32

Estaba acostado con los ojos abiertos. O era lo que yo creía. Pero debí de soñarlo, porque la gente entraba y salía de mi habitación insultándome. Vinieron Regina, y Saunders, y Quinten Naylor. Todos tenían algo que decir, y yo no estaba en condiciones de contradecirlos.

Miré por la ventana cómo pasaba el día y llegaba la noche.

En los intestinos tenía una piedra larga y dentada, y sentía los dedos entumecidos.

Dormí toda la noche a intervalos. En una ocasión me levanté para ver si Jesus estaba bien.

Sentía que en la habitación había algo sobrenatural y malvado. Cuando miré el reloj, marcaba las cinco y cinco y sonaba el teléfono. Sonaba y sonaba.

Cuando fui al salón para contestar me encontré a Jesus. Estaba sentado junto al teléfono con las manos unidas como si rezara.

Dejé que sonara dos veces más antes de cogerlo.

Estaba pensando en todas las cosas que le diría. Me imaginé gritándole «¡puta!», pero un segundo más tarde, vencido, la recibía otra vez en casa. Cuando levanté el aparato me sentía aliviado, y con las riendas de la situación en mis manos.

Cogí el teléfono y escuché sin decir nada. Quería que ella hablara primero, y entonces sabría qué decirle.

—¿Señor Rawlins? —Era una voz de hombre—. ¿Hola? ¿Hay alguien ahí?

—¿Quién habla?

—Soy Vernor Garnett, el padre de Robin.

—¿Y por qué me llama a esta hora?

—Discúlpeme, no quería molestarlo. Pero estamos muy preocupados.

Todos los periódicos y telediarios habían informado sobre la muerte de Saunders y su implicación en los asesinatos. Decían que Saunders había muerto durante una pelea en un bar de Oakland, y que gracias al excelente trabajo de investigación de Quinten Naylor se habían comparado sus huellas dactilares con las que aparecieron en el lugar del asesinato de Willa Scott. Saunders era el asesino. Sobre los asesinatos de Oakland, ni una palabra.

Los padres de Robin sabían quién había matado a su hija, y sabían que el asesino estaba muerto. Además, el padre era fiscal. ¿Qué podía saber yo que el señor Garnett no pudiera averiguar?

—¿Qué sucede? —pregunté.

—He ido al hotel donde vivía Robin; quería averiguar lo que le había sucedido. Descubrir el porqué.

El hombre me dio lástima. Era horrible imaginarlo rebajándose a la sordidez de Hollywood Row. Y me apenaba aún más porque ahora yo sabía lo que era perder una hija.

—Sí, señor Garnett, lo escucho. Y lo siento por usted, pero sigo sin saber por qué quiere hablar conmigo.

—Robin tuvo una hija. O al menos eso creemos.

—¿Qué dice?

—Sí, uno de… una de las personas que viven allí dijo que Robin estaba embarazada.

—¿Ese individuo le pidió dinero?

—No soy idiota, Rawlins.

—Eso no contesta a mi pregunta.

—Nos dijo que nos hablaría de Robin por veinte dólares, y yo le dije que antes de darle un centavo quería oír lo que tenía que contarme.

—¿Y él le dijo que estaba preñada?

—Me dio el nombre del hospital donde atendieron a mi hija. Él la había llevado hasta allí.

—Ya. —Contuve un bostezo.

—Fuimos al hospital y no sabían nada de Robin, pero… —el hombre titubeó—, pero le habían hecho un análisis a Cyndi Starr.

—¡No me diga!

—Eso fue hace tres meses. Tuvo a la niña en ese hospital, yo vi la partida de nacimiento. Mi nieta se llama Feather Starr.

Sentí que el alcohol se evaporaba por todos mis poros. Me corrió un escalofrío por la espalda, y por primera vez desde que podía recordar me encontraba completamente sobrio.

—¿Tiene la partida de nacimiento?

—Sí, la tengo en la mano.

—¿Y por qué me ha llamado?

—No sé qué hacer, señor Rawlins. La policía nos ha dicho que tratarán de encontrarla. Fuimos a ver a ese tal Voss, pero nos dijo que no nos hiciéramos muchas ilusiones. Que no perdiéramos la esperanza, pero que las probabilidades eran pocas. Y lo único que le queda a mi mujer, señor Rawlins, es la esperanza de encontrar a esa niña.

—¿Y usted cree que la policía no puede ayudarlo y yo sí?

—Usted dio con nosotros. Y ellos me han dicho que usted encontró al hombre que mató a nuestra hija.

—¿Se lo ha dicho la policía?

—Sí.

—¿Y le han dicho que me llamara?

—No, eso lo hemos decidido mi mujer y yo. Si le parece bien, quisiéramos contratarlo.

