14

Entre la calle Ochenta y seis y la plaza Ochenta y siete, en la Avenida Central, no muy lejos de la casa de los Scott, había un largo edificio de estuco al que llamábamos Hollywood Row. No estaba cerca de Hollywood, pero le dábamos ese nombre por sus llamativos vecinos. No era una casa alta, sólo tenía dos plantas, pero se extendía de una esquina a otra. La planta baja estaba ocupada por un pequeño colmado llamado Market, dos tiendas de bebidas alcohólicas, tres bares y Lin Chow, una lavandería china. En la planta superior había apartamentos de un solo ambiente, ocupados por pandilleros, putas y músicos que habían dejado atrás sus días de gloria. Los músicos eran los únicos inquilinos permanentes. Lips McGee, a quien había conocido en Houston cuando yo era muy joven, vivía allí desde hacía trece años.

En Lin Chow, adonde fui primero, una mujer vestida con una chaqueta azul acolchada y pantalones rojos de algodón estaba planchando. Me miró y me sonrió con su boca desdentada. Le di la bolsa de ropa y la vació sobre el mostrador. Anotó algo en un bloc blanco y luego arrancó la hoja y me la dio.

Era imposible leer lo que había escrito.

—¿Cuándo estará? —grité.

Levantó dos dedos y gritó algo que no pude entender.

—¿Hoy? —le pregunté.

Hizo que no con la cabeza y volvió a mostrarme los dos dedos.

Yo utilicé su lenguaje de signos como una señal del destino y fui a una de las tiendas de bebidas, donde compré dos botellas de medio litro de whisky escocés Johnnie Walker etiqueta roja.

La única entrada a los apartamentos del Hollywood Row era una puerta desvencijada en un callejón de detrás del edificio. A la izquierda había un patio de cubos de basura que eran un criadero de hormigas, cucarachas y moscas. Los cubos estaban llenos a rebosar de envases de comidas preparadas y botellas de bebidas fuertes. Las escaleras de madera estaban hinchadas por la humedad, y el largo pasillo cubierto por una alfombra que tiempo atrás había sido verde. En la actualidad, sólo estaba ribeteada por este color, como el pardusco lecho reseco de un río, con hierbas medio secas a las orillas.

El Hollywood Row no era un lugar donde la gente se preocupara por su intimidad. Los vecinos hacían como si los apartamentos fueran las habitaciones de una gran casa, y la mayoría de las puertas de los estudios estaban abiertas. Una de ellas me reveló en el interior a un hombre vestido con un viejo traje a la moda de los años cuarenta, de chaqueta muy ancha y larga y pantalones ajustados en los tobillos, y un gran sombrero blanco igualmente anticuado. Cuando pasé nos miramos como dos recelosos lagartos que se deslizan por la misma árida piedra.

Había olor a comida, a incienso y otros varios aromas humanos. Y después se oyó un largo y penetrante sonido producido por una trompeta de plata. La nota se quebró en un ondular de sonidos que acabaron en un solo penetrante grito. Y después se oyó un terrenal «uaa uaa» que ahogó toda la mortalidad de aquel pasillo.

Seguí el sonido hasta una puerta al final del corredor. En el camino presencié míseras escenas de hombres y mujeres en diversos estados de desnudez. Algunos eran amantes que no advertían mi presencia. Otros esperaban que alguien llegara por aquel pasillo y los librara de aquella vida.

La puerta de Lips McGee estaba entreabierta. Llamé suavemente y me respondió su trompeta: «¿uaa?».

—Lips, soy yo, Easy Rawlins —dije.

—Adelante, Easy.

La habitación no era grande, pero allí cabía toda la casa de Gregory Jewel. Había un sofá, una mesa de arce con dos sillas de roble, y un fregadero sobre el que se abría una ventana que daba a la Avenida Central. Las paredes estaban cubiertas con fotografías de la vida de Lips. Las más grandes eran de él junto a famosos del jazz. Pero también había fotos más antiguas y amarillentas de Lips actuando en pequeños clubs y en desfiles en Houston. Ahora era viejo, pero en su día Lips había sido lo que sueñan ser todos los negros. Elegante, seguro de sí mismo, educado, y con dinero en el bolsillo. Estaba siempre rodeado de mujeres hermosas, pero lo que yo realmente envidiaba era su aspecto cuando tocaba la trompeta.

Estaba de pie, muy alto y erguido, y tocaba aquella trompeta como si pudiera transmitir toda su alma por un conducto de plata. El sudor le brillaba en la despejada frente y sus ojos se convertían en ranuras brillantes. Cuando Lips tocaba las notas agudas, la trompeta sonaba como una mujer enamorada cuando está junto a su amante y desea estar allí. La habitación olía a marihuana. Lips estaba de pie frente al fregadero; seguramente había estado dándole una serenata a la calle. Llevaba tejanos y una camiseta amarilla que le colgaba floja sobre el cuerpo huesudo. Llevaba el pelo más bien largo y peinado hacia atrás y en su barbilla, de un marrón amarillento, asomaba una rala barba blanquinegra.

—Uaa-uaa —sopló Lips; y luego—: ¿Qué haces por aquí, Easy Rawlins?

