27

El gran letrero de neón rojo decía Tini Bland's en letras muy modernas. Brillaba detrás de una pared de cristal negro que cubría toda la fachada del cabaret.

Los coches se detenían a la puerta, y de ellos descendían hombres y mujeres de color muy elegantes que vestían pieles y sedas. Las mujeres también llevaban llamativas alhajas de fantasía y bolsos de antílope.

Al otro lado de la calle se arrastraban los borrachos y jugaban adolescentes escuálidos. Dos tipos jóvenes, con tejanos y camiseta, estaban apoyados contra un viejo Chevrolet y dirigían miradas torvas a los clientes del Tiny Bland's. Esa clase de mirada que dice: «Quiero joderte, o matarte, o comerte». O tal vez las tres cosas.

Pero los clientes del cabaret no les hacían caso; iban contándose chistes, o riendo. Una noche en el Tiny Bland's costaba la paga de dos semanas.

En la puerta montaba guardia un negro alto vestido con un traje dorado. Saludaba a los clientes, y si algún indeseable pretendía entrar, se lo impedía.

Un jovencito encargado de aparcar los coches estaba a disposición del forzudo. Llevaba un uniforme azul oscuro con bandas de satén doradas en los costados de los pantalones. No paraba de decir «Sí, señora» y «Sí, señor», y mostraba más dientes en la boca que aquellas sonrientes mujeres. Tenía un bolsillo lleno con monedas de las propinas, y el cuerpo le bailaba al compás de la ilusión.

—No creo que nuestro hombre venga esta clase de sitios. ¿Y cómo crees que vamos a entrar nosotros? —le pregunté a Mouse.

—Por la puerta, hombre, como todo el mundo —respondió Mouse encogiéndose de hombros.

—No vamos vestidos como para este club, Raymond.

Pero Mouse no me hizo caso. Se puso en la fila que se había formado junto a la puerta. Yo me quedé a su lado; seguramente no nos dejarían entrar y en el fondo me alegraba. Estaba un poco más sereno y se me había ocurrido que sería mejor que siguiéramos a Saunders de lejos. Podíamos esperar con los borrachos y los atracadores al otro lado de la calle, y luego seguir a nuestra presa hasta su refugio.

El portero dejó pasar a una pareja que estaba al principio de la fila. El tipo era un negro un poco anaranjado, con el pelo cortado al rape, acompañado por su amiguita rubia. Después entró toda la fila.

Hasta que el guardia me vio.

Yo llevaba pantalones de color ocre y una camisa gris que tenía dos pequeñas quemaduras de cigarrillo en el bolsillo.

El tipo clavó los ojos en esos agujeritos como si fueran llagas producidas por la peste y preguntó:

—¿Qué quiere?

—Quiero entrar. ¿Hay aire acondicionado?

—Eso a usted no le importa, porque no va a entrar —dijo, y miró por encima de mi hombro para señalar que nuestra conversación había terminado, y que estaba preparado para recibir al siguiente candidato.

—Oye, abre esa puerta o te la haré abrir con la cabeza.

Ése era Mouse. El portero no lo había visto, o quizá pensara que aquel tío bajito era mi pareja.

De todos modos, cuando lo oyó, miró hacia abajo.

—¿Qué dice? —preguntó.

—Ya me has oído, Leonard, he dicho que abras esa puerta.

Mouse sonreía de oreja a oreja. Y el hombre del traje dorado también sonreía.

—Mouse.

—Para ti soy el señor Mouse.

Se dieron la mano y rieron un poco más.

—Pero, tío, ¿de qué vas vestido? —le preguntó luego Mouse.

Leonard se llevó una manaza al pecho y miró hacia abajo con vergüenza.

—Para esto me pagan, hermano —respondió.

—Ya veo —salmodió Mouse.

Leonard nos indicó con un gesto que entráramos.

En el escenario, la artista era negra. Y también eran negros los camareros, y los músicos, y casi todos los clientes.

Mouse pidió una mesa, pero yo le interrumpí y dije que nos sentaríamos un rato en la barra.

Pedí un whisky triple y Mouse una cerveza.

—Bonito lugar, ¿eh, Easy?

Mouse, muy sonriente, miraba hacia todos lados. El salón era amplio, con techos bajos, y estaba pintado de negro. Las camareras llevaban vestidos de satén blanco, y los camareros iban de esmoquin.

Había gente y más gente. La orquesta tocaba un jazz muy alegre, que no se parecía en nada a los himnos religiosos de Lips McGee. En el centro de la sala, un globo de cristal arrojaba una luz brillante y descompuesta en innumerables fragmentos, que le daban a todo un aire un poco irreal. Quizá Tini Bland's valía la paga de dos semanas.

