Mientras sonaba el teléfono yo pensaba en lo que tenía que decir. Las chicas de la habitación de al lado estaban de juerga con dos tipos y la luz de neón del rótulo del motel se filtraba a través de las delgadas cortinas.
Mouse estaba en casa de Marlene. Yo lo había dejado allí.
—¿Hola? —contestó Quinten con voz soñolienta.
—Oiga, lamento molestarlo, pero tengo algo.
—¿De dónde llama?
—De San Francisco.
—¿Ha encontrado a Saunders?
—Sí, lo he encontrado.
—Es muy tarde, Easy. No tengo tiempo para jugar con usted.
Su padre probablemente le había dicho lo mismo cuando Quinten era un cachorro de policía.
—Está muerto.
—¿Dónde?
—Supongo que en el depósito de cadáveres, en Oakland.
—¿Está seguro?
—Completamente. Vi cuando le dispararon. Y también cuando se lo llevaban con la cara cubierta por una sábana.
—¿Quién lo mató?
—No lo conozco, pero también se lo llevó la policía.
Hubo un silencio al otro lado de la línea. Puede que me estuviera preocupando sin necesidad por la manera en que habían matado ante mis propios ojos al tipo que buscaba.
—Vaya a mediodía a la jefatura de policía de Oakland. ¿Dónde está ahora?
Le di el número de teléfono del motel.
—A menos que lo llame antes y le diga otra cosa, vaya a mediodía a la jefatura.
—Lo que usted diga, Quinten. De acuerdo, hombre, allí estaré. Pero si el muerto era el tipo que buscan, quiero la recompensa, y quiero que ustedes dejen de molestarme, ahora y en los próximos años.
—A mediodía —repitió, y colgó el teléfono.
—Hola. —Su voz era suave, dulce, incitante.
—Hola, cariño, ¿te he despertado?
—¿Easy?
—Sí, nena.
—¿Cuándo vuelves?
—Seguramente pasado mañana; no creo que pueda antes. A la hora de la cena. ¿Te he sacado de la cama?
—No.
—¿Y qué hacías levantada a medianoche?
—No podía dormir y estaba limpiando la cocina.
—Te quiero, cariño. Y tengo muchas cosas que contarte cuando vuelva.
—Está bien —lo dijo en voz tan baja que apenas la oí.
—Nena, tú sabes que yo tengo dinero, pero también es tuyo. Yo jamás…
—Ya me lo contarás cuando vuelvas, Easy.
—¿No podemos hablar ahora?
—No quiero hablar de estas cosas por teléfono. Vuelve pronto, Easy.
—Te quiero —le dije.
—Ya hablaremos cuando vuelvas —susurró.
A la mañana siguiente llamé a la puerta del apartamento de Marlene.
—Mama y él están en el dormitorio —me dijo la niña rubia. Hablaba con la voz despectiva de una mujer; estaba aprendiendo muy deprisa a odiar la insensibilidad de los hombres, y a lamentar la falsedad de su madre.
—¿Puedes darle un recado a Mouse?
La niña no dijo nada y miró al suelo.
Cogí medio dólar de plata del bolsillo y se lo di.
La expresión severa no abandonó su cara, pero sus ojos se agrandaron y cogió la moneda. Ya se iba, pero la cogí del brazo.
—Dile que volveré a las cuatro. ¿De acuerdo?
—… cuerdo —le dijo a mi mano.
Después entró en la casa corriendo y llamando a gritos a su hermana.
—Ezekiel Rawlins —le dije por tercera vez a la señorita Cranshaw.
—Dígame cómo se escribe —me dijo la vieja, canosa y huesuda secretaria.
—No lo sé.
—¿Qué?
—Nunca he ido a la escuela, y mi madre firma todos mis papeles por mí. Y nadie me pidió jamás que deletreara mi nombre. Usted es la primera.
Yo estaba allí con mi mejor traje marrón, mi camisa color crema y mis gemelos de oro, con botines marrones y calcetines de rombos. La corbata era de seda pintada a mano, y con un nudo perfecto. Y aquella mujer había llamado a todo el mundo menos a mí. Yo llevaba allí más de una hora, y mi silla estaba frente a su mesa.
