7

Los días siguientes me dejé ver muy poco. Iba a bares y bebía hasta cerca de las once y después volvía a casa. A esa hora todo el mundo estaba durmiendo. Me sentía más tranquilo sin nadie que me hiciera preguntas.

Nunca, en toda mi vida, había permitido que nadie me preguntara acerca de mi vida privada. Y en ocasiones había preferido perder una muela antes que responder a un interrogatorio policial. Y ahora tenía que hacer frente al silencio y la desconfianza de Regina.

Por la noche soñaba con barcos que se hundían y ascensores que caían.

Las cosas empeoraron de tal manera que pasé la tercera noche en blanco.

Oía cada uno de los ruidos de la casa, y el tráfico de la Avenida Central. Regina se levantó a las seis y media. Un instante después Edna lloriqueó, y a continuación empezó a reír.

A las siete llegó Gaby Lee, la niñera, que era prima de Regina. Lanzó los chillidos agudos que encantaban a Edna, y que siempre me despertaban.

—¡Yujujuju ja! —gritó la mujerona—. ¡Huuuu huuuu huuy, waa waa!

Y Edna empezó a chillar de alegría y placer.

A las siete y cuarto alguien dio un portazo. Era Regina, que salía para ponerse al volante de su pequeño Studebaker. Oí el ruido que hacía el motor al arrancar, y luego el ronroneo del coche cuando se alejaba.

Gabby Lee estaba con Edna en el cuarto de baño. No sé por qué razón la mujer pensaba que había que cambiar a los bebés en el lavabo. Supongo que creía que así aprenderían antes a usar el váter.

—Buenos días —la saludé cuando salió.

Gabby Lee era una mujer corpulenta. No era muy gorda, pero su cuerpo tenía la forma de un tonel, y su tez era más clara que la de muchos blancos. Tenía el pelo muy rubio y rizado, y sus facciones eran, sin ninguna duda, las de una negra. Y Gabby Lee reservaba sus sonrisas para los niños y las mujeres.

—¿Qué está haciendo aquí? —me preguntó.

Me lo preguntaba a mí, al hombre que le pagaba el sueldo.

—Ésta es mi casa, ¿no?

—Florita —ése era uno de sus apodos para Regina— quiere que hoy haga una limpieza a fondo. Y usted me molesta.

—Estoy en mi casa, ¿no?

Gabby Lee bufó y luego rió, sarcástica.

Di un rodeo para esquivarla y entrar en el cuarto de baño a hacer mis necesidades. En el lavabo había un pañal sucio en remojo.

En el porche, el periódico estaba plegado en forma de tubo, sujeto con una gomita azul. Lo cogí y puse al fuego una vieja cafetera que había comprado en 1945, tres días después de que me licenciaran del ejército.

Jesus me saludó con un beso. Tenía preparada su mochila con libros, y se había puesto tejanos, una camiseta de manga corta marrón claro y zapatillas.

—Pórtate bien y estudia mucho —le dije.

Movió entusiasta la cabeza para decir que sí, y sonrió como un candidato a la presidencia. Después se marchó corriendo.

No había sido nunca un alumno aplicado, pero después de quinto lo habían puesto en una clase especial, una clase para niños con problemas de aprendizaje. Entre sus compañeros habla desde delincuentes juveniles hasta chicos con cierto retraso mental, pero Keesha Jones, su maestra, se había preocupado especialmente por hacer que mi hijo leyera. Y ahora Jesus leía en la cama casi todas las noches, antes de dormirse.

Me serví una taza de café y me senté a pensar qué hacer con Regina. Y puede que hubiera llegado a alguna decisión de no haber sido por los titulares de la primera página del Los Angeles Examiner.

MUJER ASESINADA

ES LA CUARTA VÍCTIMA

EL ASESINO

ACTÚA EN EL SUR

DE LA CIUDAD

Habían visto a Robin Garnett por última vez en un drugstore cerca de Avalon. Estaba hablando con un hombre que vestía una gabardina con el cuello levantado y un sombrero Stetson de ala ancha. El periódico contaba que la habían encontrado más tarde en una pequeña chabola, situada en un descampado a cuatro calles del drugstore. La habían golpeado y muy probablemente violado. También la habían mutilado, pero el artículo del periódico no daba detalles. Lo que sí dejaba claro era por qué este asesinato ocupaba la primera página, cuando los tres anteriores sólo habían merecido unas líneas en las páginas interiores: Robin Garnett era una mujer blanca.

