Llamé a la comisaría desde una cabina. Quinten estuvo de acuerdo en esperarme en su despacho. Aquel hombre era todo almidón y buenos modales.
Cuando subía los escalones de la entrada de la comisaría me crucé con cinco hombres que bajaban. Cuatro eran guardias y rodeaban a Roger Vaughn. Iba esposado y con grilletes. Me miró y yo recordé las sirenas que había oído cuando estaba en Hollywood Row.
Cuando Roger me vio me tendió las manos. Sin pensarlo yo también le tendí las mías. Pero dos de los polis le dieron con la porra. Roger se desplomó y lo arrastraron hasta una furgoneta, en la calle.
El sargento de recepción me conocía y cuando me acerqué a él me hizo señas de que siguiera adelante. Pero yo me detuve y le pregunté:
—¿Por qué han detenido a ese hombre?
—Asesinato doble. Encontró a un tipo encima de su mujer.
En aquella época Quinten ya tenía un despacho propio con una puerta de cristal opaco con su nombre y su rango pintados en letras verdes. Levanté la mano para llamar, pero él reconoció mi sombra contra el cristal.
—Entre, Ezekiel —dijo.
Habían pasado dos días y él había envejecido cinco años. Sus hombros de levantador de pesas estaban un poco más encorvados e inclinaba la cabeza a un costado como si fuera demasiado pesada para mantenerla erguida. Cuando entré, Naylor suspiró como un recluta novato al final de cincuenta kilómetros de marcha forzada.
—Parece medio muerto, polinegro —le dije, acuñando el apodo que le darían por el resto de su vida.
—Y usted está borracho —me contestó.
—El mundo es muy duro ahí fuera, hermano. Y un poco de alcohol impide que uno se hunda hasta el fondo del barril.
—¿Para qué quería verme?
—Me siento generoso, sargento. He venido para compartir con usted mis conocimientos.
Me senté en una silla junto a la puerta.
—¿Y qué es lo que sabe?
—Las tres primeras mujeres fueron asesinadas con un intervalo de unas dos semanas, ¿no es cierto?
Quinten asintió con la cabeza, y sus ojos se entrecerraron como si fuera a quedarse dormido.
—Pero mataron a Robin Garnett dos días después de que ustedes encontraran a Bonita Edwards.
—Así es —me contestó con su acento pijo de Filadelfia—. Y además era blanca, estudiante universitaria, y no vivía en este barrio. Al parecer, nadie sabe qué estaba haciendo aquí. Por eso los jefazos están tan nerviosos. Piensan que un negro enloquecido se ha lanzado a matar mujeres blancas.
—Sí —sonreí—. Pero me parece que ustedes no tienen todos los datos. Para empezar, esa ricura blanca que mataron no era tan pura como algunos quieren creer.
—¿Qué quiere decir?
Arrojé sobre su mesa una de las fotografías «profesionales» de Cyndi.
Naylor la miró fijamente durante un minuto.
—¿Por qué nadie me ha enseñado esto?
—Nadie lo sabía, hombre. Esta estriptista no se parecía en nada a la chica de la fotografía que apareció en el Times y en el Examiner. La gente que la conocía no suele comprar los periódicos de la mañana. Y aunque lo hicieran, ¿usted cree que vendrían a verlo para que los metiera en la cárcel por calumnia o algo por el estilo?
—¿Y dónde consiguió usted esta fotografía?
Puede que fuera yo el que acabara en el trullo.
—La encontré en su madriguera. Usted conoce el Hollywood Row, ¿no?
—¿Y cómo supo dónde tenía que ir, Easy?
—Escuche. —Y le mostré la palma de mi mano para que la admirara—. Yo tengo mis secretos. Y por eso me necesita usted.
Quinten me miró fijamente durante todo un minuto.
—Está bien. Veré qué puedo averiguar —dijo por fin—. Esto nos hace las cosas un poco más fáciles, aunque no sé qué van a pensar los jefazos. Ya sabe, no hay nada que les moleste más que esas mujeres blancas que se pasan al otro lado.
—¿Por qué no vamos a ver a los padres de la chica? Usted me entiende, les hacemos unas preguntas y les enseñamos la fotografía, y a ver qué nos dicen. —No mencioné la caja con las pertenencias de Cyndi que tenía en el coche.
—¿Para qué?
—Aquí hay algo que huele mal, Quinten. ¿Por qué la mataron dos días después que a la otra chica, cuando todos esos asesinatos de mujeres tuvieron lugar con un intervalo de dos semanas, o incluso más? ¿Y por qué ésta es blanca y todas las demás son negras? ¿Y por qué asesinaron a una universitaria, cuando antes sólo habían matado a chicas de vida alegre?
—Pero usted me ha demostrado que ella también era una fulana. —Y sostuvo en alto la fotografía para subrayar lo que decía.
—Sí —le respondí—, pero tal vez no era ésa la chica que él asesinó.
—¿Qué quiere decir?