Le había dicho en mi mejor inglés de hombre blanco:
—Por favor, ¿podría avisar al despacho del jefe que estoy aquí? Ya sé que es una petición poco usual, pero un oficial de la policía de Los Angeles, el sargento Quinten Naylor, me ha pedido que venga a verle aquí, a él y al jefe de la policía de Oakland. Es por una investigación en Los Angeles, y que está relacionada con otro caso de esta ciudad.
—Si tiene alguna información sobre un caso de Los Ángeles, debería ir a su propia comisaría, señor —me contestó, y después miró dentro de un cajón, dándome la oportunidad de retirarme.
Yo insistí.
Me preguntó mi nombre.
Se lo di, lo deletreé, y ella habló con el ayudante del jefe de la policía.
Después me dijo que en el despacho del jefe no sabían nada del asunto.
Repetí mi discurso.
Volvió a preguntarme mi nombre.
Y nos habríamos odiado si uno de los ayudantes del subjefe no hubiera estado enterado de que, efectivamente, el jefe estaba con un poli de Los Angeles y estaban esperando a un confidente, también de Los Ángeles.
Cuando la señorita Cranshaw llamó para anunciarme por poco escupe bilis. Tenía tan apretadas las mandíbulas que pensé que se le iban a partir los dientes.
Quizá aquélla era la primera vez que tenía que prestar sus servicios a un negro. Yo estaba trabajando por el progreso.
—¿Éste es el hombre que usted venía siguiendo desde Los Ángeles? —me preguntó Wayland T. Hargrove, el jefe de la policía.
Estábamos en el depósito de cadáveres de la ciudad de Oakland, junto a una mesa de disección que contenía los restos de J. T. Saunders. Estaba desnudo y manchado. Olía a agrio, como huelen las verduras marchitas justo antes de que empiecen a pudrirse.
Tenía los ojos abiertos y la cabeza ligeramente vuelta hacia la izquierda. Ahora que estaba muerto se le notaba menos la cicatriz del cuello.
—Sí, señor, creo que es él —le respondí—. Es el hombre que vi morir, sin ninguna duda. También vi al hombre que le disparó. Y no estoy seguro de poder decir que fue «en defensa propia».
—No se preocupe por eso —intervino Bergman, de la oficina del gobernador. Se había presentado en el depósito de cadáveres de Oakland unos minutos después que nosotros—. Lo que queremos saber es si éste es el hombre que asesinó a las mujeres de South Bay.
—Dirá de Los Ángeles.
—No, Easy —dijo Quinten Naylor—. El año pasado hubo aquí tres asesinatos. Este hombre era un sospechoso.
—¿Eran mujeres negras?
—Sí, las tres.
Quinten me miraba a los ojos. Quería que me callara, y yo sabía por qué. Él tenía que resolver los asesinatos en Los Angeles antes de que allí todos se pusieran histéricos y le fuera imposible trabajar. Y lo que menos deseaba era tener problemas con Wayland T. Harg Grove o con el señor Bergman.
Pero yo estaba furioso.
—¿Qué ha dicho?
Mi indignación hizo alzar las cejas al jefe Hargrove. Llevaba un traje gris a rayas y tenía una abundante cabellera de un gris azulado.
—Durante quince años este hombre ha sido un problema en Bay —dijo Hargrove sin dirigirse a nadie en particular—. Estuvo cinco años en la cárcel por homicidio sin premeditación. Sospechaban que había asesinado a su primera mujer, pero no había ninguna prueba. Hasta le detuvimos por esos asesinatos con mutilaciones, pero…
—¿Quiere decir que aquí han estado asesinado mujeres de la misma manera que en Los Angeles y nadie sabe nada?
—Señor Rawlins, justamente por eso el gobernador me envió a Los Angeles —intervino el señor Bergman—. Estábamos enterados de los asesinatos de Oakland, y cuando empezó a suceder lo mismo en Los Ángeles, nos pusimos nerviosos.
—Especialmente cuando empezó a matar a chicas blancas —me burlé.