Me enteré de que Robin era alumna de la UCLA. Había vivido con sus padres e hizo la secundaria en el Instituto de Los Angeles. Lo que el periódico no aclaraba era por qué se encontraba en aquel barrio cuando la asesinaron.

Encendí un Camel y me tomé el café. Abrí las persianas para poder verlos antes de que llegaran a casa.

Gaby salió a eso de las nueve de mi dormitorio, con Edna vestida para ir al parque. Le tendí los brazos a Edna, y gritó de alegría. Hizo un gesto para que la cogiera, pero Gabby Lee la retuvo.

—Deme a mi hija —le dije sin rodeos.

Cogí a Edna, y ella me agarró la nariz. Nos hicimos ruiditos el uno al otro, y reímos y reímos.

—Tenemos que irnos —dijo Gabby Lee al cabo de un rato.

—¿Usted no tenía que limpiar?

—Para eso tengo que estar sola —me replicó, cortante—. Además, hace muy buen tiempo y los críos tienen que tomar el sol.

Le devolví mi hija a la malhumorada mujer. Se le iluminó la cara cuando tuvo a Edna en sus brazos. Aquella niña era tan hermosa que habría hecho sonreír a una estatua.

Cuando se marcharon empezó a sonar el teléfono. Llamó un largo minuto antes de que se cansaran. Después lo desconecté. Cogí los diálogos de Platón de mi biblioteca y me senté junto a la ventana, al sol, y leí el Fedón. Cuando murió sobre el banco de piedra, mis ojos se nublaron. Me pregunté cómo sería ser blanco, sentirse en el mundo como en la propia casa. Traté de imaginarme qué sentiría si diera la vida por amor a la patria. No la muerte de un héroe en el fragor de la batalla, sino la muerte de un criminal.

A las once y cuarenta y siete un gran sedán negro aparcó frente a mi casa y bajaron cuatro hombres. Tres eran blancos, y llevaban trajes como los oficinistas. El cuarto era Quinten Naylor. Salieron del coche y miraron a su alrededor. No les intimidaba encontrarse en pleno barrio de Watts. Y por eso me di cuenta de que todos eran de la pasma.

Quinten encabezó la comitiva hasta mi puerta. Todos eran tipos robustos; pertenecían a esa clase de hombres blancos que han triunfado porque les sacan una cabeza a sus prójimos. Casi todos los patrones que yo había tenido eran blancos, y eran muy altos, o muy corpulentos. Para que a uno le obedecieran, había que intimidar: ése era el primer requisito para ocupar un puesto de mando.

Cuando subieron los escalones que llevaban al porche, yo les esperaba en la entrada, tras la puerta mosquitera.

—Buenos días, Easy —me saludó Naylor muy serio—. Te hemos llamado por teléfono, pero no ha contestado nadie. He traído conmigo a unos compañeros para que hablemos de los últimos acontecimientos.

—Tengo una cita dentro de cuarenta y cinco minutos —dije desde mi puesto, sin moverme ni un milímetro.

—Déjenos entrar, Rawlins —me dijo un tipo de aspecto mediterráneo y labios apretados, vestido con un traje gris claro. Me pareció reconocerlo, pero todos los polis tenían para mí al cabo de un tiempo la misma cara, y sólo recordaba sus puños.

—¿Tienen algún papel para mí? —pregunté de manera muy educada.

—Easy, éste es el capitán Violette —dijo Quinten—. Es el capitán del distrito.

—¡Ah! —fingí sorpresa—. ¿Y quiénes son los otros muchachos de la banda?

Violette era alto como yo, un metro ochenta y cinco, aproximadamente. El hombre que estaba a su lado, detrás de Naylor, llevaba un gastado traje azul claro. Medía unos cuatro centímetros menos, y tenía pinta de obtuso. Su cara era pálida y regordeta, y tenía las orejas grandes. Por todas partes le salían pelos negros. De las cejas, de los oídos. Alargó la mano, más allá de Naylor, en dirección a mi puerta. También su mano era roma y peluda.

—Hola, señor Rawlins. Soy Horace Voss. Actúo como coordinador especial entre el ayuntamiento y la policía.

Me percaté de que no había manera de deshacerme de aquella multitud, de manera que abrí la puerta y estreché la mano del señor Voss.

—De acuerdo, entre, si así lo desean, pero todavía no me he vestido, y pronto tendré que marcharme.

Cinco hombres corpulentos hacían que mi salón pareciera un pequeño lavabo público, pero me las arreglé para que todos se sentaran. Yo me apoyé en el mueble de la televisión.

