Sentía la lengua áspera e hinchada como una hoja de cactus y me palpitaban las sienes. Salí de la cama y, muy pegado a la pared, caminé hasta el salón.
Todos estaban allí.
Jesus estaba sentado a la luz de la ventana y leía un libro con los dedos de la mano izquierda en la cabeza. Reconocí su postura; era la misma que adopto yo cuando leo.
Regina llevaba una bata turquesa y tenía a Edna, en pañales, en el regazo. Madre e hija se miraban con adoración. En el momento en que yo entraba, Edna alargaba la mano y Regina se inclinaba hacia adelante para que la niña la acariciara.
Todos eran tan hermosos que comencé a retroceder, pero justo entonces alguien subió de dos saltos los escalones y llamó a la puerta.
Regina me vio cuando se puso de pie. Una expresión de desconcierto apareció en su cara, como si yo no debiera estar allí. Después frunció el ceño y fue a abrir la puerta.
Era Gabby. Sonrió a mi mujer y a mi hija, las besó y les hizo muecas para divertirlas.
Su sonrisa se esfumó cuando me vio. Me di la vuelta y volví al dormitorio.
Al poco rato vino Regina y me dijo:
—Tienes que ser más amable con Gabby Lee, Easy.
—¿Acaso ella me ha saludado?
Vi sangre en la funda blanca de la almohada. Un recuerdo de mi encuentro con el negro bajito. Y cuando tapé la almohada con la sábana me dolió el brazo.
—¿Puedo llevarte hoy al trabajo?
Regina se había quitado la bata y estaba a punto de ponerse el vestido amarillo.
—¿Y por qué?
—Como antes. Y luego iré a buscarte por la noche.
—¿Y por qué justamente hoy? —Parecía recelosa.
—Escucha, cariño —dije, y alargué la mano para subirle la cremallera en la espalda; Regina dudó un instante antes de permitirme tocarla—. Sé que me he portado mal contigo. Lo sé. Y quiero arreglar las cosas.
—¿Sí?
—Pero primero tengo que terminar este asunto con Quinten Naylor.
Me tocó la oreja donde me había golpeado la cachiporra.
—¿Qué te pasó?
—Te quiero, Regina.
Me senté en la cama. La cabeza me dolía tanto que ya era más que dolor; era una especie de movimiento, como si una víbora con lomo de navaja se deslizara por mi cerebro. Regina vio el sufrimiento en mi rostro y se sentó a mi lado.
—¿Qué sucede, cariño?
—Quiero llevarte al trabajo, y también quiero que hagas algo por mí.
—¿Qué es?
—El catorce de octubre ingresó un paciente en Temple. Lo llevaron a urgencias. Un muchacho llamado Gregory. No sé su apellido. Necesito saber dónde vive.
—¿Por qué?
—Gregory conocía a una de las chicas que asesinaron.
—¿Y por qué no se lo dices a Quinten Naylor? Él puede averiguarlo.
—Quizá sí, pero si le doy el nombre completo y la dirección, sabré con seguridad que Quinten puede encontrarlo. Ya sabes que la policía hace las cosas con mucho ruido, y puede que el tal Gregory tenga algún amigo en Temple.
—Pero necesito mi coche —dijo Regina. —Te pasaré a buscar a las cinco, te lo prometo. —Está bien —dijo por fin—. Pero si me quieres llevar, tienes que darte prisa. Sabes que tengo que cumplir un horario.
El Hospital Temple es un gran edificio gris en la calle del mismo nombre, en la cima de una colina. Allí nació Edna en una lluviosa noche de enero. Regina tuvo un parto muy doloroso, y las enfermeras fueron tan amables que mi mujer decidió que ella también quería ser enfermera. Regina nunca había pensado en tener una profesión, pero ahora no dejaría su trabajo ni por todo el oro del mundo.
Giré a la izquierda antes de que llegáramos a la entrada principal.
—Pero ¿qué haces? —preguntó Regina.
—Voy a aparcar. Se me ocurrió que podríamos tomar un café, como antes.
—Tengo que ir a trabajar.
—Sólo son las ocho y media. Y tu turno no empieza hasta las nueve y cuarto.
Regina hizo que no con la cabeza.
—Hoy no puedo.
Di la vuelta en medio de la calle y detuve el coche en una zona de descarga, frente a la entrada principal.
—En los últimos tiempos has estado muy ocupado en tus asuntos, cariño. Y yo aquí tengo amigas que me están esperando.
—Pero yo soy tu marido.
Me acarició la mejilla, y luego la besó.
—Ya veré qué puedo averiguar del chico que atendieron en urgencias, cariño. Te llamaré a las diez, ¿te parece bien?
—Si no hay más remedio…
Me besó en los labios y abrió la puerta. Me sentí tan mal cuando me quedé solo que estuve a punto de llamarla. La miré alejarse. Desde el momento mismo en que bajó del coche, ella ya sólo pensaba en su trabajo, y no miró hacia atrás. Esperé a que se cerrara la gran puerta por donde entró.
