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Había muchos bares y muchos clubs en la calle Bone y en sus alrededores, y me hubiera sido imposible visitarlos todos en una sola noche, pero tampoco era necesario, porque lo que yo buscaba era un lugar muy especial. Un lugar como el establecimiento de Charlene, que atendiera a las necesidades de hombres —y a veces también de mujeres— hambrientos de amor y de sexo. Un lugar que ofreciera algo más que whisky y blues. Y sólo había un puñado de clubs con esas características.

Estaba el Can-Can, que llevaba Caleb Varley. En una época Caleb ofrecía regularmente un espectáculo de revista. Pero luego tuvo que conformarse con un pianista y dos hermanas, Wanda y Sheila Rollet, que bailaban de manera muy artística cubiertas de purpurina dorada. Y también estaba Pussi's Den, un bar de ligue donde las chicas que «trabajaban» por cuenta propia se tomaban un par de copas antes de llevar a sus clientes a un apartamento, un callejón o un hotel por horas. En DeCatur's todavía había músicos de Dixieland.

El Yellow Dog y el Mike's estaban un escalón más abajo en la escala evolutiva. Eran los bares frecuentados por los delincuentes. Por pandilleros y jugadores. Hombres que habían cumplido condena por todos los delitos imaginables. Pero había un lugar para ellos, y también había mujeres. Casi todas robustas. De esas que pueden soportar el dolor, ya sea físico o moral. En los dos bares había trastiendas donde a veces los médicos remendaban una herida de bala o un navajazo. Y los abogados se reunían con clientes que no podían ser vistos yendo a sus despachos a la luz del día. Y donde las mujeres se ponían de rodillas durante cinco minutos y por cinco dólares, para hombres que quizá no habían visto una mujer en cinco años.

Yo no iba de bares desde que me casé, así que casi todos se alegraron de verme. Les alegraba poder hablar. Pero nadie sabía nada.

En DeCatur's presencié una pelea. Un chico llamado Jasper Filagret decidió retirar de la calle a Dorthea, su mujer. El chico entró jactándose y se marchó sangrando. Dorthea se marchó diez minutos más tarde con otro tipo. El individuo se iba frotando los nudillos de la mano derecha, y ella le metía la mano en el bolsillo.

En el Yellow Dog me encontré con un viejo conocido. Se llamaba Roger Vaughn. Sólo medía un metro sesenta y siete, pero tenía los hombros de un peso pesado. En una ocasión, hacía ya años, se emborrachó en un bar de la calle Myrtle. Él quería otra copa, pero el camarero sólo deseaba volver a casa con su mujer. Le dijo a Roger que tenía que marcharse, y él le respondió que lo haría «después de la última copa». Y entonces el camarero, de más de un metro ochenta de estatura, cometió un error. Agarró a Roger de un brazo, y éste le sacudió. Sólo dos golpes. El camarero estaba muerto antes de tocar el suelo. Robert se tragó siete años por homicidio involuntario. No lo habrían condenado ni a la mitad si el camarero hubiera sido negro.

—Easy —me saludó Roger Vaughn.

Estaba encorvado sobre su mesa con las manazas alrededor de una jarra de cerveza.

—Roger, hombre, al fin fuera.

—No será por mucho tiempo —respondió, haciendo un gesto con la cabeza que le daba un aire de sabiduría.

—Ya has cumplido tu condena, hombre. No pueden volver a encerrarte a menos que tú quieras —le dije, y acerqué una silla a su solitaria mesa.

—El hijo de puta me robó mi dinero.

Roger estaba borracho y el alcohol le soltaba la lengua. Sabía que si lo dejaba hablar me ayudaría en todo lo que pudiera. Pero tendría que oír antes cosas que quizá no quería oír. Yo también estaba medio borracho, o hubiera saludado y me habría marchado en aquel mismo instante.

—El hijo de puta ha estado cepillándose a mi mujer. En mi propia casa. Ella me visitaba en Soledad y me sonreía. Y después volvía a casa con él. Volvía a casa para estar con él.

La jarra se rompió en la mano de Roger; en verdad, se hizo pedazos entre sus dedos. La cerveza, mezclada con un poco de sangre, corrió sobre la mesa. Yo cubrí el desastre con un montón de servilletas de papel y le di mi pañuelo a Roger. Me miró agradecido, profundamente agradecido.

—Gracias, Easy. Eres un amigo, un verdadero amigo.

Uno podía comprar la amistad de un borracho con dos cacahuetes y una palmada en el hombro.

—Gracias, Roger —le respondí, y le di unas palmadas en uno de sus fornidos hombros—. Estoy haciendo algunas averiguaciones.

—¿De qué se trata?

—¿Conocías a Bonita Edwards?

—Ja, sí que la conocía. Es una pena lo que le sucedió a esa chica.

La sangre empapó mi pañuelo.

—Aprieta fuerte, Roger. Estás sangrando mucho.

Se miró la mano, y dio la impresión de que le sorprendía ver la tela ensangrentada. Después apretó el puño y ya no se vio más nada.

—¿Qué quieres saber de Bonnie?

—Era amiga de unos amigos, Roger, y quiero averiguar si alguien la vio por aquí antes de que la mataran.

Hizo que no con la cabeza muy despacio, y los ojos le bizquearon.

—No —dijo—. Y puedes estar seguro de que yo mataría a ese tipo y a…

—¿Y sabes en qué andaba ella antes de que la asesinaran? —le pregunté, en parte porque quería saberlo y en parte para distraerlo.

