16

Había tenido que investigar a Cyndi. Quizá tenía su lógica que la hubiera asesinado aquel tipo. Quizá sí.

Pero cuando me fui de aquella casa di el caso por concluido. Quinten y la policía ya tenían el resultado de mis trabajos. El tipo de la barba era un buen candidato para los asesinatos. Y yo tenía que retomar mi vida.

Antes de llegar a la mitad de la escalera oí la tos seca de Mofass y cuando entré en el despacho lo encontré apretándose el pecho y respirando con dificultad.

Me miró con ojos amarillentos y cara de vergüenza. Sus labios formaron una mueca torva. Entre los dedos de la mano izquierda sostenía un cigarro.

—Estoy enfermo —susurró.

Mofass se echó hacia atrás como un león marino herido. La piel que rodeaba sus labios tenía el color de la ceniza. En lugar de respirar, resollaba, y tenía la mirada perdida.

Yo había visto cadáveres que tenían un aspecto más saludable.

—Más vale que llamemos a un médico, hombre —dije, y hasta hice el gesto de coger el teléfono.

—¿Para qué?

Aspiró una bocanada de aire y abrió los ojos como platos.

Después ahogó una tos. Hizo funcionar sus pulmones unos instantes y me dijo:

—Deme un minuto. Enseguida me pondré bien.

—Usted necesita un médico.

—Lo que necesito es pagar el alquiler. Eso es lo que necesito.

Se puso trabajosamente de pie, apoyándose en el escritorio. Después se sostuvo cogiéndose a la silla, y luego a la pared. Cuando desapareció por la puertecilla del lavabo me pregunté si se moriría allí dentro.

Una diminuta hormiga negra se buscaba la vida entre las migajas y cenizas de la mesa de Mofass. Le acerqué la mano y se arrastró entre mis dedos. La miré y me maravillé de que algún dios me contemplara a mí de la misma manera. Tuve ganas de aplastarla, pero en ese instante se oyó correr el agua del retrete y Mofass regresó estrepitosamente al despacho.

Tenía la cara lavada y sus ojos habían vuelto a la vida. Aún caminaba con paso incierto, pero sin apoyarse en nada.

—¿Nos vamos? —me preguntó.

Fuimos a El Dorado, un edificio de Culver City. Las paredes eran de estuco amarillo y vigas de madera. El camino que llevaba a la entrada principal estaba bordeado por grandes tiestos de terracota llenos de plantas. En la puerta decía «DeCampo Asociados». Una japonesa de cara redonda estaba sentada en un escritorio también redondo en medio de un gran vestíbulo. Era plácida, gorda y dorada. Miró primero a Mofass y después a mí.

—Buenas tardes, señora Narataki —saludó Mofass.

Ella sonrió aún más y lo miró a los ojos.

—¿Están ahí dentro? —preguntó Mofass, y señaló con la cabeza la gran puerta de roble detrás de la mujer.

—Siéntense, por favor. Les diré que han llegado.

Cerca de la puerta principal había unos grandes sillones de terciopelo rojo. Nos sentamos uno al lado del otro.

En una mesita, cerca de mí, había un florero de cristal con siete tulipanes blancos. El techo era alto, y estaba decorado con una escena de estilo renacentista: un cielo azul claro con nubes blancas, como de azúcar de algodón, y gordos angelotes desnudos que se cubrían púdicamente con hojas de parra.

—Mo, quiero que siga fielmente el programa —susurré.

—No se preocupe, señor Rawlins, sé lo que tengo que hacer. Pero recuerde que esta gente quiere hacer dinero, y no tienen tiempo para preocuparse por pequeñeces.

—¿De qué me está hablando?

—De la familia Bontemps.

Los Bontemps eran un viejo matrimonio que vivía en uno de mis apartamentos de la calle Magnolia. Tenían más de ochenta años y su único hijo había muerto. Yo les dejaba que me pagaran lo que pudieran, y el resto lo completaban con algún trabajo. Claro está que a su edad no podían hacer mucho. Henry regaba el césped y barría el porche todos los días. Crystal vigilaba que ningún inquilino se mudara por la noche sin pagarme el alquiler. Padecía de insomnio, y cada ruido nocturno la hacía saltar de la cama.

—No puedo hacer las cosas de otra manera. Si tengo que darle una oportunidad a alguien, se la doy. También lo hice con usted, Mofass.

Tragó saliva y no respondió.

—De todas formas, no quiero que les diga ni una palabra más de lo que hemos convenido, ¿de acuerdo?

—Como usted mande, señor.

Cuando se trataba de dinero, Mofass se volvía loco. El dinero era su dios, y no era precisamente una deidad benévola.

La señora Narotaki nos miró desde su mesa y sonrió.

—Ya pueden pasar —dijo.

