A la mañana siguiente fui al supermercado Safeway y compré una garrafa de vodka y otra de gaseosa de pomelo. Jesus se marchó a la escuela y yo me puse a beber. Bebía con premeditación, como si fuera un trabajo.
Levanta la mano, llévala a la boca y bebe, traga y vuelve a beber, pon la copa sobre la mesa pero no la sueltes. Después de veintiún sorbos dobles, vuelve a llenarla y comienza otra vez.
Por la tarde, dormí.
Jesus volvió alrededor de las tres y media. Entró por la puerta principal como un torbellino y corrió a su habitación dejando caer libros y ropa por el camino. Cuando volvió lo cogí por el brazo y lo levanté en el aire.
—¿Qué diablos te piensas que es esto, hijo? ¿Una pocilga?
Después de eso, Jesus procuró evitarme. Me sabía mal haberlo tratado de esa manera, y cada vez que me acordaba, bebía un poco más.
A las cuatro llamaron por teléfono. Jesus vino a la carrera del jardín y se quedó mirando preocupado el teléfono. Yo continué con mi régimen de sorbos. Sorbo doble, timbre, sorbo doble, timbre. El teléfono dejó de sonar, pero la bebida siguió corriendo.
Jesus había calentado dos latas de espaguetis para la cena. Me senté a la mesa, pero el olor me revolvió el estómago. Me eché hacia atrás en la silla para no sentirlo.
Una canción me daba vueltas en la cabeza, «I Cover the Waterfront». La estaba tarareando cuando vi a Mouse. Apareció en mi cocina como por arte de magia.
—Hola, Easy —me saludó Mouse.
Jesus se levantó de la silla de un salto y abrazó al asesino chiflado.
—Mouse —le contesté.
En verdad, no veía doble, pero la cara de Mouse bailaba un poco, y mi voz —y también la de él— retumbaba como si en la habitación hubiera eco.
—Siéntate bien, hombre. Así fue como murió Blackfoot Whitey.
—¿Qué dices?
—Sí, se emborrachaba y se echaba en la silla hacia atrás, hasta que un día se echó demasiado atrás y se desnucó.
—Regina se ha ido.
—Sí, ya lo sabía.
—¿Lo sabías? ¿Y cómo te enteraste?
Mouse se ponía serio en muy pocas ocasiones. Yo solamente lo había visto con cara lúgubre cuando se preparaba para cometer un delito. De modo que su mirada grave me intrigó, y por poco olvido mi dolor.
—Se marchó con Dupree —dijo.
Vi que mis párpados aleteaban, y sentí que mi corazón también. Y traté de imaginármela en los brazos de aquel hombretón. Traté de imaginármela sin mí.
—Él le iba detrás en el hospital. Y ya sabes que echaba pestes de California…
—¿Y tú cómo sabes lo de Dupree y mi mujer?
—Me lo contó Sophie. Le indignaba que su hermano fuera capaz de hacerle eso a un amigo. Y me lo dijo para que yo te lo contara.
Hasta ese momento Regina aún estaba conmigo. Yo todavía la amaba y quería que volviera. Había pensado en seguir el rastro de su primera carta y suplicarle que volviera conmigo. Pero pensar que estaba en brazos de Dupree me pudrió el cerebro. Un mal olor y un color horrible impregnaron todo lo que habíamos sido. Sentí nauseas.
Jesus estaba a mi lado y rodeaba mi cuello con su delgado brazo de niño. Apoyó su mejilla en la mía.
—¿Te importa si tomo una copa, Easy? —me preguntó Mouse mientras se servía las bebidas.
Hice que sí con la cabeza, y hasta me incliné en una reverencia. Mi mujer me había dejado y se había llevado a mi hija; mi mujer se había marchado con mi amigo. Ninguna de las estúpidas canciones de la radio era demasiado estúpida para mi corazón.
Mis recuerdos de aquella noche son todavía confusos. Recuerdo que Mouse me hizo salir para ver su T-Bird del 57 amarillo canario. Aquel coche era un clásico desde el día que salió de la fábrica.
Me dijo que un usurero le había adelantado el dinero; no había podido esperar a cobrar la recompensa para comprarse su coche nuevo.
Recuerdo que la visión de los pechos de las mujeres, apenas contenidos por sus blusas ligeras, me hacía sentirme enfermo.
Recuerdo una música estridente, y recuerdo haber bailado tanto que tenía la ropa empapada en sudor.
