A las once y cuarto fui a encontrarme con Mouse. Minnie estaba en el salón de belleza donde trabajaba, pero en la casa había otra mujer. Era Maxine Cone, una de las novias de Mouse.
Cuando llegué estaban sentados en la cama tomándose unas cervezas. Mouse me ofreció una y yo la acepté.
Iba por la mitad de mi tercera cerveza cuando Mouse dijo:
—Dentro de poco nuestro chico saldrá a comer.
Dejé la botella en el suelo y me puse de pie.
—¿Dónde vais? —preguntó Maxine.
Era menuda y de tez muy oscura, con cabello grueso y largo hasta los hombros, que peinaba hacia atrás.
—Tenemos un trabajo pendiente, Maxie. Vete a casa, yo te llamaré más tarde —le dijo Mouse.
Pensé que íbamos a tener otra pelea allí mismo. Vi que Maxine apretaba los labios y entrecerraba los ojos como preparándose a disparar, pero se mantuvo en calma. A decir verdad, no dijo ni una palabra más. Cogió un jersey de un gancho en la pared y salió delante de nosotros.
Mouse y yo nos dirigimos a mi coche.
—¿Quieres que te acerque a algún sitio? —le pregunté a Maxine.
Ella siguió caminando por la acera sin hacernos ningún caso. No creo que volviera a hablar con Mouse nunca más. Cuatro meses después se casó con Billy Tyler.
Mouse pasaba de una mujer a otra como un niño pasa de un juguete a otro la mañana de Navidad. Y para Mouse todo el año era Navidad. Y toda la vida.
Las Carnicerías Asociadas estaban en un edificio que yo había frecuentado a finales de los años cuarenta. Estaba ocupado casi por entero por los almacenes de carne, pero en aquella época había un bar en el tercer piso. El bar de Joppy.
Joppy y yo habíamos sido amigos durante muchos años. Ya lo éramos en Houston, y luego fue mi compinche cuando me vine a vivir a Los Ángeles, a mediados de los años cuarenta. Pero nos metimos en un asunto que salió mal, y Joppy acabó muerto. Algunos actos de mi vida han tenido consecuencias terribles, y era muy fácil encontrar en Los Ángeles cosas que me lo recordaban.
La hora de la comida llegó y pasó, y no vimos ningún negro con el pelo rojizo. Fui a una tienda de licores y compré una botella pequeña de Seagram's y dos vasos de plástico.
A media tarde ya no podía mantener los ojos abiertos.
—Duerme, Easy —me dijo Mouse.
Desperté cuando el tráfico se hizo más ruidoso y cambió la calidad de la luz sobre mis párpados. Los trabajadores estaban saliendo por las grandes puertas dobles de las Carnicerías Asociadas. Algunos todavía llevaban puesto el delantal blanco manchado de sangre. Pensé que las carnicerías seguramente no tenían un servicio de lavandería y aquellos hombres tenían que lavar ellos mismos la sangre de su ropa de trabajo.
—Allí está —dijo Mouse. Un tipo elegante, con pantalones y camisa color canela, bajaba muy rápido por la Avenida Central. Tenía el pelo claro, rubio y muy ensortijado, con reflejos de un castaño rojizo. Era alto y fornido, con un rostro de facciones angulosas y tez marrón claro.
Cuando se detuvo ante un semáforo en rojo, en la calle Ciento diez, aparcamos y lo seguimos a pie.
Siguió por Central hasta la calle Ciento veinticinco, y allí giró. Después caminó media manzana, hasta una casa de apartamentos construida exactamente igual que la mía de la calle Magnolia. Esperamos a que entrara, y fuimos a mirar los nombres en los buzones.
Randall Abernathy vivía en la última planta, en el apartamento tercero «C».
—Ya puedes volver a casa, Raymond —le dije.
—¿Por qué?
—Con este tipo quiero hablar yo solo.
Mouse debía de tener algo que hacer porque no protestó. Me alegré de que no lo hiciera. Por una vez quería actuar con tranquilidad y finura.
Cuando llamé a la puerta del tercero «C», oí unos pasos que se acercaban, y luego hubo un instante de silencio.
—¿Quién es? —preguntó una voz cautelosa.
—Roger Stockton —respondí con la voz sonora y profunda que usaba en algunas ocasiones.
—No conozco a ningún Roger.
—Soy de Industrias Cárnicas Star, de Santa Clara, señor Abernathy. Quiero hablar con usted de un trabajo que puede interesarle.