—Señor Rawlins, nos pareció prudente mantener la investigación en secreto. No teníamos ninguna prueba de que el autor de todos los asesinatos fuera el mismo hombre.
Me quedé callado porque tuve que utilizar toda mi fuerza de voluntad para contenerme y no arrancarle la cabeza.
—Lo comprendemos perfectamente —dijo Roland Hobbes—. Nosotros sólo queremos tomar las huellas dactilares de este individuo y cotejarlas con las que obtuvimos en el lugar del asesinato de Willa Scott.
—¡Naturalmente! —dijo el jefe—. ¡Naturalmente!
—¿Y qué pasa con el tipo que mató a este hombre? —pregunté.
—Eso es competencia de la policía de Oakland —respondió Bergman.
—Yo lo vi todo, hombre. Lo vi, y me pareció un montaje.
—Cuidado, Easy —me dijo Naylor por lo bajo—. Usted aquí es un invitado.
—¿Ustedes no están aquí para combatir el crimen y detener a los culpables? ¿Y si ese otro tipo fuera cómplice del asesino?
—No lo era —dijo el espectador.
—¿Cómo lo sabe?
—Pertenece a la policía.
Fue como si Bergman me hubiera sacudido un mazazo en la cabeza. El cerebro se me volvió de gelatina y el corazón por poco se me para en el pecho.
Bergman me dedicó una sonrisa tan descolorida como sus ojos.
—¿Es un policía?
El jefe carraspeó.
—Espero que consigan lo que necesitan —dijo—. Si puedo hacer algo más por ustedes, no tienen más que decirlo. Y saluden de mi parte al señor Voss y al capitán Violette.
Se dio la vuelta, y lo mismo hizo su cortejo compuesto por dos guardaespaldas de paisano, dos policías de uniforme y el ayudante. Y Bergman, ese diablo de porcelana, se marchó con ellos. Quinten Naylor, Roland Hobbes y yo nos quedamos con un empleado del depósito, de bata blanca, y un diminuto médico forense que había dejado el campo de golf para supervisar la autopsia.
—¿Tiene los materiales necesarios? —le preguntó el pequeño forense a Quinten.
—Ajá —respondió Quinten, que miraba el cadáver con bastante aprensión.
—Lo haré yo —dijo Roland Hobbes.
Comenzó a sacar de un pequeño maletín color canela todos los artefactos para tomar las huellas dactilares. Quinten me cogió el brazo y me dijo:
—Vamos un minuto afuera.
Su cara recuperó su aspecto saludable cuando salimos al pasillo. Quentin no les tenía miedo a los muertos, siempre que no tuviera que tocarlos.
—Esto se ha acabado, Easy —me dijo cuando llegamos al gran vestíbulo pintado de verde.
—¿De verdad?
—Para usted, sí. Habrá más preguntas. Puede que se abra una investigación por la muerte de Saunders, pero usted ha hecho su trabajo. Puede quedarse aquí si quiere, pero no creo que su presencia les resulte muy grata. No, no creo que quieran verlo aquí para nada.
Recordé a Marlene abriéndole la puerta a Mouse. Ella sí que había querido verlo.
—¿Y qué me dice de la recompensa?
—Hay que comprobarlo todo, pero si la investigación confirma que ése era el tipo que buscábamos, el dinero será para usted.
—Para mí y para Mouse. Él me ayudó.
—¿Y dónde está ahora? —preguntó Quinten con el ceño fruncido.
—En un lugar donde se siente como en su casa. Y no puedo decir lo mismo de nosotros.
—Bueno. —Quentin rehusaba mirarme a los ojos—. Cuando Hobbes termine, nos vamos. ¿Quiere un billete para volver en avión?
—Tengo coche, y también tengo que hacer algunas preguntas que no serán muy bien recibidas.
—Lo matarán, Easy. Así de simple.
—Dígame quién envió a ese poli, Quinten.
—No lo sé. Yo llamé a Violette, y él habló con Voss y con Bergman. Después hubo una reunión en el ayuntamiento, y llamaron por teléfono a Oakland. Nadie me preguntó nada.