—¿De dónde conoces a ese tío? —le pregunté a Mouse.

—Pasé aquí una temporada.

—¿Cuándo fue eso?

—Después de la muerte de Terry Peters.

Terry y Mouse habían discutido por dos mil dólares, y Mouse lo había matado en la calle.

—¿Y cuánto tiempo estuviste aquí?

—Hasta que murió otro tío y la poli empezó a hacer preguntas.

La barra era larga y de un negro reluciente. Muy cerca de nosotros, Pelo al Rape bebía y le contaba una historia a su amiguita blanca.

Y ella le hacía ojitos al tipo que tenía al lado.

No sé si la mujer quería armar lío, pero con aquel coqueteo sin duda lo iba a conseguir. El hombre al que le hacía ojitos era de estatura normal, pero uno se daba cuenta a la primera mirada de que era muy fuerte y posiblemente violento. Tenía el pelo abundante y un fino bigote. Aunque miraba a la mujer directamente a la cara, su mirada era turbia y desenfocada. Pero lo que más llamaba la atención en su persona era la cicatriz del cuello. Era ancha y dentada, y la hacía aún más desagradable su color amarillento, más claro que la piel de color marrón del tipo.

Me pregunté qué clase de accidente, o de guerra, había causado semejante catástrofe. Me pasmaba que aquel tipo hubiera podido sobrevivir a tanto dolor y derramamiento de sangre.

Pero él sólo sonreía y coqueteaba con la mujer blanca mientras Pelo al Rape contaba que había instalado una radio de onda corta en su Pontiac.

—Easy —dijo Mouse, y me di la vuelta; mi amigo seguía inspeccionando la sala.

—¿Sí?

—No está aquí, hombre.

—Raymond, todavía no hemos mirado bien.

—Yo sí lo he hecho.

—Tú lo que quieres es volver a casa de esa fulana. Es lo único que te interesa.

Mouse sonrió y se atusó el bigote.

—Hombre, sé muy bien lo que me espera allí.

—¿Y qué harás si ella tiene un novio que vuelve a medianoche?

—Yo siempre hago lo que debo, Easy. Y sabes que lo hago bien.

—Eh, usted, lárguese —dijo alguien detrás de mí, y lo dijo con tal furia que me volví rápidamente y di un paso atrás.

El hombre anaranjado apartaba la mano de su amiga de las caricias del tipo de la cicatriz. El hombre de la cicatriz mostró con un gesto las palmas, y sonrió igual que Mouse. A mí, el whisky triple se me había subido a las manos, las sentía débiles e impotentes.

La mujer que estaba delante de mí se apartó a tiempo, pero yo reaccioné demasiado tarde. El tipo de la cicatriz atacó de repente y lanzó un derechazo a la cara de Pelo al Rape. Y un segundo después la espalda del hombre naranja me golpeó en el pecho. Su cabeza mullida me dio en la barbilla. Y, tras rebotar en mi cuerpo, el tipo se lanzó contra su atacante.

Pagó caro su error.

Segundos más tarde estaba en el suelo y le sangraban la nariz y la boca. Se hizo un círculo alrededor de los dos hombres y por un instante nadie se movió. El hombre naranja jadeaba boca arriba, apoyado en los codos. El de la cicatriz estaba agazapado con una expresión ausente en el rostro. Yo había visto una mirada así en la batalla del Bulge, en la cara de un alemán que se proponía mandarme al infierno.

El hombre de la cicatriz se llevó la mano al interior de la chaqueta gris.

El hombre naranja sonrió.

El de la cicatriz sacó una navaja de hoja corta y gruesa y dio un paso hacia adelante.

Alguien gritó.

El hombre naranja sacó una pistola y apuntó.

Vi que la mirada del dueño del cuchillo cambiaba. Estaba vencido, y el impulso asesino le había abandonado; puede que incluso empezara a bajar la navaja.

Nunca lo sabré, porque el sonriente hombre naranja empezó a disparar. Al primer disparo, el hombre de la cicatriz se le doblaron las rodillas. ¡Pum!… y una reverencia poco profunda. ¡Pum!… y la barbilla bajó y escondió la cicatriz. Al sexto tiro, el tipo estaba hecho un ovillo en el suelo.

El hombre naranja no había dejado de sonreír.

La gente huía o intentaba confundirse con él paisaje. Una tía muy gorda que llevaba un inmenso vestido azul claro trató de esconderse en un rincón. Vi que la amiga del hombre naranja salía corriendo por la puerta principal, pero su acompañante apenas se movió.

