17

Volvíamos a Watts por el bulevar Venice. Ya no circulaban los tranvías, pero en el centro de la calle aún se veían las vías. Si ya no había transporte colectivo, todo el mundo tenía que tener coche.

En Detroit seguramente estaban bebiendo champán.

—¿Qué quiere que les diga, señor Rawlins?

—Cuando DeCampo llame, dígale que haremos un trato de sesenta y cuarenta por ciento. El sesenta para nosotros.

—¿Y si no acepta?

—Si no acepta, se jode. Vamos al Banco de América y hablamos con ellos de la misma manera que DeCampo lo ha hecho con nosotros.

—No sé…, no sé —dudó Mofass.

—¿Qué es lo que no sabe?

—Un millón de dólares es un montón de dinero. Y mi comisión del nueve por ciento, como intermediario, no está nada mal.

—Si me ofrecen un millón, es que pueden ganar tres. Y si ellos pueden, también puedo yo.

—Me imagino que sí —respondió Mofass, pero no estoy seguro de que estuviera de acuerdo conmigo.

Permanecimos en silencio lo que quedaba del viaje. Mofass tosía de vez en cuando y yo soñaba que era uno de los pocos millonarios negros de América. Era una fantasía extraña, porque cuando imaginaba a uno de los dependientes de las lujosas tiendas de Beverly Hills sonriéndome, también pensaba que el tipo estaba mintiendo, y que en realidad me odiaba. Hasta en sueños me perseguían a causa de mi raza.

—¿Cuánto dinero tenemos en el escondite del suelo? —le pregunté a Mofass cuando estábamos de vuelta en el despacho.

—Novecientos ochenta y siete.

—Démelo.

En otra ocasión, Mofass me habría interpelado por retirar una suma tan grande, pero ahora, después de hablar de cantidades de seis y siete cifras, ni siquiera pestañeó.

Levantó la alfombra que había delante del escritorio. El suelo era de madera de pino, pero si uno metía un destornillador entre dos de las tablas, se podía abrir una pequeña puerta trampa. En ese escondite guardábamos parte de los ingresos. Era nuestro dinero para gastos.

Mofass sacó la caja del dinero y me dio todo lo que había.

Cuando bajaba las escaleras sonó el teléfono. Supuse que era Jack DeCampo que llamaba para averiguar si Mofass ya tenía una respuesta.

—¡Hola, nena! —saludé asomándome por la ventanilla del coche.

Regina tenía un aspecto pulcro y elegante con su vestido naranja y blanco. Estaba frente a Temple. Eran las cinco en punto.

No me sonrió; cruzó la calle corriendo y subió al coche. Nos inclinamos en un beso torpe y nos dijimos «hola».

Mi mujer estaba nerviosa, agitada.

—¿Qué sucede? —le pregunté.

—Nada. He estado trabajando todo el día y quiero irme de aquí ahora mismo.

De modo que me alejé del bordillo y giré para tomar el camino a casa.

—¿Has encontrado a ese chico? —me preguntó.

—Sí.

—¿Y sabía quién era el asesino?

—Puede que sepa algo, pero no está muy claro. Él vio a un hombre corpulento con barba. Y después sólo vio las estrellas.

—¿Y se lo has contado a Quinten Naylor?

—Claro que sí —respondí. Y luego—: Cariño, se me ocurre una cosa. ¿Por qué no le pides a Gabby Lee que se quede dos días con Edna y Jesus?

—¿Para qué?

—Podríamos pasar dos noches en San Francisco.

—No…, mañana no, nene —dijo, como buscando otras palabras—. Esta semana no puedo.

—¿Es por ese dinero que tienes que conseguir para tu tía?

—No, no es eso. Recibí una carta de mi tío Andrew. Me dice que el marido de mi tía consiguió lo que necesitaban.

—Entonces, ¿por qué?

—¿Tú me quieres, Easy?

Sentí que el sol de la tarde quemaba mi cara. Era como una fuerte bofetada, que deja la cara caliente mucho tiempo después del golpe.

