11

Cruzamos un salón alargado con las paredes revestidas de un papel aterciopelado amarillo y naranja. Había mesitas de madera oscura, con un plato de caramelos y un cenicero limpio en cada una de ellas. De allí pasamos a un salón más grande, con sofás azules a lo largo de las paredes color crema. Había varias lámparas, todas ellas encendidas. Una mujer y un niño estaban sentados en un sofá, delante de un cortinaje granate que llegaba hasta el suelo. Ella era mexicana; lucía un profundo escote, un espeso maquillaje y una abundante cabellera negra. El niño era negro y esmirriado, pero tenía los ojos pardos más grandes que he visto nunca, los ojos de su madre.

—Espera aquí —dijo Estelle, acomodándose la peluca.

Salió por una puerta al otro lado del salón.

—Eh, señor.

La mujer me estaba mirando y sonreía. En los hermosos ojos del niño había algo muy parecido a una mirada de odio.

—¿Sí?

—¿Se dice «Peter y yo vamos» o «Peter y yo voy»?

Hizo un mohín al pronunciar la última frase. Observé que el niño tenía una libreta sobre las rodillas.

—Peter y yo vamos. Si fueras tú sola, sería «Yo voy», pero si vas con alguien, siempre es «vamos».

La madre sonreía maliciosa, y el niño hubiera querido arrancarme el corazón.

—¿Vives aquí? —le pregunté.

—Sí.

Su sonrisa era deslumbrante. La mujer no era hermosa, pero había algo muy cálido en ella.

—¡Eh, Pedro!

El chico dejó por un instante de fulminarme con la mirada para atender al anciano blanco que acababa de entrar.

—¡Ven aquí, muchacho!

Me sorprendió que un hombre tan viejo y que parecía tan débil tuviera una voz tan potente.

Era alto y encorvado como Westley, pero estaba aún más doblado sobre sí mismo que éste. Casi podía mirar al pequeño Pedro a los ojos. Max Howard sacó una moneda del bolsillo y se la echó al niño. Pedro la cogió y la examinó; no parecía decepcionado.

Max tenía una espesa cabellera blanca, que llevaba muy larga. En aquellos tiempos sólo un anciano podía permitirse semejante estilo de peinado. El viejo mantenía la cabeza en alto, y me recordaba a un buitre que otea el horizonte en busca del espectáculo de la muerte. Vestía un anticuado traje negro con tres botones, camisa blanca almidonada y una corbata de seda azul y negra. Sus zapatos eran más viejos que yo, pero estaban en perfecto estado.

—Señor Howard —lo saludé.

—Usted es Rawlins, ¿no?

—Sí, señor. Easy Rawlins.

No le di la mano y él mantuvo sus garras en los bolsillos.

Max apretó los labios y volvió la cabeza hacia la madre y el niño. Quizá hiciera un gesto, o formara con los labios una palabra, pero la madre de Pedro cogió al niño y salieron de la habitación.

—Siéntese, Easy —me dijo Max Howard.

Me senté y él se quedó de pie delante de mí. Su piel, arrugada y de una palidez cadavérica, era como un pergamino blanqueado.

Pestañeó. Yo crucé las piernas. Desde la calle llegó el ruido de un motor.

—¿Qué ha venido a buscar, Easy? —me preguntó sin rodeos.

—Una mujer —le respondí con la misma franqueza.

Sus labios sonrientes temblaron como un par de lombrices color azul claro.

—No lo creo —dijo.

Volvió a pestañear. Yo descrucé las piernas.

Y después de un rato que me pareció muy largo, dijo:

—Veinte dólares.

Saqué el billete y se lo di. Se lo llevó a la cara y lo miró entrecerrando los ojos. Después hizo que sí con la cabeza y salió por donde había entrado.

Pocos minutos después entró una mujer de corta estatura, vestida con una túnica hawaiana a cuadros que apenas le llegaba a los muslos. Tenía los labios rojos y las caderas redondas. Se había hecho una permanente de rizos flojos. Sus ojos eran grandes y redondos y de inmediato miraron fijamente los míos.

—Vamos —me dijo, y se volvió y empezó a caminar.