El hombre que aún no me habían presentado era el más alto de todos. Llevaba un traje marrón de Sears, de esos que no se planchan. Mi tío Ogden Willy, el que vivía en los pantanos de Louisiana, llevaba uno exactamente igual hacía treinta años.

Era un tipo delgado y huesudo, de dedos largos y ahusados y ojos verdes. No llevaba sombrero, y era casi completamente calvo; sólo tenía un poco de pelo alrededor de las orejas.

Cruzó las largas piernas y sonrió. Me recordaba a un demonio de porcelana que por aquella época era muy popular en las tiendas de curiosidades del barrio chino.

—Me llamo Bergman, señor Rawlins. Trabajo para el Estado, para el gobernador. No estoy aquí en misión oficial. Sólo quiero saber un poco más de estos acontecimientos tan terribles.

—¿Quieren beber algo?

—No —respondió Violette en nombre de todos, aunque yo estaba seguro de que al señor Voss le habría gustado poner sus gruesos dedos alrededor de una copa.

—Hemos venido para… —empezó a decir Quinten Naylor, pero Violette, que era su superior, lo interrumpió.

—Hemos venido para descubrir quién está matando a esas chicas —dijo Violette, que hablaba con los labios rígidos, como si le costara pronunciar cada palabra—. No queremos que ese loco siga suelto en nuestras calles.

—Lo que dice es una tontería —intervine—. Perdóneme, pero si tengo que escuchar estas cosas, será mejor que me traiga una cerveza.

Fui a la cocina. Yo era un trabajador por cuenta propia, y no temía que aquellos funcionarios hicieran que me despidieran. Tampoco que me golpearan; eran demasiado importantes para hacer algo así. Claro está que más tarde podían mandarme unos matones. Quizá debería haberme mostrado más cortés. Pero me revolvía las tripas que aquellos tipos vinieran a mi casa.

Llené de cerveza el vaso más grande que encontré y volví al salón. Voss miró la espuma e hizo un esfuerzo para no relamerse.

—¿Qué diablos se cree que está haciendo, Rawlins? —chilló Violette.

—Hombre, estoy en mi casa, ¿no? Yo no los he invitado. Vienen aquí, se instalan en mi salón y me hablan como si tuvieran una carta escondida en la manga —comenzaba a enfurecerme—, y después se quejan de que han matado a una chica, cuando yo sé que antes han asesinado a otras tres, pero a ustedes no les importó un comino. ¡Porque aquéllas eran negras, y ésta es blanca!

Si hubiera estado en la televisión, hasta el último hombre negro y la última mujer negra de los Estados Unidos se habrían puesto en pie y me habrían aplaudido.

Violette también se levantó de la silla, pero no para vitorearme. Tenía el rostro encendido. Y en ese instante lo reconocí. Cuando se llevó a Alvin Lewis de su casa, en Sutter Place, sólo era detective. Alvin había golpeado a una mujer en un callejón detrás de un bar, y Violette había respondido a la llamada. La mujer, Lola Jones, no quiso presentar una denuncia, y Violette decidió hacer un poco de justicia con sus propias manos. Recordé que la cara se le había puesto muy roja mientras golpeaba a Alvin con su porra. Y también recordé que yo me había sentido un cobarde mientras los otros tres guardias blancos los rodeaban con las manos en las pistolas y una turbia expresión de satisfacción en los rostros. Y no era la satisfacción que produce saber que un malvado ha pagado por sus crímenes; aquellos hombres disfrutaban con su poder. Un nazi no lo hubiera hecho mejor.

—Tranquilícese, Anthony —ordenó Bergman, que hasta ese momento había sido un espectador mudo—. Señor Rawlins, lamentamos interrumpir sus actividades, pero se trata de una urgencia. Un hombre está asesinando mujeres y tenemos que hacer algo. Hasta hoy no me he enterado de que habían asesinado a otras mujeres, pero le prometo que nos ocuparemos de eso. Con todo, y a pesar de lo que usted opine, tenemos que cumplir con nuestro deber.

—La policía tiene que cumplir con su deber, pero yo soy un tipo de la calle, un ciudadano más. Mi único deber es cruzar los semáforos en verde.

El señor Bergman debía de tener muy buen carácter, pues sonrió e hizo un gesto de asentimiento.

—Tiene razón. Es Anthony quien debe llevar a ese hombre ante la justicia. Pero usted sabe que nos vendría bien un poco de ayuda, ¿no le parece, señor Rawlins?

