9

La calle Bone era muy conocida. No tenía más que cuatro manzanas largas y bastante deterioradas y era la retorcida columna vertebral de la zona de juerga y jazz de Watts. Situada al oeste de la Avenida Central, y al norte de la calle Ciento tres, de día Bone parecía triste y desierta, con sus casas de apartamentos de dos plantas y sus hoteles roñosos. Pero por la noche era el lugar donde había música hasta muy tarde y servían un whisky tan fuerte que habría podido hacerles crecer el pelo a las copas. Cuando un hombre anunciaba que aquella noche iba a Bone, lo que quería decir era que aquella noche se iba a sumergir en la música y la bebida y las mujeres de la calle Bone.

A finales de los años cuarenta e incluso a principios de los cincuenta, todas las mujeres de por allí eran hermosas; las jóvenes y las más viejas, cubiertas de satenes, de sedas, de pieles. Llegaban a los clubs espléndidas e insolentes, desafiando a los hombres a que borraran la fiera sonrisa de sus labios. Llegaban y escuchaban a Coltrane, a Monk, a Holiday y a todos los demás, y bebían a la par que sus hombres.

Habían sido tiempos de chulería y relumbrón, pero aquella noche el brillo ya se había desconchado, y por debajo se veía el vil metal. El pavimento de las aceras estaba roto y en las grietas crecían las hierbas. Aún existían unos pocos clubs, pero eran mucho menos ruidosos. Los músicos de jazz habían encontrado nuevos escenarios. Muchos se habían marchado a París o a Nueva York. Nosotros aún teníamos los blues. Siempre tendríamos los blues. Los blues son nuestros para siempre.

Sonny Terry, Brownie McGee, Lightnin Hopkins, Soupspoon Wise y cien más pasaron por los hoteles y los tugurios que aún llenaban Bone. En los viejos tiempos los músicos de jazz llegaban en coches lujosos, en Cadillacs. Y los blueseros en autocares de la Greyhound, y a veces haciendo autostop.

Las mujeres todavía estaban allí, pero los vestidos ya no les sentaban tan bien como antes. Y sus miradas eran más hambrientas que insolentes. Todas las promesas de después de la guerra se habían desvanecido, y una nueva generación preguntaba: «¿Dónde están los nuestros?».

El rock and roll atacaba desde la radio y en las grandes salas de fiestas. La calle Bone había sido olvidada, salvo por aquellas almas en pena que querían recordar las luces de antaño.

Aretha's estaba en una callejuela a la altura del Mil seiscientos de Bone. En el curso de los años había tenido otros nombres y también otras direcciones. Se trataba de un bar más o menos legal, pero las camareras eran todas mujeres jóvenes e iban muy ligeras de ropa, y a la policía le parecía conveniente encerrar de vez en cuando a Charlene Mars. Charlene era la que llevaba Aretha's —o como se llamara por aquel entonces—. A lo largo de los años, había sido conocido como Del-Mar, Nines, Swing, y Juanita's. Cambiaban el nombre y la dirección, pero el club era siempre el mismo. Las chicas también tenían otros nombres, e incluso otras caras, pero hacían el mismo trabajo.

Aquel año llevaban una falda negra muy corta sobre un bañador marrón de una sola pieza y medias negras de red. El local era largo y estrecho, con techo muy alto y el escenario en el extremo más lejano. A la izquierda del salón había una barra de roble donde Westley servía las bebidas.

Al principio, Westley y Charlene eran amantes. Ella era muy delgada y él vestía muy bien. Ambos amaban el jazz y, junto con John, el de Targets, tenían los mejores trompetistas y cantantes del país. Pero por sus vidas habían pasado desde entonces litros de whisky y un montón de mujeres y hombres guapos. Charlene compró una casita en Compton, donde vivía con su hermano subnormal. Westley, un hombre alto de manos grandes, se aficionó a dormir en el bar.

Tenía el blanco de los ojos amarillo, y caminaba encorvado. Sus brazos eran tan fuertes como cables de acero.

Me miró y señaló con la cabeza una mesa desocupada, pero yo fui hasta la barra.

—Hola, West.

—Hola, Easy.

—Johnnie Walker —ordené.

Se dio la vuelta para satisfacer mi petición.