—¡Por supuesto!… Quiero decir, claro que te quiero.

—Quizá no. Quizá sólo crees que me quieres.

—No me hagas esto, Regina, no juegues conmigo.

—No estoy jugando, Easy; es una sensación que tengo, nada más.

—¿Y qué es lo que sientes? —Yo estaba sentado, pero muy bien podría haber estado de rodillas.

—Tú no hablas conmigo. Nunca me cuentas nada.

—¿Y qué estoy haciendo ahora? ¿Esto no es hablar?

—¿Cómo se llama mi tía?

—¿Y eso qué tiene que ver?

—¿Sabes que hoy ha sido la primera vez que me has pedido que hiciera algo por ti, Easy? Nunca me hablas de lo que haces. Tú dices que trabajas para Mofass, pero casi nunca sé dónde estás.

—¿Así que tengo que fichar contigo?

—Hace días leías un libro —continuó Regina, sin hacer caso de mi pregunta.

—Sí.

—No sé qué libro es. Y no sé cómo se llamaba tu madre, ni quiénes son tus amigos.

—No te gustarían —le dije riendo.

—Pero quiero conocerlos. ¿Cómo puedes conocer a un hombre si no conoces a sus amigos?

—En realidad, no son amigos, Gina. Tan solo conocidos, gente con la que hago negocios —le respondí—. Ya no me quedan amigos de verdad. Mi madre está muerta, y de eso no quiero hablar.

Di la vuelta en la calle Noventa y seis y aparqué el coche.

—… y te quiero.

No sé muy bien qué respuesta había esperado yo, pero Regina se sentó lo más lejos de mí que pudo, la espalda contra la puerta. Negó con su hermosa cabeza y dijo:

—Sé que sientes algo por mí, pero no sé si es amor.

—¿Y cómo debo interpretar eso?

—A veces me miras como un perro a un trozo de carne cruda. Me da miedo tu modo de mirar, y me da miedo lo que puedas hacer.

—¿Y qué podría hacer?

—Como la otra noche.

No supe qué decir. Pensé en lo que ella llamaba «violación». No creía haber actuado igual que esos hombres que asaltan a mujeres en la calle y las someten y maltratan. Pero me daba cuenta de que si la otra noche ella no había querido, entonces yo la había obligado contra su voluntad. Lo que yo había hecho estaba mal, pero no tenía el valor de admitirlo.

Mi silencio la enfureció.

—¿Quieres follarme aquí mismo? —escupió.

—Nena, por favor, no hables así.

—¿Ah, no? ¿Y por qué no puedo hablar así? ¿Tengo que callarme la boca y dejar que tú me jodas viva?

—Lo siento.

—¿Qué?

—He dicho que lo siento.

—¿Lo sientes? ¿Y eso es todo lo que tienes que decir? ¿Te disculpas por haberme violado?

Yo me había dado la vuelta y estábamos frente a frente. Di un codazo hacia atrás y rompí el cristal de la ventanilla. Un dolor agudo me atravesó el brazo, pero agradecí la distracción.

—¿Qué coño haces, Easy? —gritó Regina, y había miedo en su voz.

—Tenemos que parar esto, Gina. Tenemos que pararlo antes de hacer algo irremediable —dije en voz baja, cautelosamente.

Puse otra vez el coche en marcha y seguimos viaje. Ella miraba al frente. Yo también, pero buscaba en el camino algo que desviara mi atención de la furia que llenaba el coche.

Encontré las palmeras. Sus siluetas se alzaban en el paisaje como jovencitas increíblemente delgadas y altas, el pelo revuelto y ligeramente encorvadas. Traté de imaginar qué estarían pensando, pero no lo conseguí.

—Tienes que hablar conmigo —dijo Regina—. Y también tienes que escucharme.

—¿Qué quieres que diga?

Miró por la ventana, pero no creo que viera nada.

