8

Me freí unas morcillas con cebolla y calenté unas judías con arroz para el almuerzo. Después de comer corté el césped. No le hacía falta, pero tenía que ir haciéndome a la idea de que no tenía otra salida que ocuparme de lo que me habían encargado, y trabajar en el jardín me calmaba los nervios.

No podía pensar en Bonita Edward sin que se me apareciera la imagen de Regina llorando. En la tragedia de la mujer asesinada, de alguna manera resonaba la cólera de Regina.

Decidí que resolvería mis problemas con Regina después de terminar con el trabajo que las autoridades de Los Angeles me habían encomendado.

Y entonces no pude menos que asombrarme de un hecho tan extraño; que todos aquellos hombres blancos tan importantes hubieran considerado necesario recorrer el largo camino hasta mi casa para conseguir mis servicios.

Había trabajado antes para los del ayuntamiento, pero por lo general me citaban en sus oficinas. Me hacían esperar sentado en un frío banco de mármol mientras ellos se acicalaban y se ponían monos. En ocasiones me hacían ir a la comisaría y me amenazaban antes de solicitar mis favores. Pero jamás había venido una delegación a mi casa.

Yo esperaba a Quentin Naylor, a lo sumo acompañado por su compinche blanco, pero la gente que había venido era verdaderamente importante. Eran más importantes que una chica blanca muerta. Los asesinatos de mujeres eran frecuentes, y a menos que fueran madres inocentes violadas en el lecho matrimonial, la ley nunca montaba semejante número. Sentía un vacío en el estómago a pesar de que había comido. Lo llené con tres copas de bourbon. Después me sentí más tranquilo. Una adecuada cantidad de whisky puede hacer que no moleste ni un sol de justicia.

A la una y media estaba listo para salir. Me había puesto pantalones grises y una camisa suelta también gris. Mis solapas eran carmesí y mis zapatos de ante amarillo. Estaba un poco achispado y mi Chrysler nuevo se deslizaba por las calles secundarias como un yate por los canales.

En la esquina de las calles Noventa y tres y Hooper había una pequeña biblioteca pública. La señora Stella Keaton era la bibliotecaria. Nos conocíamos desde hacía años. Era una dama blanca de Wisconsin. Su marido había muerto de un ataque al corazón en 1934, y un año después sus dos hijos habían perecido en un incendio. El único pariente que le quedaba era un hermano al que la marina había destinado a San Diego durante diez años. Se mudó a Los Ángeles después que lo licenciaran, y cuando ocurrieron las tragedias de la señora Keaton, la invitó a vivir con él. Y un año más tarde Horton, el hermano, enfermó y murió escupiendo sangre tres meses después en brazos de su hermana.

Y ahora lo único que tenía la señora Keaton era la biblioteca de la calle Noventa y tres. Trataba a la gente que iba allí como a sus hermanos, y a los niños como si fueran sus hijos. Y si uno era un visitante asiduo, ella le hacía un pastel para su cumpleaños y le guardaba sus libros preferidos bajo el mostrador.

Stella y yo nos tuteábamos, pero yo no estaba conforme con que ella ocupara aquel puesto. No estaba conforme porque Stella, aunque era una buena persona, era blanca. Era una mujer blanca y venía de un lugar donde sólo había cristianos blancos. Para ella, Shakespeare era un dios. A mí eso no me importaba, pero ¿qué sabía ella de los cuentos, y de las adivinanzas, y de las fábulas que la gente de color había contado durante siglos? ¿Y qué sabía del idioma que hablábamos?

Siempre la oía corregir la manera de hablar de los niños.

—No digas «m'a pegao» —decía—. Tienes que decir «me ha pegado».

Y, claro está, tenía razón. Pero aquellos niños de color nunca aprenderían a escuchar su propio ritmo en sus palabras, y acabarían por creer que tenían que abandonar su habla y sus historias para formar parte del mundo de aquella educada mujer blanca. Tendrían que perder a Fats Waller para ganar a Mozart, y a Remus por Puck. Entrarían en un mundo donde sólo hablaba la gente blanca. Y no importaba cuán bien se hubieran expresado Dickens y Voltaire; aquellos niños no tenían ejemplos de la sabiduría de su propio pueblo en la biblioteca, la casa del saber.

