Viola Sanders aparecía en la guía telefónica: Queen Anne's Lane 386 3/4.
Queen Anne's Lane era una calle corta, de una sola manzana, y había muchas casas de apartamentos. A un lado de la calle había un gran terreno baldío, y al otro, edificados sobre una colina, ocho grandes bloques de apartamentos. Recorrimos la manzana de arriba abajo y no encontramos el número 386 3/4. Finalmente, fuimos al 386 y golpeamos en una puerta mosquitera de la planta baja. Del interior del apartamento llegaba el ruido de la televisión, y se veía el reflejo de sus luces al fondo del largo y oscuro vestíbulo.
Un niño pequeño, casi un bebé, vino corriendo por el vestíbulo. Se detuvo junto a la puerta mosquitera y nos miró.
—¡Wah! —exclamó.
No llevaba más que una camiseta a rayas que apenas le llegaba al ombligo.
—¡Arnold! —gritó una mujer en el interior de la casa. Se acercó hasta la puerta con un niño en cada brazo y otros dos colgados de sus faldas.
Era de mediana estatura y buen tipo. Llevaba una túnica muy escotada, que se le pegaba al cuerpo debido al sudor. Tenía la tez clara y unos labios muy gruesos que acentuaban la expresión indiferente de su mirada. Sus hijos eran todos de diferentes colores. El niño que habíamos visto primero era de tez clara, como su madre, pero los gemelos que tenía en brazos eran negros. Una niñita de unos cinco años, que nos espiaba desde detrás de la pierna derecha de su madre, era de un marrón oscuro, y su hermana pequeña, al otro lado, era casi blanca, con pelo castaño claro y ojos verdosos. Se notaba en los ojos que todos eran hermanos. Tenían la misma mirada vacua y un tanto perpleja de la madre.
La joven me dio un breve repaso y luego se dedicó a Mouse. Mi amigo llevaba una camisa azul marino y pantalones grises y anchos. Sus zapatos eran de ante gris y su sonrisa lucía más que el sol, o al menos tanto como el diamante que llevaba incrustado en un diente.
—¿Sí? —se dirigió a Mouse con voz insinuante.
Él sonrió, inclinó casi imperceptiblemente la cabeza, y dijo:
—Estamos buscando a un tal J. T. Saunders. ¿Lo conoces?
—No —respondió ella, y se veía que le daba lo mismo.
Uno de los bebés empezó a llorar y la madre dijo:
—Vanessa, Tiffany, aquí. —Y se inclinó para poner al niño llorón y a su dócil hermano en manos de las niñitas—. Volved a la sala.
Las pequeñas, que apenas podían sostener el peso de sus hermanos, se marcharon tambaleándose rumbo a la mortecina luz del televisor.
El pequeño Arnold se quedó hasta que las niñas llegaron al final del vestíbulo, y salió corriendo tras ellas antes de que desaparecieran de la vista.
—¿Quieres pasar? —le preguntó la mujer a Mouse.
Le quitó el pestillo a la puerta mosquitera y la seguimos al interior. Fuimos hasta donde estaba la televisión, y giramos en dirección contraria.
Era una cocina pequeña e iluminada por una bombilla de sesenta vatios. El suelo estaba cubierto por un linóleo amarillo lleno de hoyos. En el fregadero había una pila de platos sucios. Sobre la cocina, de dos fogones, se veía una cazuela abierta con un arroz sucio y costroso. El techo, que había sido blanco, estaba ennegrecido por el humo y la grasa.
Pero yo fui el único en notar la suciedad. Nuestra anfitriona había cogido una botella de cerveza de su pequeña nevera y se la había dado a Mouse. No hablaban, pero sus ojos intercambiaban promesas.
—¿Sabe dónde está el número trescientos ochenta y seis y tres cuartos? —le pregunté.
—¿Eh? —preguntó.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Mouse.
—Marlene.
—Marlene, estamos buscando una dirección, el trescientos ochenta y seis y tres cuartos de esta misma calle —dijo Mouse; por su tono de voz, podría haber estado hablando de los ojos de ella, o tal vez de sus pechos.
—Es allí —dijo Marlene, señalando por la ventana encima del fregadero—. Es una de esas casas.
Vi por la ventana una vereda pavimentada que llevaba desde el 386 hasta un pequeño conjunto de casas, detrás del bloque de apartamentos.
Arnold estaba en la puerta y nos miraba. Un hilo de moco verde le colgaba de la nariz.
Mouse miraba fijamente a Marlene.
Me dirigí a la puerta. Estaba en el vestíbulo cuando Mouse me alcanzó.
—Espérame, Easy, no puedes ir a buscar a ese tipo tú solo —me dijo.
—Me ha parecido que estabas ocupado.
Marlene nos siguió hasta la calle. Mouse se detuvo en la puerta y le dirigió una mirada muy significativa.
—¿Qué vas a hacer más tarde, Marlene?
—Nada.
—¿Qué te parece si te hago una visita?
—Hmmm…, aquí estaré.
El sendero de hormigón no estaba iluminado, pero la luna estaba en cuarto creciente. A la izquierda, una valla de estacas de madera evitaba que los paseantes cayeran al patio de los apartamentos de Marlene desde una altura de veinte metros.
Era una cuesta empinada, y Mouse y yo llegamos a lo alto sin aliento.
Había siete casitas con una numeración muy variada y en el 386 3/4 se veía luz.
Mouse y yo nos miramos antes de recorrer el corto camino de tierra que llevaba a la puerta principal. Él se abrió los dos últimos botones de la camisa para poder sacar con más facilidad la pistola. Yo fui delante de mi amigo.
