La desdentada encargada de la lavandería Lin Chow se acordaba de mí. Me sonrió y sacó un paquete envuelto en papel marrón y atado con un cordel blanco. Le pagué un dólar setenta y cinco y me mostró las encías.
La canción era lastimera y aguda, después gutural, casi un gemido humano. Yo escuchaba mientras subía las escaleras y caminaba por el corredor.
Lips estaba sentado a la mesa, el torso desnudo y descalzo, y tocaba la trompeta de un modo que enseñaría a cualquier hombre a amar el jazz.
La música me envolvió como el aire al final de la primera batalla después del Día D. Ya no había balas o trozos de metal volando en el aire. Los muertos yacían a mi alrededor, hechos pedazos o enteros, pero yo no podía lamentar de verdad su muerte porque estaba vivo. No estaba tirado en el suelo porque así lo había querido la suerte. Yo viviría un poco más, y así podría también sufrir un poco más.
Pero era un sufrimiento muy dulce.
Me senté junto a la ventana y lo escuché tocar un largo rato. Miraba pasar los coches y los peatones mientras Lips daba sentido a sus vidas.
Una mujer joven y guapa cruzaba la calle, seguida por un tipo con forma de pera. Él hablaba en voz muy alta y movía mucho las manos. Cuando llegaron a la mitad de la manzana, ella se detuvo y luego sonrió. Y él también sonrió. Después de eso siguieron caminando a la par. Me pregunté si se conocerían de antes, o si aquél era su primer encuentro. Y también me pregunté si se casarían.
—¿Qué quieres ahora? —me preguntó Lips; yo ni siquiera me había dado cuenta de que había dejado de tocar.
—¿Sabías algo de su hija?
—¿La hija de quién?
—De Cyndi.
Me di la vuelta y me encontré con su mirada vidriosa.
—De modo que por eso se marchó —dijo por fin.
—¿Tú no sabías nada?
—No, hombre, no. Aquí las tías entran y salen continuamente. Y tú sabes que es más probable que estén muertas que preñadas.
—¿Conocía a alguien más a quien hubiera podido contárselo?
—Sí, a Sylvia.
—¿Quién es?
—Ya te he hablado de ella. Es una chica blanca, y también es actriz. Aquí se la conoce como Sylvia Bride. Pero no sé dónde vive ahora.
—¿Y eso es todo?
—Hay un chico que tiene un apartamento frente al de ella. Prancer.
—¿Un tipo bajito, con bigote?
—Ajá. Eran muy amigos.
Dejé veinte dólares sobre la mesa y los anoté en la pequeña libreta de espiral que me había comprado.
En la puerta no había ningún nombre o número. Llamé un largo rato hasta que oí ruidos en el interior del apartamento.
Me abrió la puerta vestido con unos calzoncillos de rayas y pantuflas marrones. Tenía el pelo revuelto y los ojos inyectados en sangre. Me miró un rato como intentando adivinar quién era yo.
—¿Sí? —dijo, dándose por vencido.
—¿Usted es Prancer?
—¿Y usted quién es?
—¿Puedo entrar?
Se quedó unos segundos inmóvil y luego retrocedió para dejarme pasar.
Yo no sé qué esperaba encontrar, pero la habitación me sorprendió. Estaba muy limpia y ordenada, amueblada en un estilo clásico, con la sola excepción de la cama, que tenía una cabecera de madera pintada de azul con pequeños querubines en las esquinas. También había un sofá y una silla delante de una mesa de centro, cubierta por revistas de todo tipo, en su mayoría de cine.
El único adorno de las paredes era un cartel de película con un James Dean de aspecto torturado y vulnerable.
Me senté en la silla y Prancer se quedó de pie, frotándose los ojos. Tenía el físico de un adolescente, pero debía de tener veintiocho o veintinueve años, o incluso puede que treinta.
—¿Nos conocemos? —preguntó.
—Yo estaba el otro día en el apartamento de Cyndi. Usted quería que me fuera.
—Usted es el poli —dijo; ahora estaba bien despierto y aquello no le gustaba mucho.
—No, no soy poli —dije con la mayor tranquilidad posible—, y busco algo.
—¿Qué busca?
—Dicen que Cyndi tuvo una hija.
—¿Quién lo dice?
—Usted se lo dijo al padre de ella.
No me dijo nada; se quedó mirándome con la mano derecha cubriendo el lugar donde habría tenido la teta izquierda, si hubiera sido una mujer.
—Fueron al hospital que usted les indicó, y descubrieron que Cyndi Starr dio a luz allí.
Sonrió desafiante y se balanceó para adelante y para atrás.
—Yo no les mentí.
—¿Sabe dónde está la criatura?
Hizo que no con la cabeza como si se estuviera sacudiendo el pelo mojado.
—¿Tiene alguna pista que pueda ayudarme a encontrarla?
—¿Y para qué quiere hacerlo?
—Los abuelos quieren a la niña. Es lo único que les queda.
Por un momento la cara infantil e indiferente de Prancer mostró una expresión de pena.
—¿Cyndi tuvo una niña? —preguntó.
Asentí.
—Escuche, hombre. —Su cara estaba de nuevo vacía—. Lo siento mucho por ellas, por la madre y por la hija, pero yo tengo que pagar el alquiler. La gente que yo recibo en el apartamento me paga, ¿sabe usted?
—En el bolsillo tengo treinta dólares. ¿Hacemos un trato, muchacho?
Prancer se relamió cuando le puse los seis billetes de cinco dólares en la mano.
—¿Dónde?
—¿Conoce a Bull Horker?
Era una pregunta y no una dirección, pero era lo que yo necesitaba. Mucho más de lo que necesitaba, en realidad. Quizá demasiado.