Yo ya había discutido con Stella acerca de estas cosas. Ella se mostraba muy receptiva, pero cuando uno le decía que un negro de pie en una esquina, contando cuentos verdes, era como Chaucer, arrugaba la nariz y hacía que no con la cabeza. No obstante, Stella se mostraba siempre respetuosa. A menudo utilizan a los blancos más buenos para colonizar a la comunidad negra. Pero por bondadosa que fuera la señora Keaton, para los negros representaba a una cultura que nos era totalmente ajena.

—Buenos días, Ezekiel —me saludó la señora Keaton.

—Hola, Stella.

—¿Cómo está Jesusito?

—Bien, muy bien.

—Ya sabes, viene todos los sábados. Prefiere ayudarme con mi trabajo antes que ponerse a leer, pero creo que está haciendo progresos. A veces voy hasta su mesa y lo veo hacer gestos con la boca como si leyera en voz muy baja.

Los médicos me habían dicho que el chico no tenía ningún defecto en la laringe. Si hubiera querido podría haber hablado.

—Puede que algún día consiga hablar —dije, más para mí mismo que para Stella.

Sonrió con sus dientes como pequeñas perlas perfectas incrustadas en las sonrosadas encías. Tenía el mismo color de pelo que Gaby Lee. Pero el color de la señora Keaton era de bote, mientras que el de Gabby era el resultado de la guerra genética que los hombres blancos libran desde hace siglos contra las mujeres negras.

—¿Tienes los periódicos de los últimos dos meses, Stella?

—Claro que sí. El Times y el Examiner.

Me llevó a una habitación interior con una larga mesa de roble para leer. El cuarto olía a periódicos viejos. En las estanterías estaban las pilas de diarios que yo había pedido.

Los periódicos decían poco más o menos lo que Naylor me había contado. Los artículos estaban escondidos en las últimas páginas y nadie había relacionado un asesinato con otro.

No se sabía nada de los movimientos de Willa Scott y de Juliette LeRoy la noche que las asesinaron. Ambas eran camareras, aunque Willa, al parecer, estaba en paro.

Bonita Edwards había ido a un bar la noche que murió. Había bebido unas cuantas copas y la habían visto con unos cuantos hombres. Pero, según los testigos, se había marchado sola. Claro está que esto no quería decir nada; podía haber quedado para más tarde con un hombre casado que no quería que se supiera que engañaba a su mujer. O podía haber concertado una cita con un asesino que no quería ser visto.

Sumé esta información a lo que había leído, y oído, sobre Robin Garnett.

Lo de Robin Garnett no tenía pies ni cabeza. La joven vivía con sus padres en Hauser, en el oeste de Los Angeles. Su padre era fiscal, y su madre ama de casa. Robin estudiaba en la Universidad Central de Los Angeles. Tenía veintiún años y aún estaba en segundo curso. El periódico decía que había regresado hacía poco de Europa, y que pensaba especializarse en pedagogía.

Era una chica guapa (Robin era la única víctima cuya fotografía había aparecido en el periódico). Tenía el pelo rubio y una sonrisa encantadora, de esas que los viejos llaman «muy simpática». Iba peinada de una manera muy tradicional. Llevaba una blusa con botones en la pechera, y todos los botones estaban abrochados. La foto era de aquellas que los padres ponen en un álbum, y no permitía ni siquiera sospechar qué clase de persona había sido realmente.

Desde luego que no decía por qué ella era la cuarta en una serie de asesinatos, precedida por tres mujeres negras. Y aun si aceptábamos que una mujer blanca podía ocupar un lugar en aquella cadena de asesinatos, ¿qué sentido tenía que mataran primero a tres chicas de vida alegre y después a una estudiante de buena familia?

Abandoné la sala totalmente desconcertado.

—¿Has encontrado lo que buscabas, Ezekiel?

—No. Bue…, puede que sí.

La bibliotecaria frunció el ceño cuando me oyó decir «bue…». Yo sabía que se contenía para no corregirme con un «bueno».

El bar de John McKenzie se había ampliado con los años. John había añadido una cocina y ocho elegantes reservados para comer, y hasta había contratado a un cocinero de comida rápida para quemar los bistecs y hervir las verduras. Había un escenario para intérpretes de blues y músicos de jazz. Y tres camareras que atendían la barra y las mesas redondas que rodeaban el escenario.