Lo primero que uno veía cuando cruzaba aquella puerta era el jardín. Los ventanales de la pared de enfrente daban a un gran jardín con un estanque de mármol de tamaño olímpico en el centro. Dos níveos cisnes se arreglaban las plumas. Los cristales eran ahumados, lo que hacía que el cielo pareciera de un azul más intenso. Los sauces dejaban caer sus tristes ramas hasta el suelo, y un gran conejo blanco enderezó una oreja mientras mordisqueaba la hierba y miraba por la ventana.

El salón era amplio y lleno de luz, y tenía las paredes cubiertas de cuadros. Pinturas como las que los antiguos señores europeos encargaban para ensalzar sus posesiones. En una pequeña escena de caza, las presas colgaban cabeza abajo de un gancho en la pared. Debajo de las aves y las liebres se sentaba un obediente podenco, y detrás del animal, contra la pared, se veía una escopeta.

En otro de los marcos, una voluptuosa doncella sonreía y llevaba un jarro de leche. Y en un tercero, un criado blanco se disponía a cumplir con sus obligaciones en una elegante habitación.

Contra la pared había sillones como los del vestíbulo, pero dominaba la habitación una larga mesa de fresno, rodeada por seis sillas. Y cuatro de ellas ya estaban ocupadas.

—Señor Wharton —saludó uno de los hombres; estaba sentado cerca de la puerta, y se levantó para darle la mano a Mofass.

Era bajo, y vestía sencillamente, con un cárdigan amarillo y pantalones marrón oscuro. En lugar de camisa llevaba un polo de algodón con tres botones.

Mofass sonrió.

—Señor Vie —dijo—, quiero presentarle al señor Ezekiel Rawlins. El señor Rawlins trabaja conmigo, y tiene una pequeña participación en la propiedad que le interesa a usted.

Mofass me cogió por el codo y guió mi brazo hasta que el hombrecillo blanco y yo nos dimos la mano.

Sus ojos eran de un color azul grisáceo, y me dijeron que le alegraba conocerme y que deberíamos ser amigos.

—Encantado de conocerlo, señor Rawlins —me dijo.

Me hicieron sentar entre el señor Vie y Mofass. Después nos presentaron a los otros hombres, que tendieron sus manos sobre la mesa para estrechar las nuestras.

Estaba Fargo Baer, un individuo corpulento que llevaba un traje marrón. Tenía pelo rojo por todas partes. En la cabeza lo llevaba corto y bien peinado, pero luego le crecía como la mala hierba en las orejas y en el cuello, y hasta en el dorso de las manos.

Al lado de Fargo estaba sentado Bernard Seavers. Bernard era delgado, de mirada huidiza y tez color hueso. Tenía el pelo negro y tan espeso que parecía que llevara sombrero. Y por último, Jack DeCampo, que ocupaba la presidencia de la mesa. Jack era el jefe. Era moreno, de tez lisa y aceitunada. Y sus ojos eran del color que les atribuía el que los miraba.

DeCampo unió las manos como si estuviera rezando y miró largo rato a Mofass.

—Tengo mucho gusto en conocerle, señor. Yo lo saludé con un gesto tímido y luego bajé la cabeza respetuosamente. Así era como me hacía perdonar la vida en el Sur por los blancos.

—Representamos a un grupo de inversores interesados en propiedades inmobiliarias.

Los demás hombres, incluido Mofass, parecían gorriones hambrientos contemplando un campo recién sembrado.

—El señor Rawlins posee menos del cinco por ciento de la propiedad en la que ustedes están interesados, caballeros, pero como trabajamos juntos, pensé que no le vendría mal oír lo que se hable en esta reunión. —Cuando era necesario, Mofass podía hablar como un blanco.

DeCampo me sonrió.

—Es un placer tenerlo entre nosotros.

Le dediqué la sonrisa más tonta que me fue posible.

—Señor Wharton, hemos pensado que podemos serle útiles —dijo Bernard Seavers.

Dejaron de prestarme atención apenas se percataron de que yo no tenía ninguna importancia. Un cinco por ciento no se iba a interponer en su camino. Y si Mofass quería impresionar a uno de sus empleados, que se diera el gusto.

—Queremos que usted gane dinero —gorjeó el señor Vie.

—Tendrán que disculparme, pero no me lo creo —respondió Mofass; mi administrador sabía lo que yo quería, y sabía cómo presionar.

—Ya sé que suena raro, señor Wharton —intervino DeCampo—, pero en este asunto nuestros intereses coinciden.

—¿Se refiere a mi propiedad de Willoughby?

—Usted tiene la finca, y nosotros el capital. —DeCampo unió con fuerza sus manos.

—¿Y qué sacan ustedes de esto? ¿Los intereses de un préstamo?

La risa de DeCampo sonó como el crepitar de un ácido sobre la piel.

—Bueno, quizá algo más.

—¿Cuánto más?

—El setenta y cinco por ciento del consorcio que establezcamos aquí. Usted se sienta y deja que el dinero venga solo.

—¿El setenta y cinco por ciento?

—Sí, señor Wharton —dijo el señor Vie—. Nosotros aportamos el capital, y también la información que hará que esta inversión sea muy lucrativa.

