Europa y había dejado la universidad.
Se quedó callado un momento y luego dijo:
—Continúe.
—Viola Saunders me dijo que el día que mataron a Robin, J. T. estaba en Oakland, y había pasado el día con ella.
—Hombre, era su madre y quería protegerlo.
Le hablé de Prancer y de Sylvia.
—Ya cogimos al asesino, Easy.
—No cogieron a nadie. Ustedes quieren esconder la cabeza como el avestruz y hacer como que no ha pasado nada.
Quinten Naylor me colgó y yo volví a mi silla.
Quería una copa. Pensé en Regina y me pegué con fuerza en la cabeza.
Después evoqué el día en que enterraron a mi madre. Fue en el cementerio de St. Ives, a siete kilómetros de New Iberia, en Louisiana. Mi padre llevaba un traje y una corbata negros. En una mano tenía un ramillete de madreselvas, y mi mano en la otra. También estaban presentes la hermana de mi madre y sus hijos. El cielo estaba despejado, y era un día húmedo y caluroso. El pastor hablaba y hablaba y mi padre me tenía de la mano. No me soltó en ningún momento.
Y después, una semana más tarde, fue a empadronarse a Missisippi y nunca más volvió. Nadie supo nunca qué le había sucedido. Nadie lo supo jamás. Puede que muriera. O tal vez encontró una nueva esposa y se mudó. O una noche se peleó y mató a un tipo y lo detuvieron y pasó el resto de mi infancia en la cárcel.
Me senté a la mesa de la cocina y contemplé los dibujos del sol en la madera. Y miré el suelo hasta que pude ver las huellas que había dejado Regina con la fregona la última vez que limpió.
Después lloré. Lloré con la misma desesperación que cuando era un niño. Me chorreaban los ojos y la nariz. Y sentí la mano de mi padre y la sombra de una anciana que se cernía sobre mí y lloré por todo lo que había perdido.
Grité y golpeé la mesa con los puños. Guando me permito sentir el dolor de aquella pérdida, ya no temo al señor Muerte.
Lo odio un poco. Me gustaría que saliéramos fuera a pelear, y le arrancaría los ojos.
Cuando aquello terminó, ya no sentía nada por Regina. O al menos mis sentimientos no me desgarraban el corazón. Todavía echaba de menos a Edna, del mismo modo que, a pesar de todo, echaba de menos mi propia infancia.
El teléfono sonó cuando mi respiración comenzaba a volver a la normalidad. Fue como una señal.
—¿Sí? —dije.
Sabía que no era Regina. Sabía que mi mujer no llamaría nunca más.
—¿Señor Rawlins?
—Sí.
—Soy Sylvia Bride.
—Ajá.
—¿Qué me ofrece a cambio de la niña?
—¿Y de quién es esa niña?
—Maldito sea.
—Eso no me dice nada. Yo no voy a estafar a nadie. Si usted puede demostrar que es la niña que buscamos, quizá le ofrezca algo. Y ellos también.
Se quedó un instante en silencio y yo oí balbucear a un crío.
—¿Conoce el Beldin Arms?
—Claro.
Era un edificio de apartamentos en la calle Sesenta y tres.
—Nos vemos allí dentro de una hora.
—¿En qué apartamento?
—Usted vaya allí —dijo, y colgó.
Me vestí para la cita con ropa deportiva; pantalones de algodón color marrón y una camisa suelta verde y azul. En los pies, sandalias sin calcetines. Llevaba una pistola calibre 38 en la parte de atrás de la cintura, y una del 25 en el bolsillo.
Cuando me iba sonó el teléfono, pero no lo cogí. No había nada tan importante que no pudiera esperar.
Llegué al Beldin Arms a la una en punto. Miré los buzones del vestíbulo, pero no había ninguna Sylvia Bride.
Mientras estaba allí un chiquillo subió los escalones de la entrada. Era pequeño y rechoncho y se pavoneaba como suelen hacerlo los niños cuando se sienten importantes. Miraba a su alrededor como si esperara una recompensa por interpretar tan bien el papel de niño.
Se detuvo ante mí.
—¿Busca a una señora?
—¿Por qué?
—Ella me ha dicho que usted me daría un dólar si yo le decía dónde estaba.
Le di el dólar, y salió corriendo. Me dijo por encima del hombro:
—Está en el parque.
—¿Qué parque?
—Allá —dijo como si estuviera hablando con un hermano más pequeño y muy tonto, y lo señaló con la mano derecha.