—No puedo ayudarlo. No soy policía.

—Sí que puede. Usted conoce a toda clase de gente en la comunidad. Puede ir a lugares donde la policía no puede. Puede hacer preguntas a personas que no querrían hablar con las autoridades. Necesitamos toda la ayuda que podamos conseguir, señor Rawlins —dijo, y me tendió la mano, pero yo no la cogí.

—Oiga, tengo que atender mis asuntos. No puedo hacer nada por ustedes.

—Sí que puede —habló Violette con voz gutural.

Me percaté de que tenía una idea equivocada con respecto a los policías de su jerarquía. Si el capitán Violette me hubiera tenido solo para él, yo estaría escupiendo los dientes.

—Ya tienen una lista de sospechosos, Easy —intervino Quinten.

—¿Y a mí qué? —le respondí—. Vayan a buscarlos y pónganlos entre rejas.

Mencionó a un par de tipos que yo conocía. Yo le dije que si ya sabía quién lo había hecho, no tenía por qué preocuparse.

—También estamos investigando a Raymond Alexander —dijo.

Sentí que las miradas de todos se clavaban en mí.

—Debe de estar usted bromeando —dije.

Raymond Alexander, Mouse para sus amigos, estaba chiflado y era un asesino, sin duda, pero también era lo más parecido a un amigo íntimo que yo tenía.

—No, Easy, hablo en serio. —Naylor hablaba como masticando sus palabras; él estaba tan furioso como yo con aquellos tipos—. Alexander frecuenta todos los bares adonde iban las mujeres negras, y se sabe que siempre va detrás de las blancas.

—Sí, él y otros treinta mil negros de menos de ochenta años.

—¿Usted piensa que la policía ha enfocado mal este caso, señor Rawlins? —preguntó Horace Voss.

—Hombre, ustedes hacen listas de nombres sin ton ni son. Mouse no ha matado a ninguna chica.

—¿Entonces quién lo hizo? —La sonrisa de Voss no parecía del todo humana; era más bien como el cruce de un oso hambriento y un hombre feliz.

—¿Y por qué supone que yo lo sé?

—Lo supongo —respondió Violette—, porque si no lo sabe, descubrirá que la pasma puede hacerle la vida muy dura.

Un policía con talento para la poesía.

—¿Eso es una amenaza?

Violette me miró furioso.

—No, señor Rawlins, desde luego que no —dijo Bergman—. Nadie quiere amenazarlo. Aquí todos queremos lo mismo. Un hombre está asesinando mujeres, y debe ser capturado y juzgado. Es lo único que deseamos.

Quinten estaba junto a la ventana y miraba la calle. Él sabía que yo no tendría más remedio que aceptar lo que aquellos tipos habían planeado para mí. De lo contrario, el capitán Violette me haría papilla. Y Quinten estaba furioso porque yo me había negado a ayudar cuando las víctimas sólo eran negras. Y ahora que una mujer blanca había muerto, yo aceptaría colaborar con ellos. Hasta el aire que respirábamos era racista.

—Dejen en paz a Raymond Alexander hasta que yo fisgonee un poco por ahí. Él no ha matado a ninguna mujer, y no ganarán nada metiéndolo en la cárcel.

—Rawlins, si ese hombre es culpable, lo freiremos como a cualquier otro —gruñó Violette.

—No quiero proteger a nadie —le dije—. Pero si lo que quieren es que investigue, déjenme hacerlo, y retrasen esas detenciones uno o dos días.

Bergman se puso de pie.

—Yo estoy de acuerdo. Y estoy seguro de que la policía y el alcalde le prestarán toda la colaboración que necesite, señor Rawlins.

Los demás hombres se levantaron.

Violette fue hacia la puerta sin mirarme siquiera. Naylor me miró pero no dijo nada. Bergman sonrió y me dio la mano en un gesto amistoso.

—¿Por qué ha venido hasta aquí, señor Bergman? —le pregunté.

—Rutina —respondió, y su labio inferior sobresalió unos milímetros—. Pura rutina.

Horace Voss me cogió la mano entre las suyas.

—Llámeme a la calle Setenta y siete —dijo—. Estaré allí hasta que este asunto se acabe.

Y entonces se fueron de mi casa.

Yo no había vuelto a las calles desde el día de mi boda. Había tratado de enterrar esa parte de mi vida. En cierto sentido, buscar a aquel asesino era para mí como regresar de entre los muertos.