La seguí escaleras arriba. Su vestido no ocultaba nada.

Fuimos por un pasillo parecido al de un hotel. Había puertas numeradas a los lados. Abrió la puerta número siete y me hizo pasar.

—¿Cómo lo quieres? —me preguntó cuando yo todavía le daba la espalda.

Cuando me volví ya se había quitado el vestido.

—Quiero un poco de charla.

No creo haber tartamudeado, pero la chica se sonrió como si lo hubiera hecho.

—¿De qué quieres hablar?

Uno de sus incisivos era de oro. Tenía un lunar del tamaño de un pezón justo encima del pezón izquierdo.

—¿Eres María?

—Adelante, siéntate —dijo señalando la cama.

Nos sentamos uno al lado del otro, y su muslo rozaba la pierna de mi pantalón.

—¿Eres María? —volví a preguntar.

—Ajá.

—Quiero que me hables de Bonita Edwards.

—Está muerta.

María cogió mi mano y frotó los nudillos contra uno de sus pezones. Se endureció y se puso muy largo.

María sonrió.

—Le gustas.

—Quiero averiguar algunas cosas acerca de Bonita Edwards.

—¿Y qué quieres saber?

—¿Alguien deseaba su muerte? ¿Alguna persona que tú conozcas?

María se recostó apoyada sobre los codos.

—¿Trabajas para la policía? Porque los polis ya estuvieron aquí y les dijimos que no sabíamos nada. Bonita tenía el día libre, y ya no volvió.

—Quiero descubrir qué le pasó. Nada más.

—Max y Estelle me han dicho que tengo que tener cuidado contigo, que eres un liante y que lo mejor que puedo hacer es follar y mantener la boca cerrada.

—¿Y si yo quiero que uses la boca conmigo?

María se rió y me cogió el brazo. Era una risa muy agradable, con mucho sentimiento.

—Eso ha estado bien. —Me sonrió, y me di cuenta de que estaba sentado en la cama con una mujer joven desnuda.

Después golpearon tres veces la puerta.

—¡Cinco minutos! —dijo una voz de hombre; no era Max Howard.

—¿Tienes cuarenta dólares? —preguntó María.

—¿Y eso?

—Por veinte dólares sólo te dan diez minutos, y cuando faltan cinco llaman a la puerta para que te des prisa. Pero si vuelves a pagar, te permiten quedarte cuarenta y cinco minutos por sólo sesenta dólares.

Le di el dinero.

Corrió por el pasillo sin ponerse ni las bragas.

Cuando me quedé solo en la habitación consideré la posibilidad de escapar por la ventana. La chica tal vez les contaría lo que yo le había preguntado, y ellos vendrían a buscarme con un revólver. No había ido armado. Los efectos del whisky comenzaban a desvanecerse y ya no me sentía tan valiente. Ni tampoco tan seguro de mí mismo.

La puerta se abrió y entró María con una botella de whisky escocés, dos copas, y todos sus encantos.

La muchacha venía sonriendo.

—Tenemos casi una hora y esta botella. ¿Quieres?

Escanció dos copas llenas y se sentó en la cama a mi lado, las piernas lo bastante abiertas como para mostrar una espesa mata de vello púbico.

—¿Qué quieres saber, entonces?

—Lo que te he dicho. Un tipo quiere que averigüe lo que le pasó a Bonita. La muerte de la chica le ha sentado muy mal, y puede que quiera hacerle algo al que la mató.

—¿Quién es ese tipo?

—Eso no es asunto tuyo, cariño.

Bebí de un trago mi whisky y volví a llenar la copa. María hizo lo mismo y rió.

—Bonita no tenía novio —reflexionó—. Ni siquiera le gustaban los hombres. No como a mí. No sé de nadie que pudiera querer matarla.

Me tomé otro trago.

—Tiene que haber alguien. No se asesina por nada.

—Cariño, si piensas eso, es que nunca has estado metido en este negocio. —María se inclinó hacia adelante para sacudir la cabeza, y me percaté de que sus rizos eran una peluca.

—¿Cuántos años tienes? —le pregunté.