—¿Y para qué me quiere contratar?

—Para que encuentre a nuestra nieta, señor Rawlins. Es lo único que nos queda de Robin.

Traté de pensármelo antes de responder pero no pude. Simplemente abrí la boca y dije algo. Y ya había decidido que lo que dijera, lo haría.

—Pasaré a verlo alrededor de las diez, señor Garnett. No puedo prometerle nada, absolutamente nada, pero allí estaré.

A las ocho estaba en el despacho de Mofass. Mi administrador comía donuts rellenos de mermelada y sudaba, aunque no hacía tanto calor.

—¿Ya está preparado para que yo vaya a esa reunión, señor Rawlins? —me preguntó no bien entré, pasando por alto cualquier fórmula de cortesía.

—Sí, lo estoy.

—Hemos quedado a las tres y media.

—Le diré lo que hará, Mofass.

—¿Sí?

—Les comunicará a esos individuos que no los necesitamos.

—¿Qué?

—Ya me ha oído. Dígales que me importa un rábano lo que ellos quieran. Y que si hacemos algo en mis terrenos, lo haremos nosotros solos.

—Señor Rawlins, yo no soy quién para decirle lo que debe hacer con sus propiedades, pero…

—Así es, hombre. Usted no tiene nada que opinar al respecto. Es mi dinero y es mi vida.

—Pero yo les hice una promesa, señor Rawlins. Prometí a esa gente que podría conseguir que los socios dijeran que sí. Y usted me dijo que diría que sí.

—Jamás he dicho eso.

Mofass se mordió el labio inferior, algo que no había hecho ni siquiera cuando le apunté a la cabeza con una pistola.

—Me dieron cinco mil dólares —me dijo.

—¿Y qué?

—Ya no los tengo, señor Rawlins. Los he gastado. Yo pensé que usted iba a hacer un trato con ellos.

Su respiración se hacía más trabajosa.

—Ése no es mi problema, William.

—Pero yo acepté ese dinero en su nombre. Lo acepté para nuestra sociedad.

—Mierda. —Era todo lo que yo tenía que decir.

Lo dejé sentado en la silla giratoria, ahogándose y tosiendo.

La casa había cambiado muy poco. En la entrada aún estaban los Cadillacs, pero habían desaparecido las bicicletas. No tuve oportunidad de apretar el timbre, abrieron la puerta cuando yo todavía estaba a medio camino.

Salieron a recibirme los dos. El señor Garnett me dio la mano y hasta me sonrió.

—Discúlpeme por lo del otro día, Rawlins. Pero cuando llegué a casa, Sarah estaba en un estado tal que ni siquiera podía hablar. Milo le había cogido la mano y lloraba sentado junto a ella.

—Me imagino que soy yo el que tiene que pedir disculpas —dije mirándola a ella.

—¿Un café, señor Rawlins? —preguntó la señora Garnett.

—Sí, gracias.

Nos sentamos otra vez en el salón. La pareja se sentó en el sofá, cogidos de la mano. Yo traté de recordar cuándo había sido la última vez que Regina y yo nos había sentado de esa manera.

—¿Lo quiere con leche? —me preguntó la señora Garnett.

—No.

Los miré unos instantes más. El hombre era corpulento y poderoso pero se sentía inseguro. Miraba al suelo mientras palmeaba la mano de su mujer. Ella era una mujer fuerte, pero estaba a punto de desmoronarse. El pelo castaño comenzaba a volvérsele gris. Sus ojos azules y acerados estaban fijos en los míos, pero al mismo tiempo estaban en otra parte.

—¿Puede ayudarnos? —me preguntó.

—Antes déjeme ver lo que tienen.

El marido tenía la partida de nacimiento en un sobre de aspecto oficial, con una ventana de celofán que dejaba ver una hoja garrapateada en tinta negra por una mano apresurada.

Feather Starr había nacido el 12 de agosto. No figuraba el padre. En aquellos días se ponía la raza en las partidas de nacimiento. En la partida de Feather habían puesto una «b» minúscula en la casilla correspondiente.

—Parece una partida de nacimiento auténtica —dije—. Pero en el periódico salió que Robin, o Cindy, o como sea que ustedes la llamen, había estado en Europa hasta poco antes de que la mataran.

—Se había ido de casa seis meses antes —dijo Vernor—. No queríamos que se supiera. Nos sentíamos avergonzados.

—¿Fueron a la policía?

—Ella tenía veintiún años, señor Rawlins. Nos dijo que dejaba la universidad. La policía no hubiera podido hacer nada. Ahora lo que importa es que en algún lugar tenemos una nieta. —El señor Garnett tenía lágrimas en la voz—. Eso significa que queda algo de nuestra hija.