A un hombre pobre un trabajo nuevo siempre le viene bien. Puede que ya tenga un buen empleo, pero no puede contar con que será para toda la vida. Quizá el patrón se enfade y lo despida al día siguiente. O puede que su madre se ponga enferma y él necesite un dinero extra.
Yo no sabía con seguridad si Abernathy había salido de la miseria, pero me abrió la puerta.
Sonreí de tal manera que si hubiera sido blanco habría ganado las elecciones.
—¡Señor Abernathy! —Le cogí la mano y se la sacudí—. Me alegro mucho de que por fin podamos vernos las caras.
Randall intentó sonreír con igual cordialidad, pero un segundo más tarde frunció el ceño y se echó hacia atrás. Y yo vi en ese mismo segundo el crucifijo de peltre que le colgaba del cuello, y olí el whisky en mi aliento.
—Voy a ir derecho al grano, hermano Abernathy, porque no me gusta molestar a la gente cuando está en su casa. Hay un puesto vacante de jefe de carniceros en Star, y quieren que usted lo ocupe.
—Pero…
—¿Podría entrar un minuto y explicárselo mejor?
Entré cojeando tras él hasta el centro de la habitación. Yo conocía la distribución de los apartamentos porque eran iguales que los de mi edificio. Tenían un solo ambiente, con un escondrijo para la cama, un nicho para la cocina y un pequeño cuarto de baño independiente.
Me di cuenta por la decoración de que Abernathy era un hombre solitario. Tenía una mesa con una sola silla y una cómoda. El suelo había sido barrido, pero no fregado, y no había moqueta ni alfombras. Moviendo con mucho cuidado la pierna izquierda, me dirigí hacia la silla y me senté con mucho cuidado.
—¿Está herido? —me preguntó Abernathy.
En la mesa, ante mí, había una Biblia abierta. La mitad de los versículos estaban subrayados con tinta azul.
—¿Cómo? Ah, lo dice por mi pierna.
Abernathy estaba de pie y me miraba, y yo me dispuse a endilgarle mis mentiras.
—En cierto sentido, esta herida de guerra es la razón por la que estoy aquí. En esta pierna tengo más metralla que huesos. Me la hizo el mortero chino de un soldado de Corea del Norte…
Abernathy se sentó en el borde de su bien tendida cama.
—… Oí que el desgraciado se acercaba y corrí al agujero más cercano, pero Tooms, un chico blanco, estaba en medio y yo caí encima de él y recibí el fuego del mortero en la pierna.
Hice unas cuantas muecas y me toqué la herida imaginaria.
—¿Y qué tiene que ver eso con que usted esté aquí?
—Ese chico, no sabía que estaba en mi camino, y creyó que yo lo había salvado a propósito. —Le guiñé un ojo—. Piensa que me debe la vida.
—Si usted lo salvó, me figuro que él le debe algo —dijo Abernathy; aún no entendía adónde quería llegar yo con mi historia, pero pretendía dar la impresión de que sabía de qué iba todo aquello.
—Yo también lo veo así. Así que cuando su padre le dijo que quería que se hiciera cargo de la empresa familiar, Eugene, el chico blanco que salvé, vino a verme y me dijo que quería que yo fuera el gerente.
—¿Y la empresa es Industrias Cárnicas Star?
Asentí con una sonrisa astuta.
—Pero todo esto no me aclara por qué está usted aquí, señor Stockton —dijo el carnicero.
—Bueno. —Miré a mi alrededor un tanto incómodo—. Hermano, veo que usted es un hombre religioso, y no voy a mentirle. Yo estaba en un bar, no me acuerdo del nombre, pero era en Slauson. Allí conocí a un hombre, le conté la misma historia que le he contado a usted, y él me dio su nombre. Me dijo que usted era un carnicero del copón, pero que un negro nunca tiene una buena oportunidad si trabaja para un blanco. Le pregunté a alguna gente por usted, y todos me dijeron que usted era un buen trabajador, y que sabía mucho de carnes.
—¿Y quién era el hombre que me recomendó?
Conseguí que mi voz no dejara traslucir mi agitación cuando le respondí:
—No me acuerdo de su nombre de pila, pero el barman le decía señor Saunders.
Randall no se habría puesto en pie más deprisa si hubiera estado sentado sobre brasas al rojo.
—¿Un hombre corpulento?
—Y con barba —asentí.
—¿Y cuándo dice usted que habló con él?
