19

En aquella época Mouse vivía con Minnie Fry. Tenían una casita de un solo ambiente en Vernon. Cuando llegamos, Minnie estaba durmiendo en una cama plegable.

—¡Eh, Minnie! ¡Ha llegado tu chico! —saludó Mouse cuando invadimos la habitación.

Yo sólo veía la cabeza de Minnie. Lo demás era un bulto debajo de un grueso edredón rosa. Pero cuando Mouse se anunció, ella gritó «¡Mi chico!» (lo juro), e hizo a un lado el edredón. No llevaba nada más que unas diminutas braguitas de color rosa, pero no le importó que yo la mirara. Corrió hacia Mouse y lo apretó contra su generoso pecho como si mi amigo fuera el Señor que volvía de entre los muertos.

—¡Cariño! —gritó. Lo besó y lo abrazó un poco más—. ¡Cariño!

Minnie era una cabeza más alta y veinticinco kilos más pesada que Mouse. Lo balanceó de un lado a otro hasta que él la soltó e intentó apartarse.

—Basta, Minnie. Para, o me mandarás al hospital.

Ella siguió arrullándolo y meciéndolo. No creo que nadie lamentara nunca mi ausencia con la intensidad con que Minnie echaba de menos a Mouse. Cuando la Segunda Guerra Mundial pasé años lejos de mi casa, y a mi regreso nadie me esperó en el puerto para abrazarme de aquella manera.

—Suéltame, muchacha —le rogó Mouse, pero vi que se sonreía—. Ve y cúbrete un poco, que al viejo Easy le da vergüenza.

A Minnie no le importaba exhibir su generosa figura negra en tanto nadie mencionara su desnudez, pero cuando Mouse habló, la mujer cruzó los brazos sobre el pecho y cogió rápidamente la ropa que había sobre una silla. Y tapándose como pudo, se marchó de puntillas al cuarto de baño.

Mouse sonrió.

—Esta chica es algo grande, ¿verdad, Easy?

Minnie estuvo lista en dos minutos. Llevaba un sencillo vestido azul que probablemente se había hecho en la clase de economía doméstica, cuando estaba en el instituto. Se podían ver las costuras torcidas de los tirantes que cubrían sus hombros. El vestido le quedaba un poco estrecho, porque había aumentado unos kilos en los dos años que habían pasado desde que obtuviera su diploma.

—Esto es una pocilga —dijo Mouse con una mueca de disgusto—. Sólo he estado un día en la cárcel. ¿Cómo has hecho para ensuciarlo todo?

Minnie bajó la cabeza y no abrió la boca.

Mouse abrió las manos en un gesto de impotencia.

—¿Qué has dicho? —le preguntó.

—No he dicho nada, cariño —respondió ella.

—Ah, ¿no tienes nada que decir? Yo vuelvo a casa y me encuentro con una pocilga, y tú sólo sacudes las tetas en la cara de Easy.

Minnie me daba pena, pero no podía hacer nada para ayudarla. Lo que Mouse quería decir era que teníamos que hablar de asuntos serios y que nos volveríamos a marchar. Pero él no podía decir nada directamente, así que criticaba la limpieza de la casa para poder marcharse mientras la mujer arreglaba la casa.

—Vamos a hacer las cosas bien —dijo Mouse—. Yo iré a desayunar con Mouse…

—Yo te prepararé el desayuno, cariño —lo interrumpió Minnie.

—No. Nos vamos a comer algo al Pie Pan, y cuando regresemos, tú y la casa estaréis guapísimas. ¿De acuerdo?

—Ajá. Pero yo podría dejarlo todo limpio muy rápido, Raymond…

Mouse negó con la cabeza y frunció el ceño.

—No quiero seguir hablando de esto, Minnie. Nos vamos.

Y nos fuimos al Pie Pan. Mouse tomó chocolate caliente con tostadas y mermelada. Yo pedí copos de maíz, salchichas y huevos revueltos con patatas y cebollas. Al principio no hablamos porque a Mouse le temblaban las manos. Durante todos aquellos años yo había aprendido que cuando a Mouse le temblaban las manos podía matar por cualquier insignificancia. Cuando se ponía nervioso, la manera más inmediata y fácil que encontraba de desahogarse era la violencia. Por eso yo no había salido en defensa de Minnie. Si Mouse hubiera pensado que alguien ponía en duda su autoridad, habría golpeado a la mujer, o me habría pegado a mí.

De manera que comimos, fumamos y esperamos a que se le pasara el temblequeo que le había dejado la cárcel.

Cuando acabamos de comer, y estábamos tomando té con limón, yo le dije:

—Tenemos que encontrar al asesino, Raymond.

—Por mí, está bien. Ya sabes que tengo ganas de matar a algún hijo de puta. A mí nadie me lleva a la cárcel.