El salón estaba oscuro. En la gramola sonaba una versión ligera y alegre de «Lady Blue». Sin ninguna introducción, una mujer tetuda y con cincuenta años bien cumplidos se zangoloteó en el escenario. Iba muy ligera de ropas, apenas un taparrabos de brillantes plátanos amarillos contra la piel oscura. Llevaba en la mano una larga pluma amarilla, que zarandeaba al mismo ritmo que pechos y caderas.

Había ocho mesas pequeñas frente a la barra y algunas más frente al escenario. Sentados aquí y allá se veían mujeres y hombres de color. De los coloridos ceniceros de aluminio se elevaban frágiles cintas de humo. Una camarera iba malhumorada de una mesa a otra. «¿Quiere beber algo más?», era lo que se le oía decir con más frecuencia. Y la respuesta era casi siempre un no.

Éstos eran los parroquianos de las primeras horas, los que dejaban las propinas más pequeñas. Eran una especie de ejercicio de calentamiento antes de que llegaran los clientes que venían más tarde, casi todos hombres.

Charlene estaba sentada junto al escenario y bebía un líquido verdoso. Ella siempre había afirmado que las chicas no estaban obligadas a hacer nada que no quisieran, pero yo había conocido a mujeres que fueron despedidas porque un cliente se había quejado de que eran «poco amables».

Cogí mi whisky y me acerqué al escenario. Desde allí se podía ver el maquillaje de la bailarina de los plátanos. Su cara parecía una máscara tallada en madera.

—¡Easy Rawlins! —gritó Charlene.

Le cogí las manos y besé su húmeda cara.

—Charlene.

En un arranque de creatividad, la bailarina de los plátanos se acercó al borde del escenario y me acarició la nuca con la pluma.

—Siéntate, rico. —Charlene cogió una silla vacía de una mesa en la que un viejo dormitaba con la cabeza apoyada en las manos.

—Esto está un poco muerto, ¿no? —observé.

Me sobó con una mano regordeta y de dedos enrojecidos.

—Es temprano, Easy. Fern hace su numerito para preparar el escenario para las chicas jóvenes que actúan más tarde.

Sonreí y acabé mi bebida. Antes de ordenar otra, encendí un Camel y aspiré profundamente el humo.

No tenía un plan bien definido. Yo no era un policía. Tampoco tenía una libreta para tomar notas. Quizá íbamos a hablar de la noche que mataron a Juliette LeRoy. O quizá no.

—¿Se le ofrece algo más, señor? —me preguntó la camarera. Era una negra de piel muy clara, con el pelo alisado en una media melena que se le rizaba a la altura de las orejas, como arcilla negra de modelar. Tenía la tez de un color marrón claro y pecas. Sus gruesos labios estaban contraídos en un mohín perpetuo. Se había parado muy cerca de mí.

—Elaine, pregunta a Westley qué le ha servido, y tráele otra copa de lo mismo —respondió Charlene por mí. Después añadió—: Tenía entendido que te habías casado, Easy Rawlins.

Yo estaba mirando a Elaine, que caminaba hacia la barra.

—¿Qué harías tú si te casaras, Charlene? —le pregunté.

—Supongo que lo mismo que ahora.

—Quiero decir, tú tienes propiedades, y un poco de pasta. ¿Qué harías si tu marido no fuera tan rico como tú?

Charlene tenía unos carrillos redondos que casi le cubrían los ojos cuando sonreía.

—Tendríamos que firmar algunos papeles antes de casarnos. Tú ya lo sabes, si a un pobre negro le ponen todo ese dinero cerca, puede volverse loco. Y él sería un hombre como tú, Easy.

—¿Qué quieres decir?

Mientras yo hablaba, Elaine volvió y me trajo otra copa.

Charlene cogió a la camarera de la mano y la acercó tanto que la joven estaba poco menos que en su regazo. Después le dio la vuelta para que yo pudiera echarle un buen vistazo. Elaine se miró los pechos y sonrió. Sus largas pestañas postizas me aturdieron. No sabía si darle una calada al cigarrillo o beber un sorbo de whisky.

—Igual que tú, Easy. Si te vieras cómo miras a Elaine… Y piensa en lo que harías si vieras las escrituras de mis propiedades y mi caja registradora y luego las tetas y las piernas de esta chica…

Yo no podía quitar los ojos de lo que Charlene enumeraba. Elaine me miró. Sonreía, pero sus ojos eran fríos.