—Yo crié a trece hermanos hambrientos y por las mañanas servía a mi padre huevos con whisky.

—Ya lo sé.

—¡NO, NO LO SABES!

Jamás la había oído gritar así.

—He dicho que no lo sabes —repitió Regina, y se podía oír el ruido de su respiración, el aire entrando y saliendo por su nariz—. Tú sabes que todo aquello sucedió, pero no sabes lo que es tener catorce hombres dependiendo de ti, llorándote, pidiéndote cosas continuamente, pidiéndote todo lo que tienes. Tu última moneda, tu noche del sábado. Y jamás se interesaron por mí. Llegaban hambrientos, o apaleados, o borrachos, y necesitaban que yo les resolviera todo.

Detuve el coche delante de nuestra casa. Cuando moví el brazo izquierdo para abrir la puerta se oyó un ruido de cristales rotos.

—Pero ellos eran mejores que tú —dijo Regina—. Al menos me necesitaban. Lo que quiero decir es que tú tal vez quieres tener una mujer, y hasta puede que te guste ponerme cachonda, y hacer que me corra. Pero cuando hago el amor, estoy enamorada de ti, y tú lo que haces es marcharte de casa por la mañana Dios sabe adónde.

—Todo el mundo se marcha a trabajar, nena.

—Tú no entiendes. Yo quiero ser parte de algo; no soy sólo una chica que te chupa la polla y te da hijos.

Cuando María me habló así me excitó, pero a mi mujer tenía ganas de arrancarle la cabeza. Sin embargo contuve mi genio. Sabía que me merecía sus injurias.

Regina miró fijamente hacia adelante y yo me quedé callado, los ojos en el reloj del tablero.

—Ya tengo el dinero, si lo necesitas —le dije cinco minutos más tarde.

—No quiero tu dinero.

—Te llevaré a los lugares donde trabajo y te enseñaré lo que hago.

—¿Ah, sí?… —dijo, esperando algo más.

—Podríamos dar una fiesta, e invitar a la gente que conozco.

Se giró unos quince grados, y se ablandó en la misma proporción. Y fue entonces cuando sentí un olor a quimbombó frito. Habían servido quimbombó frito en el velatorio de mi madre. Yo tenía siete años recién cumplidos, y odiaba los ojos del pastor.

Hacía veintinueve años que no comía quimbombó frito pero a veces sentía su olor, por lo general cuando una mujer que estaba muy cerca de mí, pero a la que no podía tocar, suscitaba en mí una fuerte emoción.

—Te quiero, Easy.

Le dolía decirlo.

Cuando bajé del coche el cristal cayó al suelo. Antes de volver a cerrar la puerta tuve que quitar las astillas que quedaban en el marco.

—Estás sangrando —me dijo Regina.

La sangre se había deslizado por mi brazo dibujando una costura que llegaba hasta la punta del dedo meñique.

Gabby estaba sentada en el sofá viendo las noticias de la tarde y Edna examinaba los volantes de un pequeño cojín que la mujerona tenía bajo la cabeza.

—Espera un minuto, Lee —dijo Regina, y después me llevó al cuarto de baño e hizo que me quitara la camisa.

—Aquí hay un trozo de cristal. —Sus dedos, que exploraban la herida, me hicieron saltar de dolor—. ¿Te duele?

—Sólo cuando me aprietas —me quejé.

Cuando limpió la herida la sangre corrió con más facilidad.

Mientras Regina me vendaba el brazo, yo miraba su cara en el espejo del lavabo. El dolor era bienvenido. Y también que ella me tocara.

El teléfono sonó alrededor de las nueve.

—¿Sí?

—¿Habla el señor Rawlins?

—¿Quién habla? —respondí.

—Soy Vernor Garnett. Esta tarde por poco mata a mi mujer de un infarto.

—¿Cómo ha conseguido mi número de teléfono, señor Garnett?

—Trabajo en el centro, Rawlins. Puedo conseguir lo que quiera.