—Diecinueve. Y he visto otras chicas asesinadas. He visto hombres que las atacaban con un bate de béisbol y una cuchilla de afeitar. He visto hombres que subían esta escalera con un perro y querían que la chica se acostara con el animal. Sí. Soy una muchacha, pero también una mujer. Soy una mujer desde los once años.

Bebimos un poco más. María deslizó su mano por mi pierna.

—¿Quién es el tío que quiere saber lo que le pasó a Bonita?

—No puedo decirlo. Me pagan, y no debo hablar de mis clientes.

—¿Quieres joder conmigo?

—¿Conocía Bonita a las otras chicas que mataron? —le pregunté, y bebí otro trago.

—Ajá.

—¿Cómo lo sabes?

—Me lo dijo ella. Yo también conocía a Julie LeRoy, y cuando le conté a Nita lo que le habían hecho, dijo: «¿Co… co… co… cómo?» —María se rió—. Como una gallina.

No sé cómo empezamos a besarnos, pero yo estaba de espaldas y María encima de mí. Estaba tan borracho que apenas sentía nuestros labios o nuestras lenguas, pero me impulsaba algo más fuerte que el placer.

Y cuando María me estaba quitando los pantalones, le pregunté:

—¿Y qué sabes de las otras, de Willa Scott y de Cyndi Starr, la que hacía striptease?

—¿Quieres que te chupe o que hablemos?

No dije nada, y ella tampoco.

Mucho más tarde volvieron a llamar a la puerta.

—Tienes que vestirte —dijo María.

Me puse los pantalones, y ella su camisa.

Le había sacado el jugo a mi dinero. Bonita Edwards era de Dallas y sólo había estado tres meses en Los Ángeles. Había venido directamente al establecimiento de Max y Estelle. La muchacha tenía un apartamento, pero lo utilizaba muy poco. Bonita no conocía a Willa Scott, pero María no estaba segura con respecto a Cyndi Starr.

—Algo más, María.

—¿Qué?

—¿Trabajas fuera de aquí en alguna ocasión? Quiero decir, ¿te contratan para que veas a un cliente en tu día libre o algo así?

—Sí, a veces lo hago.

Me di cuenta por su sonrisa de que me iba a odiar.

—¿Y también lo hacía Bonita?

—¿Eso es lo que quieres saber? —me contestó con brusquedad—. ¿Por qué no vas al depósito de cadáveres y te acuestas con ella?

—Vamos, María. Me pagan para hacer este trabajo.

—No lo sé.

—¿Qué es lo que no sabes?

—¡No sé nada de nada! —chilló, y se tapó los oídos con los puños. Después se levantó de un salto y salió corriendo.

Me entretuve un segundo en coger mi camisa y fui tras ella.

Cuando llegué al vestíbulo, en lugar de María encontré a un tipo blanco con aspecto de reptil. Vestía un traje verde con hombreras, muy holgado en los hombros y estrecho en las caderas. El color del traje hacía juego con sus ojos. Sonrió como lo haría una serpiente, si las serpientes tuvieran labios.

—Quieto, hijo —siseó—. El recreo ha terminado.

Yo estaba borracho, pero no tanto como para ignorar que el alcohol me había dejado sin reflejos. Me quedé inmóvil, reuniendo todas mis fuerzas para un solo movimiento.

—¿Qué pretendes de María? —Labios de Serpiente hasta se mostraba educado.

Alzó apenas los ojos, y miró por encima de mi hombro derecho.

Oí gruñir al hombre que tenía a la espalda. Fue suficiente para que pudiera evitar el cachiporrazo dirigido a mi cabeza. Me moví hacia la derecha lo suficiente como para ver tropezar a un negro bajito, impulsado por la fuerza del golpe que pretendía atizarme. Lo dejé caer y solté un puñetazo que aterrizó en la mandíbula de Labios de Serpiente. El individuo cayó contra la pared.

Los hombres bajos son, en general, más ágiles que los altos. El negro bajito ya estaba en pie y blandía la cachiporra. Conseguí apartarme lo suficiente como para no recibir el golpe de lleno, pero me rozó la cabeza por encima de la oreja izquierda.