Me senté en una de las sillas.

—Es una visita de cortesía —le respondí.

Lips rió. Después cogió de la cocina un plato de algo que parecía chili en conserva y lo puso delante de mí en la mesa. Oí sirenas a lo lejos, muchas sirenas. No eran de los bomberos, sino de la policía.

—Eso mismo dijo la serpiente cuando fue a la madriguera de la liebre —dijo Lips.

—¿De qué hablas?

—Le dijo que era una visita de cortesía —rió Lips—. Y lo primero que hizo fue comerse a la dueña de la casa.

—Quizá, pero esta noche no tengo hambre.

Saqué del bolsillo de mi chaqueta una de las botellas de whisky. La sonrisa de Lips se hizo más amplia.

—Ya veo —dijo el anciano.

Trajo dos vasos y los llenó con mi whisky. Le dio un beso al suyo antes de empezar a beber. Y después sonrió mirando al techo.

Lips me contó historias que yo ya había oído un centenar de veces, pero reí de buena gana. Cuando nos quedábamos callados, Lips bebía un sorbo de whisky, y después tomaba un bocado de chili. Luego tocaba unas pocas notas, el comienzo de una canción quizá, de una cantinela infantil o un éxito de jazz. Me preguntó por Mouse y por Dupree Bouchard y por Jackson Blue.

—¿Qué quieres de mí, eh? —me preguntó cuando rompimos el sello de la segunda botella.

—¿Sabes algo de esas mujeres que han asesinado?

—¿Y?

—Estoy trabajando con Quentin Naylor para ver si descubrimos quién lo hizo.

—¿Sí?

—Una de las chicas, la última, se llamaba Robin Garnett según el periódico, pero aquí en el barrio la conocían como Cyndi Starr.

Por un momento el viejo pareció aún más viejo; después se pasó la lengua por los labios resecos.

—Sí —dijo—. Esa chica blanca vivía a veces en los apartamentos. Me preguntaba qué se habría hecho de ella. Cyndi Starr, me pregunto dónde estás, nena. Dónde, dónde estás.

Sonrió de otra manera. Era una sonrisa tierna, en memoria de Cyndi.

—¿La conocías? —le pregunté.

Cuando Lips me miró a los ojos supe que se iba a embarcar en lo que solíamos llamar sus «charlas frenéticas». Pero sólo de esa manera podía él hablar de ciertas cosas, de modo que me serví otra copa y lamenté no haberme sentado en el sofá, que era más cómodo.

—Vivo aquí desde hace trece años y nada ha cambiado. Quiero decir, alguien se marcha pero luego otro que es como él, o como ella, se muda a vivir aquí y es lo mismo. Como cuando uno tiene un colocón, o vuela en sueños, y entonces piensa «¿Qué hago aquí?». Y se estrella contra el suelo, y a veces a uno no le importa. Porque cuando una ola se retira nada importa, y se borran todas las huellas que había en la arena.

»Me preguntas si conozco a Cyndi Starr, pero no me preguntas por Hilda Wildheart. Ni por Curtis Mayhew. ¿Sabes qué fue de ellos?

Negué con la cabeza.

—La misma maldita historia. La misma maldita historia. Se fueron. Para siempre. Y eso es todo lo que se ha escrito de ellos. Una chica hermosa y muy triste quiere un hombre que la haga sentir bien. Se pone ropa de seda y se maquilla. Todos los lobos de la calle aúllan de admiración y ella olvida sus penas. ¿Qué tiene eso de malo? ¿Eh? ¿Tiene algo de malo?

La pregunta no tenía respuesta.

—Hilda Wildheart, Sonia Juarez, Yakeesha Lewis… —las contaba con los dedos mientras hablaba—, Tiffany Marlowe, y hasta tu Lois Chan estuvieron aquí. Corazones rotos, mandíbulas rotas, cuellos rotos. Todos los coños que tú hubieras podido desear anduvieron por aquí. Y más de una de esas chicas me hizo compañía cuando yo estaba tan abatido que ni siquiera podía salir a la calle. Me preparaban una taza de té y me amaban. Sí —dijo, y se encogió de hombros—, puede que cuando yo estaba dormido me pisparan cinco dólares, pero nunca sé lo llevaron todo. No. Todas eran hermosas, y ahora tú me preguntas por Cyndi Starr como si jamás te hubieras enterado de la existencia de esas pobres chicas. Los hombres jóvenes como tú vienen aquí a echar un polvo y para ellos todo acaba ahí. Y se marchan.

Lips volvió a encogerse de hombros. Yo le serví otro vaso de whisky.

—Ella venía aquí cantando y riendo, con sus amigas y sus novios —dijo Lips, y supe que ahora hablaba de Cyndi porque parecía estar hablando conmigo, y no predicando—. Venía a mi apartamento y me contaba unas cosas que hasta mi vieja polla se ponía dura. Le gustaba fardar de que podía hacérselo con dos hombres hasta dejarlos blanditos como gelatina. Tenía una boca muy sucia pero a veces era encantadora, realmente encantadora.

—¿Cuándo estuvo aquí por última vez?

