Mouse dormía junto a mí en el asiento delantero del coche. A un lado del camino los riscos de piedra y arena de la costa de California y el sol naciente dominaban el paisaje. A nuestra izquierda el mar salía de su sueño gris para convertirse en una maravilla de intenso color azul.
Miré a las golondrinas de mar y a las gaviotas que revoloteaban desmañadamente entre los jirones de la niebla matutina. En las laderas, los cactus crecían en lugares imposibles, como si hubieran arraigado allí tras rodar colina abajo. Junto a la carretera había arbustos cubiertos de florecillas de color púrpura.
Mi Chrysler era el único coche a la vista en la autopista de la Costa del Pacífico. Yo me sentía lleno de brío y fuerza y dispuesto a poner cada cosa en su lugar.
Sentía en mis huesos el zumbido del motor. Podría haber conducido hasta el fin del mundo.
—Buen día, Easy —graznó Mouse.
—¿Ya estás despierto?
—¿A qué viene esa sonrisa, eh?
—Me siento feliz de estar vivo, Raymond. Sólo eso.
Mouse se estiró en el asiento y bostezó.
—Debes de estar loco para sonreír así a esta hora de la mañana. Joder. Es demasiado temprano para hacer el tonto.
—En el asiento trasero hay un termo con café. Y también tostadas y bocadillos de mermelada.
Mouse atacó los bocadillos y me sirvió una taza de café. El sol se alzó sobre los riscos y brilló sobre la superficie del mar. Por primera vez en toda la semana me sentía emocionado sin la ayuda del whisky. Pero sólo de pensarlo ya tuve ganas de tomarme una copa.
Pasamos por Oxnard, Ventura y Santa Bárbara. La autopista Uno iba por el interior y por la costa; era un camino sinuoso que por lo general sólo utilizaban los coches, ya que para ir de San Francisco a Los Angeles había una ruta mucho más directa, la Ciento uno.
Anduvimos varias horas sin hablar. A mí me gustaba mirar el paisaje, y Mouse era una persona de hábitos nocturnos.
Cuando ya habíamos recorrido unos cuatrocientos kilómetros de costa, Mouse me preguntó:
—¿Por qué vamos al Norte?
—J. T. Saunders está en Oakland. Es todo lo que sé.
—¿Qué piensas hacer cuando lo encontremos?
—No sabemos nada de él, Raymond. Puede que no sea más que un pobre desgraciado que se encontraba donde no debía justamente cuando no tenía que estar allí. Sólo vamos a vigilarlo, y le daremos su dirección a la policía.
—¿Y si se escapa?
—No se va a escapar.
—¿Por qué estás tan seguro?
—No sabrá que lo estamos vigilando, así que no tiene por qué escapar.
—Ya veremos —dijo Mouse encogiéndose de hombros.
A las doce ya habíamos dejado atrás San José y nos internábamos en la Sierra de Santa Cruz.
—¿Conoces a alguien que se haya tratado la sífilis con esos medicamentos a base de sulfamida? —le pregunté.
—Sí, yo mismo.
—¿Qué dices?
—Sí, yo. Estuve yendo seis meses a ese maldito lugar. Decían que tenía que ir cinco años.
—¿Y dejaste de ir?
—¡Claro! Odiaba esa mierda de tratamiento. Ya sabes, vas y te ponen una inyección y después tienes un gusto asqueroso en la boca. ¡Joder, me da asco sólo de pensarlo!
—Raymond, tienes que ver a un médico.
—¿Por qué?
—La sífilis se te mete en el cuerpo y vuelve a aparecer después de mucho tiempo.
—Yo no tengo sífilis.
—Pero si me acabas de decir…
—He dicho que fui a que me trataran. Yo era un chico y tenía un grano en la polla y mi novia, Clovis, dijo que no iba a follar conmigo, así que fui a ver al médico. Me miró la polla y dijo: «Sífilis». Y después me hacían ir una vez por semana a ponerme la inyección.
—Puede que el médico se diera cuenta con sólo mirarte —le dije, aunque no lo creía.
—No. Lo sé porque una noche me emborraché y a la mañana siguiente fui con mi amigo Joe Dexter a alistarme al ejército. Cuando llegó el momento de marchar, la borrachera se me había pasado y les dije que no podían llevarme porque tenía sífilis. Pero aquel tío blanco me dijo que todos los análisis que me habían hecho estaban bien. Yo nunca había tenido sífilis.
En una época los médicos blancos daban por sentado que casi todos los negros sufrían alguna enfermedad venérea. Y lo más probable era que no se molestaran en hacer un análisis.
—Entonces, ¿por qué no fuiste al ejército? —le pregunté.
—Ese mismo día recibieron mis antecedentes penales. Me dijeron que volviera cuando la guerra empeorara. Pero nunca empeoró lo bastante como para que el ejército me aceptara en sus filas.
En los últimos años siempre me había alojado en el Motel Galaxy, en Lombard. Sólo costaba diez dólares la noche, y los ancianos que lo llevaban me conocían. Eran el señor y la señora Riley, una vieja pareja de irlandeses, hijos de emigrantes. Tenían un acento cantarín y sonreían amablemente.
—Hola, Easy —me saludó el señor Riley cuando entré en su despacho de mamparas—. Hace tiempo que no lo vemos por aquí. —En una de las paredes había una estantería con mapas, horarios de transbordadores y guías turísticas.
—Tengo mucho trabajo en mi ciudad. Demasiado trabajo.
—¿Y cómo está su esposa?
—Bien, gracias. ¿Y la señora Riley?
—Está en casa con los nietos. Cecily tuvo gemelos en junio.
Cogimos una habitación con dos camas dobles y televisión.
Le pedí al señor Riley que llamara desde la centralita a Axminister 3-854. Contestó un tal Karl Bender. No conocía a ningún J. T. Saunders y tampoco me conocía a mí. Traté de averiguar desde cuándo tenía ese número de teléfono y cuál era su dirección, pero no lo conseguí.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Mouse.
—No lo sé. Tengo una dirección, pero es de hace veinte años.
—¡Veinte años! Hombre, en veinte años yo he vivido en más de cien lugares.
—Y en cada uno de ellos te recuerdan.
La sonrisa de Mouse era infantil y desarmaba a quien tuviera enfrente. Y no porque él necesitara hacerlo; yo lo había visto matar a más de un hombre muy bien armado.
Fuera ya había oscurecido. Los faros de los coches iluminaban Lombard. Dos prostitutas ocuparon la habitación vecina y comenzaron con su negocio. Aquello acabó dándonos risa; las tías despachaban a cada cliente en cinco minutos. Lo oíamos todo, las paredes parecían de papel.
—Primero el dinero —decía una de las chicas; se oía la respiración del tío y después el frufrú de la ropa.
—¡Oh! —gritaba ella antes de que él tuviera tiempo de metérsela, y luego—: ¡Sí, hazlo! —Y el cliente de repente gritaba, o gruñía, o gemía. El tono era siempre de queja, como el del tipo que en el parque de diversiones le da a la pirámide de botellas de leche en el mismo centro pero no consigue darles la vuelta.
—¿Qué quieres hacer, Easy? —me preguntó Mouse cerca de las ocho—. Tengo que ocuparme en algo o acabaré dándoles mi dinero a las chicas de la habitación de al lado.
—Vayamos a Oakland, y le echaremos un vistazo al lugar dónde vivía J. T. Saunders.
—¡Sí, hazlo! —contestó una de nuestras vecinas.