Sentí el golpe como cuando vas en un vehículo grande, un autobús, por ejemplo, y éste frena de golpe y te hace tambalearte. Después vinieron los colores: amebas rojas atravesadas por astillas amarillas y salpicadas de agujeros negros.

Dirigí mi puño hacia el lugar donde había visto por última vez la cara del hombrecillo. Sentí que daba contra algo carnoso.

Y después bajé la escalera dando tumbos. En el salón donde antes estaban la mexicana y su hijo aprendiendo a leer tropecé con una mujer vestida con un salto de cama negro.

—¡Eh! —exclamó risueña, pero cuando me miró a la cara retrocedió. Después de la colisión yo me había agarrado a ella, y cuando huyó, sentí la aspereza de la tela de la bata en la palma de las manos.

Fuera, el pavimento me helaba los pies descalzos. El fuerte perfume de María y su olor a mujer impregnaban mi ropa. Puede que yo le gustara a la chica… Me reí y me dolió y por poco vomito. No podía volver a mi casa oliendo de aquella manera, pero tenía que volver.

Me llevó un buen rato conseguir ver la hora en mi reloj «ultraplano» Gruen. Cuando por fin lo logré, eran las tres menos cuarto. Respiré hondo y puse el coche en marcha.

Conduje muy lentamente hasta mi calle, y aparqué bastante lejos para el que el ruido del motor no despertara a Regina. Me pasé todo un minuto abriendo el portal para que no chirriara. Después entré por la puerta lateral, la de la habitación de Jesus.

Jesus dormía con la boca abierta. No lo habría despertado ni un terremoto. Me quité la ropa y la metí debajo de su cama.

Sentado en la bañera, dejé que el agua la llenara lentamente. Tenía olor a María entre las piernas y bajo las uñas de los dedos. Y en el pelo y en el aliento.

Un buen rato más tarde salí de la bañera. Me puse un albornoz y me acerqué a la cuna de la niña. Edna dormía encogida, un brazo sobre el estómago y chupándose el pulgar. Tenía una telilla de moco seco en la ventana de la nariz.

Cuando me acerqué un poco más, olfateó el aire y frunció el ceño.

Regina le daba la espalda a la puerta. Las mantas la cubrían hasta las orejas, y su respiración era acompasada y profunda, la respiración del sueño.

Me acosté muy despacio, con tanto cuidado que no crujió ni un muelle del colchón. Mi dolor de cabeza palpitaba al compás de los latidos del corazón.

Las agujas verdes y fluorescentes del reloj que tenía junto a la cama señalaban las tres y media.

Era la primera vez que iba con otra mujer desde que me había casado. Y era una prostituta. Y ni siquiera me gustaba. Pero aquella chica me había dado un turbio placer.

Quienquiera que hubiera matado a Bonita Edward, probablemente la había conocido en la calle Bethune. Me imaginé todas las maneras en que podía interrogar a Max. Me imaginé que lo dejaba inconsciente de un cachiporrazo y esperaba a que volviera en sí, y volvía a golpearlo. Puede que no lo dejara hablar en muchas horas. O que no lo dejara hablar nunca.

A las cuatro menos veinte, mi mujer me preguntó:

—¿Has conseguido el dinero, Easy?

—No, nena. Me he pasado el día haciendo preguntas para el oficial Naylor. Todavía no he podido ocuparme de eso.

Había pensado que haría como que me costaba conseguir la pasta. Mi plan era hablarle a Regina de mi fortuna después de terminar con la policía.

Necesitaba tiempo para encontrar las palabras justas.

Me quedé inmóvil con la esperanza de que volviera a dormirse. Dejé la mente en blanco, limpia de pensamientos de sexo, violencia y muerte.

Al cabo de un rato, ya ni me acordaba de cómo era María.

—Hueles como si hubieras estado en una casa de putas —dijo mi mujer a las cuatro y cinco.

Ninguno de los dos se había movido.

—Sabes que te quiero, Regina —dije.

—Sé que piensas que me quieres.

—Para mí, tú y Edna sois lo único que importa.

—Ajá.

—¿Eso es lo único que puedes decirme?

Esperé hasta el amanecer, pero ella no volvió a hablar.