—No recuerdo exactamente. Hará dos o tres semanas.
—¿Y por qué ha venido a hablar conmigo hoy? —Había algo que enfurecía a Abernathy, pero yo no sabía qué era.
—Ya se lo he dicho. Eugene me nombró gerente de Star y me puso a trabajar, a aprender los trucos del negocio. Me hicieron estudiar sierras y balanzas y cómo distinguir el moho negro de los bistecs. ¿Sabe?, nunca pensé que fuera tan complicado cortar un bistec. ¿Qué tiene de malo que haya venido tres semanas más tarde?
—Es que no me imagino a Saunders hablando bien de mí.
—Ahora que me lo dice, se comportaba de una manera un poco rara. Yo pensé que era porque bebía mucho. Y también hablaba todo el rato de mujeres.
—¡Mujeres! —Abernathy lo dijo como si pronunciara una maldición—. Las mujeres destruyeron a ese hombre. —Su tono parecía el de un pastor inspirado por el Espíritu Santo.
—Pues a mí me pareció que se encontraba bien.
—Pero está podrido por dentro. Se está pudriendo por todo el mal que ha hecho. No se puede escapar al castigo del Señor. Sin fe, esas sulfamidas y remedios que le dan no le servirán de nada. No, no. La sífilis es el castigo del señor por la fornicación.
Su rostro se encendió y le temblaban los labios. Estaba claro que en la familia de Saunders había un ramalazo de locura.
Le hablé de Star y le expliqué lo mucho que necesitaba un jefe de carniceros en quien poder confiar. Quedamos en que iría a conocer a Eugene Tooms dos semanas más tarde. Le di un número de teléfono y una dirección falsos.
Cuando terminamos de hablar, Randall estaba contento. Iba a ganar el doble y tendría la posibilidad de ser socio de la empresa.
—¿Cómo puedo encontrar a su primo? —le pregunté cuando ya estaba en la puerta.
—¿A J. T.? ¿Para qué quiere verlo?
—Por nada en especial. Se portó bien conmigo. Me invitó a unas copas y me lo recomendó a usted. Se merece que le dé las gracias.
—Se ha marchado. —¿Se ha marchado? ¿Adónde? —Al Norte. —¿A San Francisco?
—Su familia es de Oakland. Viven allí, pero yo nunca he ido a esa ciudad.
Regina, Jesus y Edna estaban en la galería de la entrada. Jesus estaba tumbado con la cabeza sobre las rodillas de Regina, y Edna jugaba cerca de ellos con una pelota rosa y azul.
—Hola, cariño —me saludó Regina.
Su voz era alegre, pero no me miró a los ojos.
Edna chilló y me tiró la pelota.
—Hola a todo el mundo.
Edna intentó escapar de su silla, pero Jesus la sujetó y le hizo cosquillas para que no llorara.
—Jesus, lleva a Edna a la casa y jugad un rato a los caballitos —le dije.
A Jesus y a Edna les encantaba ese juego. Andaban a cuatro patas, chocando contra todas las cosas. Regina no los dejaba jugar nunca, y yo sólo lo hacía cuando quería que me dejaran un rato en paz.
Besé a mi mujer y la llevé de la mano hasta la verja del jardín. Un ignorante jardinero de ciudad había plantado un roble en la parte de la acera que no estaba pavimentada. El árbol había crecido y sus raíces levantaban la acera por un lado y el pavimento de la calle por el otro. Su tronco era nudoso y oscuro, y en aquel lado del jardín había sombra.
—¿Qué sabes de la sífilis? —le pregunté.
—¿Qué? —Regina dio un respingo y se apartó rápidamente de mí.
—No te lo pregunto por mí, nena —le dije—. Pero es posible que el asesino esté enfermo. Me han dicho que ha estado tomando sulfamidas.
—¿Cuánto tiempo hace que la tiene?
—No lo sé, pero parece que está bastante mal.
—Si es así, puede estar pasándole de todo. La sífilis puede hacer que te vuelvas loco.
—¿Llevan un registro especial de gente con esa clase de enfermedades? —pregunté—. Sé que en Texas tienen hospitales especializados.
—Podría averiguarlo.
—Se llama Saunders, J. T. Saunders. Y ya estaba en tratamiento antes de que empezaran a utilizar la penicilina.
Nos besamos suavemente, pero Regina se alejó de mí cuando fuimos hacia la casa. Jesus y Edna habían tirado una mesa, y el suelo estaba lleno de agua.