—Sí, podría ser.

—¿Qué quiere decir? —preguntó al señor Garnett, y su tono de voz me dijo que ya no podía soportar mucho más. Pero yo aún tenía cosas que decir.

—¿Quién sabe lo que puede hacer una chica como ésa con un bebé?

—¿Qué significa «una chica como ésa»?

—Hombre, usted es fiscal. —Lo miré a los ojos—. Usted sabe cómo son las cosas. Para esas chicas, sus tetas y sus piernas son dinero contante y sonante. —Me daba cuenta del sarcasmo de mi voz. Cada palabra golpeaba a aquel hombre como un puñetazo. Se encogió en la silla—. Si una mujer de Hollywood Row se peina y un tío quiere ver cómo lo hace, tiene que pagar, De una manera o de otra, pagará. Irá a comprar whisky mientras ella baila en un bar, o le dará la pasta antes de marcharse.

Mientras hablaba me iba deslizando hacia el borde del sillón. El señor Garnett en cambio estaba cada vez más atrás; hasta le había soltado la mano a su mujer.

—¿Por qué hace esto? —me preguntó la señora Garnett—. ¿Por qué tortura a mi marido?

Aquello me paró en seco. Me eché hacia atrás en la silla para aclararme las ideas.

—Sólo trataba de hacerle ver cómo son las cosas.

—¿Y cómo son?

—Las chicas de Hollywood Row viven de sus cuerpos. Cada parte tiene una utilidad, y cada parte tiene un precio.

Ella no sabía a qué me refería, pero yo estaba seguro de que su marido me entendía muy bien.

—Y un niño es una parte más.

—¿Qué está diciendo?

—Que un niño tiene un precio. Y un precio muy alto, si uno conoce el mercado apropiado.

—¿Está diciéndome que Robin pudo haber vendido a su hija? —El señor Garnett hablaba con el tono de alguien que en cualquier momento puede acabar con las palabras y empezar con los puños.

—He visto a un hombre pagarle cinco dólares a una mujer para que le dejara apoyar la cabeza en su hombro.

Garnett se puso en pie de un salto, pero yo no me acobardé. No me acobardé porque antes de salir me había metido en el bolsillo una pistola cargada del calibre 25.

—¡Fuera de mi casa! —chilló—. ¡Fuera!

Me puse en pie e intenté mirarlo desde lo alto de mi estatura, pero Vernor me llevaba tres o cuatro centímetros.

—De acuerdo —dije—. Pero mire usted, señor Garnett, esto es justamente lo que quería mostrarle.

—¿Qué quiere decir? —preguntó la señora Garnett, poniéndose de pie.

—Este asunto de su hija es muy feo, y cuando se metan a fondo quizá descubran que es aún peor. Se enterarán de toda clase de cosas, y puede que en algún lugar aparezca una niña muerta. Tal vez descubran que un macarra vendió a su nieta a un pervertido de Las Vegas. Cuando uno levanta una piedra, encuentra toda clase de gusanos. Y es mejor que sepan desde ahora si van a poder soportarlo.

Me daban pena. Yo al menos sabía que Regina cuidaría de mi niña. Ellos tenían una hija muerta y una niña que podía estar muerta, o quizá algo peor.

—No se preocupe por mí, Rawlins —me dijo el señor Garnett—. Puedo soportar todo lo que haga falta.

Lo creí. Garnett era corpulento y con pinta de muy vivido. Pero su mirada no era la de un tipo duro, aunque tampoco la de un cobarde. Su expresión era como la de un médico cuando ve morir a un hombre: así es la vida.

Todos estábamos de pie y yo no quería volver a sentarme. Tenía miedo de hacerlo; sentía que si me quedaba más tiempo allí, la tristeza de aquella mujer terminaría por sofocarme.

—Muy bien, muy bien —dije—. Si aún es posible, encontraré a la niña.

—¿Cuánto nos costará? —preguntó el señor Garnett.

—Quinientos dólares más los gastos, a pagar cuando le entregue la niña.

La señora Garnett me acompañó hasta la puerta. Me puso la mano en el brazo y me miró a los ojos. Los suyos eran azul grisáceo y parecían cambiar de un color a otro mientras yo la miraba.

—¿Cuándo quiere que lo llamemos?

—Tenga paciencia. Tan pronto sepa algo, se lo haré saber.

—Usted es mi única esperanza, señor Rawlins. Hasta que Vernor no descubrió lo de la niña, pensaba que no podría seguir viviendo. ¡Si pudiera tenerla conmigo!

En sus ojos había gratitud. Gratitud, y quizá el deseo de acompañarme en la búsqueda.

—Ya llamaré —le dije, y me fui andando calle abajo.