—Me parece que la vi hace unas tres semanas. Antes de eso estuvo ausente un tiempo.

—¿Y adónde había ido?

—No sé, pero estuvo un tiempo fuera. Le había dejado su apartamento a Sylvia, otra chica blanca.

—¿Y cuanto tiempo estuvo fuera?

—No sé…, tres o cuatro meses. O quizá algo más.

—¿Y cómo era la tal Sylvia?

—Morena. De pelo renegrido, ojos negros y una tez tan blanca que uno se quedaba estupefacto cada vez que la miraba.

—¿Y dónde está ahora?

—Tampoco lo sé —respondió Lips haciendo que no con la cabeza—. Cuando Cyndi regresó, ella se quedó un par de días más, pero luego se marchó. De esto hará unos dos meses. Sí, esas chicas eran muy amigas.

—¿Cyndi tenía trabajo?

—Se desnudaba en Melodyland.

—¿Cuál era su habitación?

—La de color rojo. La tercera puerta al otro lado del pasillo.

Le agradecí la ayuda y brindé por su virilidad.

—Estás bebiendo demasiado, muchacho. Será mejor que vayas un poco más despacio —me dijo antes de que me fuera.

—Tengo demasiadas cosas en la cabeza, viejo. Demasiadas.

—Pues si continúas bebiendo así, ni siquiera tendrás cabeza.

Me reí.

—Todavía soy joven, Lips. Mi cuerpo aguanta bien.

—He visto a tipos que le daban a la botella envejecer en seis meses. Y les he visto morir antes del año.

Usé mi navaja y la cerradura cedió sin muchas dificultades.

La habitación de Cyndi Starr no tenía historia. Todo pertenecía al presente. El colchón de una sola plaza sobre el suelo, en un rincón. Las fotografías autografiadas de Little Richard y Elvis Presley en la pared. Había tres latas a medio comer de cerdo con judías en el fregadero, y las tres tenían una cuchara dentro. Una caja de cartón hacía de mesilla de noche. En la mesa de comedor, de formica, había un montón de revistas de cine y un grueso libro de tapas duras de color marrón, Psicología industrial.

—¿Puedo ayudarlo? —La voz a mis espaldas era musical y delicada.

Cuando me volví, me topé con un hombre rubio y poco corpulento. Su piel era casi blanca. Tenía una barba en punta y rala, pestañas largas, y llevaba camisa y pantalones marrones de ante. Sus zapatos eran de piel imitación cocodrilo, color azul.

—No —le respondí.

Ladeó la cabeza y me miró de arriba abajo con un asomo de sonrisa en los labios. Cuando sus ojos encontraron los míos, pestañeó lentamente.

—Entonces, ¿qué está haciendo aquí?

—Busco a Cyndi.

Echó un vistazo a la habitación.

—No está aquí. Pero aunque estuviera, usted no tiene por qué abrir la puerta si ella no ha contestado a su llamada.

Aquel hombrecillo tan atrevido me ponía nervioso. Sus miradas descaradas y sus sonrisas insinuantes —más todo el whisky que yo había bebido— hacían que me sintiera incómodo.

—¿Usted no se ha enterado? —le pregunté.

—¿De qué tendría que estar enterado? —Su mirada se hizo más dura.

—Está muerta. La asesinó ese tipo que mata chicas negras. —No. Le tembló el labio inferior; apretó los puños y dio un paso en mi dirección.

—La golpearon, la violaron y luego mutilaron su cuerpo.

Me sentía mejor ahora que veía alterado a mi inquisidor.

Dio otro paso y me agarró de la manga.

—No —dijo otra vez, y sus ojos me miraron suplicantes.

—Yo estoy aquí porque la policía me ha pedido que…

No me dio tiempo a terminar la frase. El hombrecillo me soltó y se apartó de mí. Su expresión era dura, impenetrable. Retrocedió hasta salir de la habitación, y luego se dio la vuelta. Se esfumó antes de que yo pudiera contar hasta tres.

Me quedé fisgoneando un poco más. Encontré un anuario del Instituto de Los Ángeles, de la promoción del cincuenta y cinco, y una carpeta llena de fotos «profesionales» de Cyndi. En una de ellas sólo se cubría con un tanga y los dedos, y fingía sorpresa en un escenario vacío. El reflector que la iluminaba dibujaba la forma de una mariposa contra el fondo negro. La Mariposa Blanca. En un rincón había un cajón con ropa. Cyndi guardaba todo allí, desde un jersey con el logo de la Universidad Central de Los Angeles hasta un par de zapatos de tacón cubiertos de purpurina.

Estudié un rato otra de las fotos. Cyndi miraba por sobre el hombro a la cámara. Tenía un rostro implacable y hermoso. En aquella fotografía no parecía una chica sana. En la foto del instituto no aparecía nada de la sensualidad y la fuerza de aquella mirada, de aquella boca abierta en un rugido. Comprendí por qué el único que la había reconocido había sido John. En Hollywood Row, Cyndi Starr era otra mujer.

Cuando bajé la escalera con su caja de recuerdos, me sentía como el portador del féretro de un niño.