—Es el mismo cuerpo, la misma vida, pero la muerta era Robin Garnett, no Cyndi Starr. Cuando la encontraron, iba vestida como una estudiante, ¿no es cierto? Si la muerta era la estudiante universitaria, y no la estriptista, puede que el motivo del asesinato fuera otro.
—Tal vez el asesino la conocía. Quizá sabía que llevaba una doble vida. —Quinten no quería complicaciones.
—Sí, me imagino que sí. El tipo conocía a Juliette LeRoy, eso es seguro.
—¿De qué me está hablando ahora?
Le hablé de la pelea en Aretha's y de Gregory Jewel. Y también le conté que Bonita Edwards no conocía a las otras chicas.
—Con todo lo que ha averiguado, ¿no pudo venir a informarme antes?
—Tranquilícese, hombre. Después de todo estoy aquí, ¿no? Cuéntele a su compañero todo lo que le he dicho y vamos a ver a los Garnett.
—No me parece una buena idea. Le agradezco que quiera ayudarnos, pero el trabajo de la policía debe hacerlo la misma policía. Ya tienen más que suficiente con un poli negro. ¿Qué van a pensar de usted?
No me gustaba nada lo que me estaba diciendo.
—Y usted, Quinten, ¿qué piensa de mí?
Una sonrisa sarcástica apareció en su cara. Se inclinó hacia adelante, los grandes puños apoyados en el escritorio.
—Creo que usted es despreciable, señor Rawlins. Usted y su amigo Raymond Alexander. Deberían estar los dos en la cárcel, pero nadie quiere ocuparse de ustedes. Siempre hay algo más urgente que hacer. Es posible que usted nos ayude a atrapar a este tipo, sí, es posible. Pero quienquiera que sea el asesino, está loco, y no puede evitar ser lo que es. Pero usted sí podría. Usted es un delincuente, Ezekiel Rawlins. Me veo obligado a trabajar con usted, no tengo otra salida. Pero que uno tenga que cagar no quiere decir que le guste la mierda.
Quizá sus palabras no me habrían ofendido si yo no hubiera estado bebido. No lo sé. Pero tenía a todos en mi contra. Regina, Gabby Lee, Quinten Naylor. Necesitaba una copa, sí, la necesitaba.
Aquellos días la guía telefónica de Los Ángeles era mi mejor amiga. Me dirigí al norte, hasta el bulevar Pico, y luego al oeste hasta Hauser. Los Garnett estaban a cinco calles de allí, en dirección norte.
Vivían en una casa de dos plantas de estilo español, con una gran superficie de césped ocupada en parte por un sauce llorón y por un desgalichado San Bernardo, sujeto con una larga cadena. El jardín estaba cercado por una tapia baja de cemento al que habían dado la apariencia de adobe. El tejado era de tejas rojas, probablemente importadas de México, o quizá de Italia. En el camino de entrada había aparcados dos Cadillacs de elegantes líneas que recordaban a las de un tiburón, y en el césped, cinco bicicletas de chico.
Cogí el jersey, el álbum y las fotos profesionales de la chica asesinada y lo metí todo en una bolsa de papel marrón. Después fui hasta la puerta y apreté el botón. Me sorprendió el ruido áspero del timbre. Yo me esperaba una campanilla, un carillón, o al menos un timbre de sonido más musical, pero aquél se parecía al que uno oye en una ferretería.
Un chico de unos trece o catorce años abrió la puerta. Era lo bastante niño como para tener aún rasgos femeninos, y esto hacía que se pareciera mucho a las fotografías de su hermana muerta. Cuando me vio, su expresión se ensombreció. Quizá esperaba que fuera uno de sus amiguitos, montado en su bicicleta J. C. Higgins.
—Hola —me saludó luego con su hermosa sonrisa de jovencito americano típico.
—¿Está tu madre en casa, o tu padre?
—Papá ha salido, pero mamá está en casa. Voy a buscarla.
—¡Mamá! —gritó tan pronto estuvo fuera de mi vista.
Había dejado la puerta abierta, por confianza o por desconocimiento, y yo podía ver muy bien el interior de la casa. El salón estaba a un nivel más bajo, amueblado con elegantes y mullidos sillones blancos. La pared del fondo del salón era casi toda de cristal, y se podía ver el jardín y la piscina.
La mujer blanca que vino desde el jardín riñendo al chico no era mucho mayor que yo, pero parecía haber soportado unos cuantos inviernos más. Las madres envejecen con más rapidez que los padres.
Para ser mujer, era alta, y caminaba muy erguida. Llevaba un vestido largo hasta media pierna, verde y con un estampado de caballitos que descendían en espiral desde el cuello hasta el dobladillo. Era fácil ver que se trataba de un vestido caro porque el estampado no estaba torcido. Alguien había puesto mucho cuidado al coserlo.
—¿Qué desea? —me preguntó con una sonrisa no muy decidida.
—¿La señora Garnett?
—¿Sí? —Su mano se movió hacia el pomo de la puerta.
—Mi nombre es Rawlins, Easy Rawlins —dije.
—Si lo envía un periódico… lo siento, pero no damos entrevistas. Nosotros… —Tiró del pomo de la puerta hasta dejarla abierta a medias.