Recuerdo un hombre con lágrimas en los ojos y un cuchillo de cocina en la mano. Venía por mí. Yo quise cubrirme con el brazo, y entonces vi que con él abrazaba a una mujer. Ella me gritó al oído:
—¡Para, Derek, para!
Hay otras imágenes, pero son aún menos coherentes. Mouse sonriendo junto a mí en el coche. Conducía muy rápido y el viento me daba en la cara. Yo también reía.
—Ah, papaíto —se oyó una voz de mujer—. Ah, ah, ah.
Cada sonido era como un doloroso golpe en el centro del cerebro. Abrí los ojos y vi a una mujer tendida con la cabeza apoyada mi pecho. El pelo, alisado y teñido de un rubio metálico, apenas me dejaba ver su oscuro rostro. Pero vi que dormía.
—Ah, sí, sí —se oyó otra vez la voz.
La cama crujía y se sacudía.
Miré hacia la izquierda y vi a una mujer que no conocía. Puede que fuera fea o puede que fuera guapa, pero yo no podía saberlo porque su cara estaba contraída por un poderoso orgasmo. La mujer estaba de costado, y sus ojos miraban directamente a los míos, pero no creo que me viera. Y sobre su hombro izquierdo Mouse reía como un lobo, la mirada fija en el perfil de ella, y la jodía acompasadamente mientras la mujer gemía.
Me senté e hice a un lado a la mujer que tenía sobre el pecho. Bajé de la cama por los pies y crucé tambaleándome la desordenada habitación hasta la puerta.
—¡Ah, sí! —exclamó Mouse.
La mujer también gritó algo pero no se entendía; tal vez hablaba en otro idioma.
Y cuando abrí la puerta vi, a la luz de la madrugada, un cuarto de baño. Hasta orinar me ponía enfermo. Cada vez que me movía sentía las paredes rugosas de mi estómago, y sólo de respirar se me llenaba la boca de saliva.
Cerca de la puerta del baño había una caja. Tropecé con ella cuando salía. El menor contacto con algo hacía que me estallara la cabeza. Me llevé la mano a los ojos y el niño se echó a llorar. El niño que dormía en la caja de cartón en el suelo.
Cogí al crío, que era aún más pequeño que mi hija. Abrí de una patada la puerta del dormitorio y grité:
—¿Quién ha dejado este niño en el suelo?
Mouse y su chica todavía estaban pegados, pero ya en calma. Cuando la otra mujer oyó gritar al crío, se sentó en la cama y me miró.
—¿Este niño es tuyo? —le pregunté con un tono poco amable.
Saltó de la cama y me quitó el niño.
—¡Hijo de puta! —Se le trababa un poco la lengua, pero el odio era inconfundible.
—¿Por qué dejas a un crío en el suelo del baño? —chillé.
Miró a uno y otro lado buscando un lugar donde dejar a su hijo.
—¡Cabrón! —chilló—. ¡Te mato!
Los dos estábamos desnudos, y la borrachera no se nos había pasado del todo.
—Deberían quitarte el niño —grité yo.
La expresión de la cara de la joven madre era indescifrable. Retorcía los labios y los ojos, todo su cuerpo se estremecía, y el crío berreaba.
Mouse se me vino encima. Traía en los brazos la ropa de los dos, y de un empujón me sacó fuera de la habitación. Cerró la puerta en las narices de las mujeres, y me tiró la ropa.
—Vístete, Easy.
Se oía llorar al niño detrás de la puerta. Yo nunca habría puesto a mi hija en peligro.
Mouse condujo un rato sin decir nada; yo no habría podido hablar aunque hubiera querido.
Pero en Crenshaw detuvo el coche junto al bordillo. Eran las cinco y media de la mañana y había muy poco tráfico.
—Easy, tenemos que hablar.
Yo suspiré.
—No puedes seguir así, hombre, bebiendo todo el tiempo y compadeciéndote de ti mismo. Quiero decir que lo que pasó, pasó. El hombre está muerto y la mujer se ha ido. Y ya no hay nada más que hacer.
Recordé a Bonita Edwards, sentada tan tranquila bajo el árbol. Mouse puso el coche en marcha y me llevó a casa.
Yo no había dicho ni una palabra, y él no me dijo nada más.
Me quedé un rato delante de casa antes de entrar.
Jesus estaba durmiendo en el sofá. Había dejado algunos juguetes de Edna en el suelo, y había cogido la almohada de la cuna de la niña para apoyar la cabeza.