John aún era el propietario de Targets, pero la escritura estaba a nombre de Odell Jones. John había tenido demasiados problemas con la ley como para obtener el permiso para vender bebidas alcohólicas, de manera que necesitaba un testaferro. Odell era perfecto. Se trataba de un tipo con buenos modales, semirretirado, al que le faltaban dos años para cumplir los sesenta, o sea que era veinte años mayor que yo.

Odell estaba sentado en su reservado de siempre, al fondo del bar. Bebía una cerveza y leía el Sentinel, el periódico negro más importante de Los Angeles. Hacía tres años que no nos dirigíamos la palabra y aún me dolía haber perdido a un amigo tan querido. Pero cuando uno es un pobre tipo, que lucha por hacerse un lugar en el mundo, a veces tiene encontronazos muy duros con otra gente. Y es a los pobres diablos como uno mismo a quienes hiere más.

En una ocasión tenía problemas serios y le pedí a Odell que me echara una mano. ¿Cómo iba yo a saber que su pastor iba a terminar muerto? Y tampoco podía quejarme de que Odell me odiara.

—Easy —me saludó John.

Su rostro oscuro era pétreo e inexpresivo.

—John. Sírveme un puño de Johnnie Walker.

Eso significaba cuatro dedos de whisky.

—¿Has oído algo sobre esas chicas que han matado? —le pregunté mientras me servía.

—Yo las conocía a todas, Easy. A todas.

Volví a pensar en Bonita Edwards. Me bebí la mitad del whisky de un trago.

—¿A todas?

John me miró a los ojos e hizo que sí con la cabeza.

—¿También a Robin Garnett?

—Ese nombre no me suena de nada, pero conozco a la chica blanca que salió en el periódico. Era Cyndi Starr, ésa es la pura verdad. —Miró el taburete vecino al mío. Quizá ella se había sentado allí alguna vez—. Sí, era Cyndi, la Mariposa Blanca.

—¿Qué dices?

—Ése era su nombre artístico. Era una bailarina, de esas que se desnudan en escena.

—¿Y dices que se llamaba Cyndi Starr?

—Sí, al menos se la conocía por ese nombre. Ya sabes, era como las otras chicas que mataron. Y ahora los blancos hacen bulla con su muerte. Podrían haber dicho algo antes de que la mataran a ella.

—¿Pero estás seguro, John? El periódico dice que iba a la universidad. Y que vivía con sus padres en la zona oeste de Los Ángeles.

—Sí, lo he leído. Pero que salga en los periódicos no quiere decir que sea cierto. Si fue a la universidad, estudió la manera de quitarse la ropa delante de un público de hombres, y si vivía con sus padres, era aquí mismo, en Hollywood Row.

—¿Me estás diciendo que vivía aquí?

—Pues sí, en Hollywood Row. Y no es eso lo único que sé.

—¿Sí?

—La otra chica, esa Juliette LeRoy, estuvo en Aretha's la noche que la mataron.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé porque se peleó con un chico, o algo por el estilo. Coy Baxter me contó que el chico recibió tal paliza que tuvo que ir a urgencias en Temple.

—¿Has dicho que estuvo en Aretha's?

John volvió a hacer que sí con la cabeza.

Le hice unas cuantas preguntas más y me las respondió lo mejor que supo.

Mi coche arrancó con un rugido. Apreté el acelerador y sentí el tirón de la gravedad mientras el coche marchaba hacia la esquina. Hice girar el volante y sentí vibrar la parte trasera cuando enderecé por la calle principal.

Y entonces vi a la mujer. Cruzaba la calle sin mirar y empujaba un cochecito de bebé. Apreté los frenos y sentí colear la parte de atrás del coche. Vi las tiendas y los almacenes del lado este de la calle. El coche dio una vuelta en redondo. Cuando volví a encontrarme frente a la joven madre, me gritó «¡Hijo de puta! ¡Hijo de puta! ¿Quién diablos te crees que eres? ¡Que te den por…!», y otras lindezas por el estilo.

Detrás de mí frenó otro coche. El chirrido pareció eterno, pero no había embestido a nadie. La mujer dejó de gritar y cogió al bebé en brazos. Corrió a la acera abandonando el cochecito en medio de la calle.

El corazón me latía muy deprisa. La mujer trataba de calmar el llanto del niño.

Puse el coche nuevamente en marcha y mientras me alejaba iba pensando que había perdido el control de mi vida.