—No podemos matarlo, Raymond. Quiero que la policía nos deje en paz, y la única manera de librarnos de ellos es entregarles a alguien para que lo ahorquen.

—Puede que no lo mate, pero sí que dispare contra él. Imagínate que es un tío cachas y que no respeta mi pistola…

No discutí con él. Si Mouse quería herir a alguien, no había manera de detenerlo. Si quería su ayuda, tenía que aceptar su insensata violencia.

Le informé de todo lo que yo había averiguado. Le conté lo de Aretha's y la casa de putas. También le hablé de Gregory Jewel y de Cyndi Starr. En cuarenta y cinco minutos lo puse al tanto de todo.

—¿Y qué hacía esa chica blanca mezclada en este asunto?

—Me imagino que fue pura mala suerte.

—Mala suerte, un rábano.

—¿Qué quieres decir?

—No sé, Easy, hay algo que no cuadra. Pero lo averiguaremos. ¿Con quién vamos a hablar primero? ¿Quieres que probemos con los tíos que te golpearon?

—No, por ahora no. No eran más que unos mandados. Seguramente fueron a por mí porque Max calculó que así no me ocuparía de ellos. Es muy malo para los negocios que alguien ande por ahí preguntando sobre unos asesinatos.

—¿Gregory Jewel?

—No, el chico no sabe nada. No. Vamos a hablar con Charlene Mars y con Westley. Charlene le dijo a la poli que ella no había visto que nadie atacara a Gregory Jewel. No sé por qué les dijo eso, quizá sólo para fastidiarlos, pero creo que Charlene sabe bastantes más cosas. De no ser así, les habría contado lo poco que sabe.

—Me parece bien. ¿Quieres ir ahora mismo?

—No. Esta noche, después de que cierren.

Los ojos de Mouse se iluminaron.

—Te veré allí a las dos.

Hice un gesto de asentimiento y nos dimos la mano. Después lo llevé a casa de Minnie para que se pasaran la tarde haciendo las paces.

Cuando llegué a casa me esperaba una nota del profesor de gimnasia de Jesus. Se había peleado con dos chicos que se burlaban de él, y cuando el profesor intentó separarlos, Jesus lo golpeó en la nariz.

—No seas muy duro con él, Easy —me dijo Regina—. Ya sabes que los niños siempre se burlan de los que son diferentes.

—Jesus tiene que aprender a controlar su furia.

Me hacía feliz que Regina se preocupara por Jesus; por lo general, ella se limitaba a aceptarlo.

Puede que Regina tuviera la impresión de que yo estaba muy enfadado, pero la falta de Jesus no me parecía muy grave.

Con todo, puse una cara muy seria y fui a la habitación del chico. Pero cuando lo vi acurrucado en la cama, me di cuenta de que ya había aprendido más de lo que yo pudiera conseguir con amenazas.

Se estremeció cuando me senté a su lado. Le di unas palmaditas en el hombro y sonreí con todo el cariño que pude.

—No te preocupes, muchacho —le dije—. Ya arreglaremos mañana este asunto.

Jesus me miró con cara de miedo. Hizo un gesto como preguntando «¿De verdad?».

—Sí. Yo sé que eres un buen chico, y si te has peleado, ha sido porque pensabas que debías hacerlo. Pero tienes que prometerme que sólo te pelearás cuando alguien te pegue, o amenace con golpearte.

Su mirada se hizo más segura. Sonrió y asintió con la cabeza.

—Tienes que saber que si un hombre consigue que te enfurezcas por una estupidez que él ha dicho, te está dominando.

Jesus volvió a asentir con la cabeza. Después me rodeó el cuello con sus frías manos y me besó al lado de la nariz. Cuando me abrazó, me sorprendió lo caliente que estaba su cara.

—Y ahora vamos a cenar —le dije.

Regina y yo nos sentamos frente a frente en la mesa, evitando que nuestros ojos se encontraran, como desconocidos que dudan sobre la conveniencia de entablar una conversación.

Cuando la niña y Jesus ya estaban dormidos, le di a Regina un grueso sobre que contenía novecientos dólares.

—Aquí está el dinero que querías, y algo más —dije.

Me miró con ojos límpidos y serios. Yo esperé que dijera algo, pero las palabras nunca llegaron. En lugar de eso, su expresión se dulcificó y me arrastró a la cama, encima de ella.

No hicimos el amor, sólo nos quedamos acostados juntos como dos cucharas, yo abrazándola desde atrás. A la una de la mañana me levanté y me vestí. Cuando me iba la miré desde la puerta. Me miraba con los ojos muy abiertos. Me puse un dedo sobre los labios y luego la saludé agitando la mano. Ella sólo me miró fijamente. Dios sabe qué estaría pensando.