—No, señora. He encontrado algunas cosas que le pertenecen.
—Señor Rawlins, yo no he perdido nada.
Y cuando iba a cerrar del todo la puerta, le dije:
—Son las cosas de su hija, señora.
—¿De qué me está hablando? —Su cara y su voz habrían sido una buena escena final para el episodio de los viernes de «Mientras el mundo gira».
—Su hija vivía en mi barrio, en la Avenida Central, y dejó allí algunas fotografías y vestidos.
—Usted está equivocado, señor. Mi hija vivía aquí.
—No, señora. Quiero decir, sí, puede que viviera aquí, pero también en la Avenida Central. Tengo sus cosas en esta bolsa.
Cuando saqué el jersey azul gritó: «¡Dios mío, Dios mío!», y corrió hacia el interior de la casa. Después llamó: «¡Milo! ¡Milo!», y volvió a la puerta.
—¿Quién es usted?
Me hacía daño mirarla a los ojos, de modo que fijé la vista en las hierbas que crecían entre las grietas de la base de la pared. No me gustaba estar allí, pero si podía interrogar a los negros, por qué diablos no iba a poder hacerles preguntas a los blancos.
El muchacho y sus amigos corrieron junto a la mujer. En realidad, se pusieron detrás de ella.
—Mamá —dijo Milo.
—Vuelve a tu habitación, cariño.
La señora Garnett dominaba otra vez la situación; se dio la vuelta, los acompañó hasta que se alejaron de la puerta, y regresó.
—¿Y usted quién es?
—Soy Easy Rawlins, señora, y estoy colaborando con la policía para aclarar la muerte de su hija.
—¿Usted es policía? —Esta posibilidad no parecía tranquilizarla.
—No exactamente, señora. Pero trabajo con ellos. También asesinaron a unas mujeres negras, y yo conozco el vecindario. Sólo quería hacerle dos o tres preguntas sobre esas cosas de su hija que he encontrado.
—Le pido disculpas, señor Rawlins —dijo con una imitación perfecta de una sonrisa—. Puede imaginarse cómo me ha trastornado lo sucedido. Pase y enséñeme lo que tiene.
La dejé que me condujera hasta el salón y me senté en el mullido sofá.
—¿Desea beber algo?
—No, quiero mostrarle lo que tengo aquí.
Ahora que estaba dentro de la casa, me sentía menos seguro de mis convicciones. La mujer ya no era una blanca con la que me estaba prohibido relacionarme en este mundo racista, sino una madre que había perdido a su hija. Y yo estaba a punto de agrandar esa herida.
—Hay gaseosas, leche y cerveza —recitó; era la lista habitual para los invitados.
—Tomaré una cerveza.
Enderezó los hombros y fue hacia una puerta cercana a la pared de cristal.
—Muy bien. Vuelvo enseguida —dijo, y salió por la puerta.
Miré el reloj. Tardó seis minutos.
Volvió con una bandeja en la que había una jarra de cristal llena de cerveza. Sonrió y la puso frente a mí.
—¿Conocía a mi hija? —preguntó, aunque seguramente lo que deseaba era llorar a gritos.
—No, señora.
Vacié la bolsa sobre la mesa, delante de los dos. Ella se había sentado en el sofá de tal manera que quedaba frente a mí. Era una mujer valiente, tengo que reconocerlo.
Cogió el anuario del instituto y lo apretó entre las manos. Miró brevemente las cartas. Yo comenzaba a ponerme nervioso. Llegó por fin al sobre con las fotos. Al principio su expresión era entre curiosa e irónica. Algo así como: «¿Para qué diablos querría Robin esta clase de fotos?». Pero luego llegó el alud, y la mujer tiró las fotos al suelo.
Empezó a respirar entrecortadamente, como si le faltara el aliento. Casi podía oír los latidos de su corazón de pájaro.
Tragó saliva y se llevó las manos a la nuca. Ante ella se desplegaba en fotografías un rompecabezas de su hija. Una sonrisa incitadora, un seno desnudo. Una pose sinuosa que hizo que su madre se sentara aún más erguida. La Mariposa Blanca.
—¿Por qué? —dijo con una voz tan dolida que me costó entenderla.
—¿Señora? —dije después de un rato.
Y un poco más tarde:
—¿Señora?
—¿Sí?
—¿Ésa es Robin?
No dijo que no.
—¿La policía no le preguntó qué hacía su hija los fines de semana? ¿Usted lo sabía?
—¿Quiere tomar algo, señor…, señor…?
Giró todo el cuerpo para mirarme. Estoy seguro de que si sólo hubiera girado la cabeza, el cuello no la habría sostenido, y la cabeza se le habría estrellado contra el suelo.
—Sí, gracias —respondí.
Se puso de pie lentamente y fue a la cocina. Mi cerveza, intacta, aún estaba sobre la mesa.
Fui a buscarla unos quince minutos más tarde. La cocina era de inmaculado linóleo blanco y relucientes muebles de arce. La mujer estaba sentada a la mesa, la cabeza entre los brazos.