—De acuerdo, señor. Quizá no debería haberme mostrado tan duro con su mujer, pero estoy trabajando con la policía en este caso, y necesitaba averiguar algunas cosas.

—La policía dice que usted los ha ayudado cuando han tenido problemas con la comunidad negra. Usted no tenía nada que hacer en mi casa.

—Su hija estaba en mi comunidad, señor Garnett. Trabajaba en nuestro barrio.

—Deje a mi familia en paz, Rawlins. No quiero que se entrometa en mi vida. ¿Me comprende?

—Sí, señor. Como usted diga, señor.

Colgué el teléfono y empezó a sonar antes de que lo hubiera soltado. Era demasiado pronto para que fuera Garnett otra vez, de manera que respondí con cortesía.

—¿Sí?

—¿Qué es lo que pasa, Rawlins?

—¿Quién habla? —pregunté por segunda vez en pocos minutos.

—Soy Horace Voss. ¿Quién le ha dado permiso para ir a casa de esa familia y dejar pruebas del caso?

—Sospecho que ya no quiere usted trabajar conmigo.

—Quiero que deje este caso inmediatamente; ¡ahora mismo!

Volví a colgar el teléfono. Después lo descolgué y lo dejé así hasta las once, cuando nos fuimos a acostar.

Me levanté a la una para cambiarme el vendaje. Estaba demasiado apretado, pero no quería que Regina pensara que no apreciaba su trabajo. Me lavé el corte con agua de hamamelis y lo vendé sin apretarlo, con gasa y esparadrapo. Estaba terminando cuando se oyó el teléfono. Sonó una sola vez.

Regina me esperaba en el vestíbulo.

—Es una de tus amiguitas —me informó.

La seguí al dormitorio y cogí el teléfono, que estaba sobre mi almohada.

—¿Sí?

—Easy, gracias a Dios que te encuentro. Se han llevado a Raymond a la cárcel.

—¿Quién habla? —pregunté por tercera vez.

—Minnie Fry.

Era una de las novias más antiguas de Raymond «Mouse» Alexander.

—Muy bien, Minnie. Ahora tranquilízate. ¿Quiénes se han llevado a Raymond?

—¡La policía!

—¿Está muerto?

—Está detenido. Me ha dicho que te llamara enseguida.

—¿Está en la comisaría de la calle Setenta y siete?

—Ajá. Tienes que ir ahora mismo.

—Son casi las dos de la mañana…

—¡Tienes que ir ya, Easy! Me lo ha dicho Raymond.

Para defenderme, Mouse se había enfrentado en más de una ocasión a una pistola cargada. Éramos amigos desde muy jóvenes, y aunque Raymond era un tipo muy predispuesto a la violencia, yo sabía que, además de mi mujer y mis hijos, él era lo más parecido a una familia que tenía.

—Está bien —suspiré—. Iré a la comisaría.

—¿Irás ahora mismo? —insistió Minnie.

—He dicho que iría, ¿no?

—Sí, sí, de acuerdo. Pero tienes que ir ya.

Continuamos con aquel tira y afloja unas tres o cuatro frases más hasta que por fin conseguí que colgara el teléfono.

Cogí mi ropa del armario.

—¿Mi vendaje no era lo bastante bueno para ti? —preguntó Regina cuando me ponía los pantalones.

—Estaba bien, pero un poco apretado. Me he puesto otro.

—¿Y ahora adónde vas?

—A la comisaría.

—¿Vas a emborracharte y a joder con la chica que ha llamado?

—Era Minnie Fry, nena. Es la chica de Mouse. Ha llamado para avisarme de que han detenido a Mouse.

—¿Y tú qué tienes que ver con eso?

—Es mi amigo, Regina. Y tengo que sacarlo de allí.

—¿No puedes esperar a que sea de día?

—Si yo estuviera en su lugar, él no esperaría.

Regina chasqueó la lengua y volvió a la cama. Antes de irme, me incliné para besarla, pero no me hizo mucho caso.