Desde mi lugar veía coquetear a los cisnes. Agitaban el agua, que parecía cruzada por relámpagos bajo el sol de la tarde.

—¿Y cuál es esa información?

El señor DeCampo sonrió.

—El condado hará de Willoughby una calle principal, con cinco carriles. Y lo que es mejor, después de que abran la calle, los treinta y siete mil metros cuadrados de ustedes estarán intactos.

—¿Eso quiere decir que aumentará el valor de la propiedad? —preguntó Mofass.

Me di cuenta por el tono en que formuló la pregunta de que comprendía por qué yo no había querido vender antes.

—En diez años valdrán más que todo el dinero que podemos reunir los que estamos en esta habitación. Estamos hablando de supermercados y de grandes almacenes, señor Wharton. Y puede que también un edificio de oficinas. ¿Por qué no?

—Pero si nosotros esperamos, ¿no nos prestarían el dinero necesario para construir si ofrecemos como garantía los terrenos? —preguntó ingenuamente Mofass.

Los arrendajos empezaron a inquietarse. De repente, aquello se estaba volviendo peligroso.

—Quiero decir —continuó Mofass—, ¿para qué hacer un trato con ustedes, cuando nosotros podemos quedarnos con todo?

—La verdad es que con esta información nosotros les damos la posibilidad de entrar en el negocio —dijo Fargo Baer—. En la actualidad la zona no está urbanizada. Tan pronto como el departamento de planificación del condado anuncie la apertura de la calle, el ayuntamiento va a poner límites a lo que ustedes pueden hacer. Lo que quiero decir es que en tal caso ustedes podrían conseguir la recalificación de los terrenos, o los permisos para edificar, pero les costaría un pastón.

—Además, si solicitan un préstamo y los bancos se enteran del asunto, aparecerán otros proyectos urbanísticos —intervino Bernard Seavers—. En este momento nosotros les llevamos ventaja a todos los demás. Cualquier cosa que construyamos hará de nosotros el centro financiero del barrio.

—Si es así, ustedes no querrán que hablemos con nadie acerca de esta reunión.

—No, a nuestros socios no les gustaría —dijo DeCampo muy educadamente.

—¿Y quiénes son sus socios?

Se escuchó otra vez la risa corrosiva como ácido.

—Son hombres que están muy bien informados sobre expropiaciones de tierras y nuevas calles. Hombres a quienes no les gusta que los estafen.

—Pero utilizar esa información para ganar dinero es una estafa, ¿no? Yo pago esa calle con mis impuestos.

—En cinco años su veinticinco por ciento valdrá un millón de dólares —respondió DeCampo.

Mofass comenzó a resollar ruidosamente.

Me imaginé a Edna y a Regina jugando en la hierba con los cisnes, acariciándolos. Por un instante hasta me preocupó que una de las aves pudiera hacer daño a mi hija.

—¿De modo que ustedes quieren que yo les entregue las tres cuartas partes de lo que me pertenece?

—Ésa es una manera de considerar el asunto —dijo DeCampo encogiéndose de hombros—. Pero hay otra mejor, y es pensar que vamos a multiplicar por veinte su riqueza actual.

Se hizo el silencio en la sala durante unos minutos. El único ruido que se oía era la trabajosa respiración de Mofass.

En una época yo había pensado que los hombres de negocios tenían un código de honor, o algo así. Pero mucho antes de conocer al señor DeCampo y a sus amigos ya había aprendido la verdad. Me daba cuenta de que allí había algo turbio, y había hecho que Mofass concertara la reunión para descubrir exactamente de qué se trataba. Y el próximo paso que había planeado nos daría un poco de tiempo para estudiar sus pretensiones.

Mofass carraspeó.

—Bien, caballeros —dijo mientras nos poníamos en pie—, tendré que discutir esto con mis socios.

—¿Qué dice? —preguntó el señor Vie.

—Yo también represento a un grupo de inversores, señor. El señor Rawlins, aquí presente, tiene una pequeña participación, y hay otros más. Son hombres de negocios de nuestra comunidad.

—Pero ¿no nos dio a entender que usted era el dueño de esa propiedad? —La pregunta de Fargo sonaba como una amenaza.

—Si hubo un malentendido, lo siento mucho, pero usted comprenderá que a mis socios tampoco les gusta la publicidad.

—¿Cuándo podrá darnos una respuesta, señor Wharton? —preguntó DeCampo, aunque parecía que sus labios no se movían.

—Dentro de dos días, a más tardar. Pero tal vez ya sepa algo esta misma tarde.

Y después de eso Mofass y yo nos dirigimos a la puerta.

DeCampo nos acompañó. Me dio la mano y me miró a los ojos con una sonrisa helada. Después cogió la mano de Mofass, y la retuvo un instante.

—Señor Wharton, la información que le hemos dado es estrictamente confidencial. Y usted no debería hablar de esto con nadie que no esté directamente interesado en nuestro trato.

Me fui de aquel lugar sin haber pronunciado ni una sola palabra.