También allí abrió la puerta una mujer. Era alta y majestuosa. Y parecía aún más noble porque llevaba el pelo cano recogido en lo alto de la cabeza con un pañuelo rojo y morado. Su bata era larga y de color coral, y hacía resaltar su piel oscura de una manera que hacía evidente su origen isleño.
—¿Sí? —Su voz era melodiosa y profunda.
—¿Está J. T.?
Sentí que detrás de mí Mouse se ponía en posición de alerta.
—¿Y usted quién es? —preguntó la mujer.
—Martin —respondí—. Yo soy Martin Greer y éste es Sammy, mi primo.
Me hice a un lado para señalarle a Mouse, y él sonrió.
—Ya. ¿Y qué quieren?
—Hemos venido de Los Angeles. Abernathy nos dijo que viniéramos a ver a J. T.
—¿Randall Abernathy?
—Sí, Randy.
—Pero si tiene muy mala opinión de nosotros…
—Nada de eso, señora. A decir verdad, a mí me dijo que J. T. le había conseguido un trabajo. Sí, Randy también me dijo que J. T. era un tío muy divertido.
—¿Y usted? —le preguntó la mujer a Mouse—. ¿Qué quiere usted?
Mouse se quedó atónito. Las mujeres como aquélla lo intimidaban. Si ella lo hubiera abofeteado, él se habría disculpado por hacerle daño en la mano.
—¿Qué quiere usted? —volvió a preguntar Viola Saunders.
Era mayor que nosotros, tenía unos sesenta años, o más, y un aspecto realmente imponente.
—¿Podemos pasar? —le pregunté.
Me miró fijamente un momento. Yo intenté poner cara de buen tipo, para que viera que iba a ser sincero con ella. Ya mentiría más tarde, cuando estuviéramos dentro.
Viola abrió la puerta y sentí que me tocaban el hombro.
—Yo espero fuera, Ease —me dijo Mouse al oído.
La mujer me llevó hasta una sala bastante grande, pero con tantos muebles que parecía pequeña. Todas las paredes estaban cubiertas por estanterías con libros y adornos. Había también dos sofás, tres sillas tapizadas, una mesita de nogal, una mesa de comedor y un piano. La alfombra, verde oscuro, era mullida y ahogaba el ruido de las pisadas. Las paredes también eran verdes.
—Siéntese, señor Greer.
—Gracias, señora. Tiene una casa muy bonita.
—¿Por qué quiere ver a mi hijo?
Viola Saunders se quedó de pie junto al piano.
—Por nada en particular. Oí decir que él conocía los lugares de diversión de Oakland, y…
—No me mienta, hijo. ¿Qué le ha hecho James?
Se me aflojaron los músculos y la habilidad para mentir simplemente me abandonó.
—A mí personalmente, nada, señora Saunders. Pero quizá sepa algo sobre una chica que estuvo con él hace unas semanas.
—¿Está embarazada?
—No. Muerta.
Viola Saunders estiró hacia atrás el cuello como una víbora antes de atacar. En sus ojos apareció una mirada vidriosa, y alzó los hombros.
—¿De qué murió?
—La mataron. Y no fue la única.
—¿Y usted cree que fue James?
—Lo único que sé es que alguien la vio con él, y que hubo una pelea.
La elegante mujer de las islas cerró los ojos. Movió leve, muy levemente los labios y su cuello tembló apenas.
—¿James vive aquí, señora?
—Él es un buen hijo, señor Greer. Cuando viaja, siempre me trae algo. Siempre.
La casa estaba vacía, silenciosa y triste.
—Es un buen hijo —repitió—. Pero ahora ha cambiado. Parece como si no fuera el mismo. A veces se enfada tanto que me preocupa. Y cierro con llave mi puerta. Le cierro la puerta a mi propio hijo.
Sabía que si la dejaba hablar me diría todo lo que yo quería saber.
—¿Le hará daño a mi hijo, señor Greer?
Ella utilizaba mi nombre falso para tener poder sobre mí. Aquella mentira se me estaba haciendo poco menos que insoportable.
—No, señora.
—¿Y su amigo?
—Sólo queremos hablar con él, señora. Nada más.
—Mi hijo fue siempre un chico muy bueno.
—¿Sabe dónde puedo encontrarlo?
—Que no me entere de que usted le ha hecho daño a mi hijo con mi ayuda, señor Greer.
—Sólo quiero preguntarle qué sucedió aquella noche.
—¿Era una chica joven?
—Sí. La vieron con su hijo, pero nadie ha dicho que él la matara. Yo sólo quiero hacerle unas preguntas.
La señora Saunders me creía, pero estaba preocupada.
—Es mejor para su hijo que yo hable con él, señora Saunders. Así estará prevenido; sabrá que él fue el último que vio con vida a esa chica.
—Lo encontrará en Tiny Bland's. Está en la calle Chino, cerca de Lake Merritt. James va allí los viernes a buscar putas.
Viola me acompañó hasta el jardín.
—Usted, matón, deje en paz a mi hijo —le ordenó a Mouse.
Él restregó la punta del zapato contra el suelo, los ojos bajos.
—Sí, señora.
—Míreme —le ordenó Viola.
Mouse la miró a los ojos; me asustaba ver que Mouse también podía sentir miedo.
—No le haga daño a mi hijo.
—Se lo prometo, señora —respondió Mouse, y se dio la vuelta para marcharse.
Cuando la mujer entró en la casa mi amigo se tranquilizó, y cuando bajábamos a la calle ya era otra vez el Mouse de siempre.
—¿Crees que Marlene querrá venir con nosotros? —me preguntó cuando subimos al coche.
—Raymond, creo que tiene cinco hijos, y que necesitan a su madre.
Se rascó la barbilla y dijo:
—Sí, tienes razón. —Después sonrió—. Volveré cuando estén dormidos.