Se puso de pie unos instantes más tarde. Se quitó el polvo con gestos muy ceremoniosos, dándose unas palmadas en brazos y rodillas. Después se guardó el arma en el bolsillo y se sentó a la barra. Para entonces la sala estaba prácticamente vacía.

—Vámonos, hombre; salgamos rápido de aquí —me dijo Mouse—. En un minuto la poli estará aquí. Y no pienso quedarme a responder a sus preguntas, pudiendo estar con Marlene.

Para Mouse, ser testigo de un asesinato tenía la misma importancia que para Randall Abernathy una vaca muerta. Todos los negros pobres del sur habíamos respirado muerte desde que éramos unos críos, pero Mouse era diferente. Él aceptaba la muerte. Para Mouse, era algo tan natural como la lluvia.

Estuve de acuerdo en que debíamos marcharnos, pero en aquel asesinato había algo que me desconcertaba. Todo parecía lógico. Lo que quiero decir es que los hombres se han estado matando por las mujeres desde hace cien mil años. ¿Por qué entonces aquel individuo ni siquiera había buscado a su amiga? ¿Y por qué no había escapado?

Una vez fuera nos sumamos a la multitud en la acera de enfrente. Se me ocurrió que allí quizá encontráramos a Saunders.

La ambulancia tardó menos de diez minutos. Y la policía todavía menos. Se llevaron al asesino. No alcancé a verlo muy bien, pero me pareció que las manos del hombre naranja estaban libres. Sin esposas.

Mientras Mouse charlaba con el portero, yo me di una vuelta por el lugar buscando al hombre de la barba. No lo encontré.

Pero vi a dos de los truhanes que antes rondaban el local. Estaban hablando con unos clientes del club. Se me ocurrió que quizá supieran por qué aquel asesinato era tan raro, y me acerqué para escuchar la conversación.

Hablaba un sujeto corpulento que llevaba un traje de algodón de color marrón.

—Sí, el tío del pelo corto vio que el hombre que tú dices le había cogido la mano a su chica. Y la estaba mirando de arriba abajo y se relamía…

—Sí, sí —intervino un hombre más pequeño y con cara de chucho callejero—. Yo también me lo hubiera cargado, ¿no lo ves así? Un tío le dice a otro que deje de molestar a su chica y el otro empieza a pegarle. Eso no está bien.

—Eh, hombre —intervino uno de los chicos con camiseta—. Si ese Sander veía una chica que le gustaba, la cogía —dijo uno de los chicos de camiseta—. Mierda, jodió con mi prima y por poco mata a Bobby Lee.

—¿Cómo has dicho que se llamaba? —le pregunté al muchacho.

Me miró con mala cara a causa de mi tono de voz. Quizá le recordaba a uno de sus maestros, el encargado de que no hicieran novillos.

—Sander —dijo, masticando la palabra.

—¿Antes llevaba barba?

Me puse la mano bajo la barbilla para mostrarle lo que quería decir.

—Sí.

—¿Y de dónde era?

—¿Y quién coño es usted? —preguntó gritando el otro chico.

El hombre de cara de perro y su amigo se marcharon. Me acuerdo de que en ese momento pensé que eran unos tíos listos. Y también que jamás volvería a hacer esa clase de trabajo.

Y después pensé en pelear con aquellos jovencitos. Tenían menos de veinte años, aunque había uno que quizá era algo mayor. Se veía, a la luz de la lámpara, que el de la izquierda tenía brazos musculosos. Yo aún era lo bastante joven como para darles una paliza. Quizá acabara con la nariz sangrando, pero la vida de aquellos chicos estaba en mis manos.

Vigilando mis manos y mis ojos, se separaron. Puede que hicieran aquello para vivir. Mucho más probablemente, para divertirse.

Metí la mano en el bolsillo, saqué dos billetes de cinco dólares y le di uno a cada uno de los jovencitos.

—¿De dónde habéis dicho que era Saunders? Quiero decir, ¿dónde había nacido? —pregunté.

—Hablaba raro —dijo el primer chico.

Cogió de un manotazo el billete, y lo mismo hizo su compañero.

—Sí —confirmó el otro chico—. Decía «lo hombre», y no «los hombres».

—¿Y estuvo un tiempo fuera de la ciudad? —les pregunté, pero ahora que tenían mis cinco dólares, tenían que irse rápidamente a otra parte; lo veía en sus ojos.

—¡Eh, hombre, no me pagaban para que vigilara a ese chiflado hijo de perra! ¡Mierda!

Y se largaron sin más.