A la mañana siguiente fui a inspeccionar mis propiedades. Tenía que ver a un carpintero guatemalteco que estaba poniendo el suelo en un apartamento de la calle Quigley, y quería hablar con un jardinero que no había cortado el césped en seis semanas. Hice un recorrido por los edificios, recogí unos trastos y anoté algunas anomalías para que Mofass se encargara de corregirlas.
Después me dirigí al despacho de Mofass.
Lo encontré tosiendo el producto de sus pulmones en un gran trapo amarillo. Tosía cuando entré a la oficina y seguía tosiendo cuando me contó que la gente de DeCampo había accedido a mis demandas.
—Me llamó el mismo señor DeCampo —resolló Mofass.
—¡Qué raro en un blanco!
Lamenté haberlo dicho, porque a Mofass le dio un ataque aún más violento de tos. Todo su cuerpo se sacudía y por poco se le saltan las lágrimas.
Después de toser y esputar durante un buen rato, Mofass dijo por fin con voz áspera:
—¿Va a firmar con ellos?
Tuve miedo de decirle la verdad. Pensé que si le decía que iba a rechazar el trato, se caería muerto allí mismo.
—Bueno, podemos reunirnos otra vez con ellos y ver qué nos traen por escrito.
No pensaba dejar que aquellos ladrones me robaran lo que era mío. Si una calle principal iba a pasar cerca de mi propiedad, yo podía pedir un crédito en un banco y conservar el ciento por ciento de mi propiedad.
—Voy a utilizar su teléfono —le advertí.
—De todos modos, ya me iba a casa —dijo—. Este resfriado me tiene mal.
Lo miré mientras se ponía el abrigo y el sombrero. El peso de la ropa pareció arrastrarlo casi hasta el suelo. Después seguí mirándolo cuando salía por la puerta, y esperé hasta que lo oí toser escaleras abajo.
Entonces me senté y marqué un número que sabía de memoria.
—Hospital Temple —me respondió una voz nasal.
—Quiero hablar con la maternidad de la sexta planta, por favor.
Se hizo un silencio, roto por algunos clics y zumbidos. Y por fin una voz más sonora dijo:
—Sala de enfermeras.
—¿Puedo hablar con Regina Rawlins, por favor?
—Ahora está ocupada. ¿De parte de quién?
—Louise —dije—, por favor, ve a buscar a mi mujer.
—¿Easy?
—¿Cómo estás, Louise? Regina me dijo que habías vuelto al trabajo.
—Estoy muy bien, cariño. —Yo casi podía oír su gran sonrisa llena de dientes—. Y te echo mucho de menos.
—¿No anda Regina por ahí?
—Mmm. ¿Estás demasiado enamorado para decirme una palabrita amable?
—Uno no puede arriesgarse con una mujer tan guapa como tú, Louise.
—Bueno, eso ya está mejor.
Y después de un rato mi mujer por fin se puso al teléfono.
—Hola, cariño —me dijo.
—Hola, nena.
—Le hicieron todos los análisis en un hospital de Oxnard.
Era un hospital público, pero se hacía cargo de la mutua de la marina. El hombre era un marinero de primera en la marina mercante, y la mutua pagó su tratamiento.
—¿Sigue tratándose allí?
—Hace mucho tiempo que no va. La última visita fue en 1938. Sólo fue allí durante tres meses. El empleado del hospital me dijo que si no ha seguido el tratamiento en otro sitio, ahora debe de estar muy enfermo.
—¿Has conseguido su dirección?
—Solamente la que les dio en aquella época. Calle Stockard 2489, en Oakland, California. El teléfono era Axminister 2-854.
Lo anoté todo en un bloc que Mofass tenía en su mesa.
—Te llevaré a comer unos filetes si consigues que Gabby Lee se quede con los niños —le dije.
—Esta noche no puedo, nene —me respondió, y dio la impresión de que realmente lo lamentaba—. Me ha costado tanto averiguar lo que me habías pedido que le he prometido a la señorita Butler que me quedaría hasta tarde.
—¿Y no puedes dejarlo para mañana?
—Ahora tengo que irme, cariño. Buena suerte.
