34

Bull Horker tenía un asador en las afueras de la ciudad, hacia el sur. No era más que una vieja casa prefabricada que Bull y su hermano habían levantado en un terreno que alquilaron a un amigo que estaba en la cárcel por homicidio involuntario.

Bull era un hombre enorme. Se parecía al Balzac de Rodin. Su corpulencia indicaba fortaleza física y espiritual. Su gran barriga era como un puño, y su mandíbula parecía preparada para masticar clavos.

Tenía la tez jaspeada, como algunos finos muebles orientales, y la piel muy tensa sobre la ancha cara de hipopótamo.

—¿Sylvia qué? —preguntó ladeando tanto la cabeza que la oreja izquierda le quedó casi paralela al suelo.

Estábamos sentados en la parte de atrás de la tasca. El cocinero, un viejo presidiario llamado Bailey, freía detrás del mostrador unas costillas rebozadas.

Bull había emigrado desde Missisippi a Chicago, pero acabó en Los Angeles porque odiaba el frío. Le hacía favores a la gente, igual que yo. Pero los favores del señor Horker llevaban siempre el precio marcado. A veces era dinero contante y sonante, a veces algo más costoso.

Le sobraba el trabajo porque estaba dispuesto a hacer cualquier cosa, desde encontrar un anillo de compromiso barato hasta matar a tu peor enemigo.

—Sylvia Bride —le contesté—. Es probable que ése sólo sea su nombre artístico. Es una bailarina exótica.

—No la conozco —dijo, y sonrió. Miró a su alrededor con cautela y después sacó de debajo de la silla una botella de un licor rosado—. ¿Una copa?

Negué con la cabeza.

—¿No te molesta que yo beba?

—¿Estás seguro de que no la conoces? —volví a preguntar.

—Tan seguro como que esto no es un refresco —respondió, y se atizó un buen lingotazo.

De repente surgió un fuerte olor a albaricoques.

—La busca la policía, y se trata de un asunto feo.

El payaso de piel de cocodrilo se convirtió ante mis ojos en un guerrero de bronce. Apretó los puños y los dientes, y sus ojos se volvieron tan opacos que era muy difícil distinguirlos del resto de la cara.

—¿Qué has dicho?

—La pasma está buscando a esa chica, a Sylvia.

—¿Y?

—Si yo no puedo localizarla, ellos seguirán con la investigación. En este asunto trabajamos juntos.

Bull era un hombre fornido. Yo sabía que sin un arma de gran calibre no tenía ninguna posibilidad de ganarle. Cuando me miró, pensé en mi muerte. Uno de sus ojos, el derecho, estaba casi cerrado, y el otro muy abierto.

Me preparé para la embestida.

Y entonces la mitad derecha de su labio superior se contrajo, revelando un colmillo de aspecto especialmente salvaje. El resto de su dentadura salió lentamente a la luz y finalmente me percaté, con cierto alivio, de que Bull estaba sonriendo.

—¿Has venido a mi casa para amenazarme, Easy Rawlins?

—Yo no amenazo a nadie, pero tampoco te tengo miedo. Estoy buscando a una chica y he oído tu nombre. Eso es todo. La policía quiere hablar con ella. No es una amenaza, es la verdad.

Bull se sirvió otra copa de licor de frutas y se la bebió.

Nunca habíamos reñido. Yo no le tenía miedo, ni a él ni a ningún otro. El problema no eran los hombres, sino la muerte.

La muerte parecía perseguirme. Estaba en el rostro plácido de Bull Horker; estaba sobre la mesa del depósito de cadáveres de Oakland. Se apoyaba en el tronco de un árbol a pocas manzanas de mi casa.

—Te he dicho que no conozco a la chica, y no tengo nada más que decir.

—¿Y si yo te digo que hay alguien que está dispuesto a dar mil dólares por algo que ha perdido y que Sylvia ha encontrado? ¿Seguirías sin poder ayudarme?

Bull me miró fijamente.

Escribí mi número de teléfono en un rincón de un programa de las carreras de caballos. Después salí a la calina y el sol de Los Angeles.

Cuando llegué a casa Jesus todavía estaba en la escuela. Había vaciado todas mis botellas de licor, incluido mi armagnac de cien dólares. Las había vaciado en el fregadero y después las había alineado en el alféizar de la ventana.

Me desvestí y me acosté.

En mis sueños oía llorar a un niño.