Al final de la calle se encontraba el parque Beldin. No era más que una extensión de cemento y cuatro pinos raquíticos en medio de un cuadrado de césped reseco. Sylvia estaba sentada en un banco.
Llevaba pantalones pitillo de seda roja y una blusa china del mismo color. Los zapatos eran azul pálido y podría haberse arreglado mejor el pelo. Estaba sucio y peinado hacia atrás de cualquier manera. Fumaba Luckies, y tenía un paquete medio vacío en el regazo.
—¿Dónde está la niña? —le pregunté.
—Siéntese.
Parecía tranquila, casi tímida.
Me senté y volví a preguntarle:
—¿Dónde está la niña?
Sacó una fotografía que tenía bajo la cubierta de celofán del paquete de tabaco y me la dio. Era de Cyndi con un bebé pequeño y moreno.
—Tengo un álbum lleno de fotografías de las dos. Hasta un ciego se daría cuenta de que son madre e hija. También tengo el diario de Cyndi. Escribió páginas y páginas sobre Feather.
—¿Son anotaciones de todos los días?
—¿Qué quiere decir?
—Quiero saber si es un diario donde escribía los acontecimientos de todos los días o si está dedicado exclusivamente a la niña.
—No, claro que no. Cyndi era muy lista. Ya sabe que había ido a la universidad. Todos los días escribía poemas, y cómo se sentía…
—¿Y llega hasta el día de su muerte?
—No lo sé. No lo he leído. Un diario es algo privado.
—Pero… —empecé a decir, pero me contuve; no tenía por qué ponerla sobre aviso de que el diario podía ser valioso.
—Quiero dos mil dólares. Y cuando tenga los billetes en mis manos, le daré la niña, el diario y el álbum.
Me llevé la mano al bolsillo.
—Veamos, ¿los quiere en billetes de diez o de veinte?
Sonrió. En otras circunstancias —o quizá en otro mundo— quizá me habría gustado Sylvia Bride.
—Podemos hacer un cambio. Pero tiene que ser en un lugar seguro. Y necesito dos mil dólares, ni uno menos.
—Si puedo le conseguiré el dinero. Podemos hacer la entrega en el zoológico o en la playa, me da lo mismo el lugar. Pero antes de poner la pasta mi gente tiene que ver lo que usted tiene. Y si les convence, haremos negocio.
Sylvia se mordió los rojos labios con unos dientecillos pequeños y afilados.
—Está bien —dijo—. Mi teléfono está al dorso de esa foto. Llámeme cuando sepa algo.
—Antes de irse, dígame algo más.
—¿Qué?
—¿Quién mató a Cyndi?
Intentó encender un cigarrillo. Le di fuego.
—No lo sé. Dicen que fue un tipo que estaba loco, ¿no?
—Yo no lo creo. No tiene sentido.
—Todo el mundo la quería. Era fabulosa.
—¿Bull Horker también era amigo de Cyndi?
—Le dejó su casa, cerca de Redondo, durante el embarazo, pero eso fue todo.
—¿Es el padre de la niña?
—Sólo Dios sabe quién es el padre, señor Rawlins.
—¿Y de qué vivía Cyndi cuando no podía trabajar?
—Bull le prestaba dinero. Pero él no la mató. Ella iba a pagarle tres mil dólares.
—¿De dónde iba a sacar Cyndi tanto dinero?
—No lo sé, cariño. Cyndi dijo que se los iba a sacar a un tipo.
—¿Un hombre blanco?
—No dijo si era blanco o negro. Quiero decir…
Sylvia se interrumpió y miró hacia un lado.
—Cyndi dijo —continuó la muchacha— que era alguien que no le gustaba, pero que tenía una deuda con ella e iba a pagarla.
Nos quedamos rumiando aquello hasta que Sylvia se puso de pie para marcharse.
—¿Por qué acudió a mí, Sylvia?
—Fue usted quien me buscó.
—Pero usted podría haber hablado directamente con los padres de Cyndi. Y todavía puede hacerlo.
—No quiero hablar de este asunto con blancos.
Eso era algo que oía continuamente. La mitad de los negros que conocía caminarían un kilómetro de más con tal de evitar a los blancos. Y no me sorprendía que los blancos no confiaran en los de su propia raza. ¿Cómo iban a confiar en gente que conocían tan bien?
Sylvia cruzó la calle y se alejó por la manzana de los apartamentos. Cuando llegó al final de la calle, subió a un Ford nuevo y se sentó junto al conductor. Podía imaginarme quién conducía el coche.