—No quiero que sufras, Easy, pero me parece que estaba en Bethune.

Puse cara de que la información me molestaba. Cuando alguien mencionaba Bethune, se refería al burdel de Max Howard y de su mujer Estelle, unos blancos.

—Gracias, Roger —le dije con la mayor seriedad posible.

—Las mujeres te rompen el corazón, tío —dijo Roger meneando la cabeza—. Y yo le arrancaré el suyo a Charles Warren. Mis hijos lo llaman «papaíto». Y también mi mujer. Ella folla conmigo como si me quisiera. Pero irá a verlo el viernes. He visto la nota que tenía en el bolso.

Ya era hora de que me fuera. Y tendría que haberlo hecho, pero en cambio me entretuve y le dije:

—Hombre, quizá no sea lo que tú piensas.

Roger levantó lentamente la cabeza para mirarme; el resto de su cuerpo estaba tenso, duro como una roca.

—¿Qué dices?

—Dale una oportunidad. Puede que las cosas no sean como tú crees. Después de todo, ella iba a verte a Soledad, ¿no?

Roger no dijo nada, sólo me miró fijamente.

—Si una mujer quiere abandonar a un tipo, sólo va a visitarlo a la cárcel los primeros meses —continué—. Pero tu mujer fue a verte todo el tiempo, ¿no es verdad?

No dijo que sí. Ya no éramos amigos.

—Piénsatelo, Roger. Habla con ella.

Me puse de pie y me alejé de la mesa. Roger me siguió con la mirada. No le pedí que me devolviera el pañuelo; quizá cuando mirara el trapo ensangrentado se acordara de lo que yo le había dicho, y se abstuviera de matar a Charles Warren.

La casa de los Howard era grande y amarilla. En otros tiempos había sido una sencilla casa de una sola planta, pero fueron ampliándola y reformándola. Primero utilizaron el garaje para vivir, y el resto de la casa para los negocios. Después añadieron un cuarto en el otro extremo. En 1952 construyeron la planta de arriba, con un terrado donde Estelle tenía un jardín. Y en algún momento compraron la casa vecina y las unieron mediante una especie de vestíbulo. La primera casa era de madera, pero la nueva adquisición era de ladrillos. El ayuntamiento comenzó a ponerles problemas con sus reclamaciones, de modo que en 1955 enviaron a las chicas a pasar unos días en el campo y pintaron todo de amarillo, para que pareciera al menos una sola finca.

Me imagino que el ayuntamiento dio marcha atrás, o más probablemente fue sobornado para que se olvidara del asunto. Las chicas volvieron, y junto con ellas sus clientes. Nadie se quejaba. Max, Estelle, y otras doce mujeres vivían allí, criaban a sus hijos, trabajaban duro, e iban a la iglesia los domingos.

Yo estaba borracho. La única razón por la que no tuve un accidente en el camino a Bethune fue que conduje sin pensar en lo que hacía, dejándome llevar por mi instinto. Cuando apreté el botón del timbre en la boca del león, en la puerta de delante, no sentía el dedo. Tampoco oí el timbre, pero, como ya he dicho, era una casa muy grande.

Una mujer con cara de mula me abrió la puerta. Tenía más de cuarenta años y menos de sesenta y cinco, y esto es todo lo que puedo decir con respecto a su edad. Llevaba la melena platinada y larga hasta los hombros, a lo Marlene Dietrich. Su piel era negra, y en su cara abundaban las arrugas. Sus ojos tenían el color y el brillo del barro y las pequeñas manos con las que se cerraba el albornoz rosa parecían capaces de triturar piedras.

—Estelle —dije.

En mi cara había una sonrisa estúpida; me veía la cara en el espejo con marco de bronce que ocupaba buena parte de la pared detrás de Estelle. Ella me miró como si yo fuera un sueño que muy pronto se desvanecería.

Seguí sonriendo.

—¿Qué quieres? —me preguntó con un tono nada amistoso.

—Pensé que podía tomar una copa bien acompañado. —Me estremecí—. Esta noche hace mucho frío.

—Ya has bebido bastante, y tienes una esposa que te hará entrar en calor.

—¿Te van tan bien los negocios que echas a los clientes?

Estelle se arregló un mechón suelto de la peluca, y todo el artefacto se torció sobre su cabeza. Pero ella no pareció notarlo.

—No, las cosas no van nada bien. Pero no me fío de ti, Easy. He oído decir muchas cosas. Y ahora dime lo que quieres.

Miré mis propios ojos en el espejo e intenté que mi sonrisa fuera un poco más sincera.

—Ya te lo he dicho. Quiero una copa y un poco de amistad. Eso es todo.

—¿Y por qué has venido aquí?

—Me han dicho que esa chica… —volví a chasquear los dedos, como intentando recordar otra vez algo que en verdad ignoraba—. Ya sabes, aquella pequeñita, la amiga de Bonita Edwards.

El barro de los ojos de Estelle se volvió duro como una roca.

—Nita Edwards está muerta.

—No la busco a ella, es que no puedo acordarme del nombre de su amiga.

—¿Quieres decir María? —La jeta de Estelle Howard hubiera disuadido a un rinoceronte.

—No sé si es ella —respondí; me dolían las mejillas de tanto sonreír—. Jackson Blue me habló de esa chica, pero él sólo recordaba que era amiga de Bonita.

Sonreí y Estelle me miró con mala cara unos treinta segundos más.

—Será mejor que entres —dijo después—. Con la puerta abierta se va toda la calefacción.