Cuando llegué de vuelta a mi casa, la víbora de lomo de navaja ya me estaba horadando el cráneo. Gaby Lee y Edna jugaban en el salón.
Jesus envolvía su bocadillo en la cocina.
—¿Cómo van las cosas? —le pregunté.
Jesus me miró y sonrió.
—Muéstrame las manos.
Me mostró rápidamente las palmas y se dispuso a coger su almuerzo, pero yo lo cogí del hombro.
—Quiero verlas bien.
El chico había comido algo pegajoso en las últimas veinticuatro horas, y tenía chorreones de mugre entre los dedos.
—Jesus Rawlins, tienes que lavarte las manos todas las noches. Si te vas así a la cama, te llenarás de hormigas. ¡Y puede que hasta de ratas!
Jesus miró asustado el suelo de la habitación.
—Ahora lávate bien y ve a la escuela.
Salió disparado hacia el lavabo.
Yo volví a la cama contando los latidos de mi corazón y respirando tan lentamente como podía.
Cuando Gabby Lee empezó a arrullar ruidosamente a Edna en el otro cuarto, le grité:
—¡Basta ya de hacer ruido! ¡Basta ya!
Edna se echó a llorar. Yo quería ir y taparle la boquita con la mano, pero sabía que era por la resaca. Sabía que era porque me sentía culpable por mi historia con la puta. Yo, un putañero y un tonto.
—Ha hecho llorar a la niña —me recriminó Gabby Lee desde la puerta del dormitorio.
Me miró ceñuda, pero cuando le devolví la mirada, retrocedió. Retrocedió hasta salir de la habitación. Yo me levanté y maldije a Quinten Naylor. Lo odiaba. Si no hubiera sido por él, me habría encontrado bien. De verdad que lo creía. ¡Con treinta y ocho años bien cumplidos y todavía tan tonto!
Fui con una bolsa a la habitación de Jesus y recogí mi ropa. Después fui al dormitorio a buscar las sábanas.
Gabby Lee me vigilaba en silencio mientras yo iba de una habitación a la otra.
Me preparé café y una tostada. Sólo tomé el café. Me lavé, me afeité y me volví a lavar. Y cuando me sentí otra vez medio humano, le di los buenos días a mi hija. Ella rió y jugó con mis dedos. Es una vergüenza cómo los niños perdonan los pecados de sus padres.
No le dije ni una palabra más a Gabby Lee. Iba por la casa enfurruñada, odiándome con la misma intensidad con que odiaba a todos los hombres. Pero aquella mañana yo la comprendía. Parecía como si yo estuviera en pie de guerra con las mujeres, y también lo estuvieran todos los hombres que conocía, y los que no conocía. Había tratado a María como si fuera un trozo de carne. No era sincero con mi mujer y le gritaba a mi hija. Y alguien andaba por ahí matando mujeres y a la policía le había importado muy poco hasta que mató a una chica blanca. Y yo ni siquiera estaba seguro de que se preocuparan por ella.
El timbre del teléfono por poco me hace estallar la cabeza. Gaby Lee no contestó. No pensaba hacerme de secretaria. El ruido de la campanilla me sonó a disparos de ametralladora. Cuando por fin llegué tambaleándome junto al aparato, tuve que contenerme para no tirarlo por la ventana.
—Sí —susurré.
—¿Eres tú, Easy? —dijo Regina.
—Ajá.
—El apellido es Jewel, y vive en Harpo 168. Me dijeron que le hablan atizado a conciencia. Tenía huesos rotos por todo el cuerpo. Y una esposa muy joven que vino a buscarlo al día siguiente.
—Gracias, nena —le dije; había apuntado la dirección y el nombre sobre la superficie de la mesa del comedor. Gabby me apuñaló con la mirada, pero no dijo una palabra.
—¿Easy?
—¿Sí?
—¿Te gusta lo que haces? —preguntó Regina.
—¿Qué dices?
—Te pregunto si te gusta hacer esto. Trabajar con la pasma y buscar a personas como ese chico.
—No, nena. Yo lo único que quiero es estar en casa contigo. Eso es lo que me gusta.
Un gato del vecindario andaba por el césped del jardín. Yo lo miraba por la ventana cuando de repente se quedó inmóvil y me miró en posición de ataque. Tenía los ojos de Regina, que veían a través de mis mentiras.
—¿Y lo haces porque tienes que hacerlo?
—¿Qué quieres decir?
—Yo tenía que tener a mi hija. No habría podido no hacerlo. Me gusta mi trabajo, y me gustan otras cosas, pero tenía que tener a Edna. Me moriría sin ella.
—Y yo me moriría sin ti, cariño —le dije.
—Ahora tengo que marcharme, Easy. ¿Estarás aquí a las cinco?
—Sí. Allí estaré.
Cuando salí por la puerta principal Los Angeles me esperaba. Se podía ver hasta muy lejos, hasta que las montañas interrumpían la visión. No me merecía aquella ciudad, pero de todos modos era mía.