Me sentí muy solo cuando colgué el teléfono. Todo lo que tenía y todo lo que había hecho lo tenía en secreto, y en secreto lo había hecho. Nadie conocía mi verdadero yo. Puede que Mouse y Mofass me conocieran un poco, pero ellos no eran amigos con los que se pudiera bromear y tener una buena charla.
Se me ocurrió que quizá Regina tuviera razón con respecto a nosotros. Pero la sola idea de hablarle de mí me hacía sudar frío; esos sudores que uno tiene cuando piensa que su vida está en peligro.
Quinten Naylor estaba en su mesa cuando llamé.
—¿Qué sucede, Rawlins?
—¿La recompensa vale también para mí?
—Sí, si usted encuentra al asesino.
—¿Y si no está en la ciudad?
—¿Dónde está?
—En el Norte.
—¿En Oakland?
—¿Por qué me lo pregunta? Quiero decir, ¿por qué no se le ha ocurrido decir San Francisco?
—¿Qué ha descubierto, Rawlins? —me preguntó Quinten con su mejor voz de policía.
—Ya le conté lo de Aretha's y la pelea de Gregory Jewel, y no le sirvió de nada. Ahora, sargento, yo mismo voy a encontrar a ese tipo.
Puede que Naylor tuviera algo que decir al respecto, pero no lo oí porque colgué el teléfono.
Llamé a Mouse y le hablé de la recompensa. Me dijo que me esperaría frente a la casa de Minnie a las cuatro de la mañana.
—¿Y por qué tienes que ir? —me preguntó Regina.
Yo estaba haciendo la maleta para un viaje de dos o tres días.
—Ya te lo he dicho. Ofrecen quince mil dólares a quien entregue al asesino. Es mucho dinero.
—Pero tú ya les has dicho dónde está, y si lo cogen, el dinero de todos modos es para ti.
¿Qué podía responder? Regina estaba en lo cierto. Pero yo había aceptado aquel trabajo y tenía que llegar hasta el fin. Además, para mí era una tortura quedarme en casa cuando todavía no estaba todo claro entre nosotros. Necesitaba unos días lejos del hogar.
—No creo que puedas entenderlo —le respondí sin mucha convicción.
—Sí que lo entiendo. Lo entiendo perfectamente. Tú eres un maleante como Mouse. Te gusta la calle, y te gustan los delincuentes.
—¿De qué me estás hablando?
—¿Crees que no sé nada de ti? ¿Eso es lo que crees? Tu vida no es ningún secreto, Easy. He oído hablar de ti, y de Junior Fornay, y Joppy Shag, y el reverendo Towne. Y he visto con mis propios ojos que estás metido en negocios con Mofass, aunque hagas como que trabajas para él. Nene, uno no puede tener secretos en su propia casa.
—Tengo que irme, y mi viaje no tiene nada de misterioso —le dije—. Y todo lo demás lo podemos hablar a mi regreso.
Regina me puso la mano en el pecho, y luego juntó los dedos hasta apuntarme con ellos.
Nos quedamos quietos un momento, sus uñas suspendidas sobre mi corazón.
Yo deseaba decirle que la amaba, pero sabía que no era eso lo que ella quería oír.
—Tienes que dejar que una mujer conozca también tus flaquezas, Easy. Ella tiene que ver que tú necesitas su fuerza. Una esposa no está ahí sólo para que tú le des dinero. Ella no es la nena de papá.
—Yo dejaré que… —empecé, pero fue todo lo que pude decir antes de que la presión de sus uñas me hiciera callar.
—Shhhh —chistó—. Ahora déjame hablar. A una mujer lo único que le importa es que tú necesites su amor. Sabes que tengo un trabajo, y nunca me has pedido ni un centavo. ¿Para qué trabajar, entonces? Tú vistes a la niña, riegas el jardín, y hasta te arreglas la ropa. Jamás me has pedido nada, Easy. Absolutamente nada.
Yo siempre había pensado que si uno hacía cosas por la gente, ellos estaban a gusto contigo, y puede que incluso te quisieran. Un hombre que llora no interesa a nadie. Yo lloré cuando murió mi madre, y lloré cuando mi padre se marchó. Pero no por eso me quisieron. Yo sabía que muchos hombres que hablan como si fueran los más machos, cuando vuelven por la noche con su mujer lloran y se lamentan por la dureza de su vida. Nunca pude entender por qué una mujer aguanta a un tipo así.