Sentí que comenzaba a sudar.

Charlene le dio una palmada en el trasero a la chica y la empujó hacia la barra. Cuando pasó a mi lado, Elaine me rozó con el muslo. Y me puso la mano en el hombro antes de marcharse.

—Los hombres siempre quieren más, Easy, mucho más.

—¿Y qué me dices de las mujeres? —le pregunté; sentía la garganta apretada.

—¿Pero por qué te preocupas? —Charlene me dedicó una sonrisa cálida, amistosa—. Tú no ganas bastante dinero como para tener esa clase de problemas.

—Tengo una casa —dije—. Y un coche y un trabajo seguro. Para algunas mujeres eso es suficiente, ¿no?

—Me imagino que sí —respondió, haciendo que sí con la cabeza—. Algunas mujeres antes de marcharse y dejar a un tipo cogen hasta la ropa sucia del cesto. Pero yo que tú, Easy, no me preocuparía. A menos que tengas algo que valga la pena llevarse. Y si estás preocupado, será mejor que termines con esa relación ahora mismo. ¿Por eso has venido?

—¿Qué dices?

—¿Quieres empezar a divertirte otra vez? —El negocio de Charlene no le permitía sutilezas—. Le has gustado a Elaine, ya sabes.

—No —le respondí con una sonrisa—. Sólo quería saber qué pensabas tú, nada más.

—De acuerdo. Pero si necesitas algo, ya sabes dónde ir. Mi negocio es unir a la gente.

—¿Y marcha bien?

Charlene hizo que sí con la cabeza. Estaba atenta a dos hombres recién llegados. Westley también los estaba mirando. Podía mirar y servir las bebidas al mismo tiempo.

—Porque se me ha ocurrido que las cosas podrían ponerse difíciles para ti.

—¿Por qué lo dices? —me preguntó.

—Mujer, después de lo que pasó con Julie LeRoy…

—¿Qué quieres decir?

—¡Eh, no te enfades! —exclamé levantando las manos—. Sólo que la gente anda diciendo que ella estaba aquí la noche que la asesinaron, y que es probable que el tipo que la mató también estuviera aquí, y después ha seguido matando, y ha asesinado a las otras chicas.

—Nadie—puede—probar—nada —respondió ella, rápida como una ametralladora.

—¡Eh, que yo sólo he repetido lo que he oído!

—Escucha —dijo, y me apuntó a la cara con uno de sus gruesos dedos—. Esa Julie LeRoy era una cualquiera. Vino aquí para conseguir el dinero del alquiler. Y era de las que van a cinco lugares en una sola noche, y si eso no funciona, se ponen en la esquina.

—Pero he oído decir que estuvo aquí con un novio, un tal… —observé, e hice chasquear los dedos como si intentara recordar el nombre, aunque en realidad lo ignoraba.

—¿Ese Gregory? —estalló Charlene—. Era su cliente de esa noche, pero había otro tipo que también quería ir con ella, y tenía más músculos. Eso fue todo.

Hice un gesto de asentimiento, y bebí mi whisky.

—Ya veo —dije muy serio—. Pero ahora todo está tranquilo, ¿verdad? Nadie está asustado, ¿verdad?

—No dejes que te engañen —dijo Charlene, e hizo un gesto señalando el salón—. Todos tienen miedo. Están mortalmente asustados. ¿Pero qué pueden hacer? Las pobres mujeres solas necesitan a los hombres. Puede que para pagar el alquiler o puede que para algo más, pero los necesitan. Y esos hombres también tienen hambre, y sed. Hambre de amor, y sed de alcohol.

Me quedé un instante callado tras sus sabias palabras, y luego dije:

—Bueno, será mejor que me vaya.

Cuando me puse de pie, sentí que el suelo se movía como si estuviera en un barco.

—Nos vemos —me despedí.

—Adiós, Easy —me sonrió Charlene—. Y cuídate, cariño.

Antes de salir le pagué a Westley. En la barra le di a Elaine una palmadita en el hombro y un billete enrollado de un dólar. Cuando me sonrió —allí la luz era más fuerte que junto al escenario—, observé que le faltaba un diente de abajo. Y ese detalle tan sencillo y humano me excitó más que todas las palabras atrevidas de Charlene.

Cuando me marché dando tumbos, mi borrachera no era sólo de whisky.