Fui a la cocina a calentar el biberón de Edna. Después cogí un pañal del paquete que Jesus traía cada dos días de casa de LuEllen Stone.
Edna lloraba en su cuna, que hablamos puesto en un rincón del salón. Encendí la lamparita y me incliné sobre la niña. Eso calmó el llanto por un instante. Después me agaché y la besé en la mejilla. Me respondió con una sonrisa y un arrullo de placer. La cogí y la llevé a la cocina, donde la acosté sobre la sábana que había extendido sobre la mesa. Llené una palangana con agua tibia y desabroché el imperdible que sujetaba los pañales.
Edna lloraba otra vez, pero sin ira. Era su manera de decirme que no se encontraba bien. Podríamos haber llorado juntos.
La limpié con una toalla muy suave, diciéndole palabritas dulces y besándola de vez en cuando. Cuando terminé ya no lloraba. El biberón ya estaba listo y me di prisa en cambiarla. La sostuve contra el pecho y le di el biberón. Edna tragaba, y hacía ruiditos de placer, y me arañaba la nariz.
Me di la vuelta y vi a Regina que nos miraba desde la puerta.
—La quieres mucho, ¿verdad, cariño?
Yo prefería que ella me llamara «cariño» a hacer el amor con la mujer más guapa del mundo. Fue como si Regina me abriera una puerta y yo estuviera listo para entrar.
Le sonreí, y en ese instante vi que algo cambiaba en sus ojos. Era como si se hubiera apagado una luz, como si la puerta se hubiera cerrado antes de que yo pudiera entrar.
—Ricura —le dije.
Edna se movió en mis brazos para mirar a su madre. Le tendió la mano, y Regina me la quitó de los brazos.
—Necesito dinero —dijo Regina.
—¿Cuánto quieres?
—Seiscientos dólares.
—Puedo conseguirlos —respondí, y me senté.
—¿Cómo?
La miré; no comprendía la pregunta.
—Te he preguntado cómo, Easy.
—Me has preguntado si puedo conseguirte seiscientos dólares.
Cuando hizo que no con la cabeza, el pelo —que llevaba liso— voló de un lado a otro y luego se amontonó en el lado izquierdo de la cabeza.
—No. He dicho que necesitaba seiscientos dólares; pero no te he pedido nada. Tú podrías haberme preguntado para qué los necesito. Y también cuánto dinero tengo.
El cielo, que poco antes tenía el color de la noche, empezaba a palidecer en la pequeña ventana de la cocina. Yo tenía la sensación de que el mundo se hacía más y más grande, y tuve ganas de salir de casa.
—De acuerdo. Muy bien. ¿Y para qué necesitas ese dinero?
—Tengo que comprar ropa para mí y para la niña; debo dinero del coche, y mi tía, la que vive en Colette, está enferma y necesita dinero para ir al hospital.
—¿Qué le ocurre a tu tía?
—Tiene cálculos. Lo ha dicho el médico.
—¿Y cuánto dinero tienes? —Sentí que comenzaba a dominar la situación.
—No, Easy. Quiero saber cómo vas a hacer para conseguir seiscientos dólares como por arte de magia —dijo, y chasqueó los dedos.
—Nena, yo no te pregunto cuánto llevas en el bolso. Es tu dinero —dije—, y no es asunto mío.
—No necesitas preguntármelo, Easy Rawlins, porque sabes que trabajo en el Hospital Temple. Voy todas las mañanas a las ocho, y a las cinco y media de la tarde estoy de vuelta en casa. Sabes muy bien de dónde saco el dinero.
—Y tú sabes que trabajo para Mofass —repliqué—. Puede que no tenga un horario fijo, como tú, pero también trabajo.
Volvió a chasquear los dedos; la enfurecía que yo pudiera decir semejante mentira.
—Nadie que se busque la vida fregando puede ganar tanto dinero. ¿Te crees que soy tonta?
Los dos habíamos tenido una vida dura.
Regina era de Arkansas, y era la mayor de catorce hermanos. La madre había muerto cuando dio a luz al último. Su padre se volvió un borracho perdido, y Regina se hizo cargo de los niños. Fregaba, trabajaba en el campo y sonreía a los tenderos blancos. Yo no estoy enterado ni de la mitad de lo que tuvo que pasar, pero sé que su vida fue dura.
En una ocasión me contó que para alimentar a aquellas bocas hambrientas había hecho cosas de las que no estaba orgullosa.
—No soy un delincuente —le dije—. Y eso es lo único que debe importarte. Si necesitas ese dinero, puedo conseguirlo. ¿Lo quieres?
Edna, que ahora estaba acurrucada en los brazos de su madre, se echó a reír y lanzó el biberón al suelo. Su sonrisa y sus ojos eran brillantes y maliciosos.
Regina se mordió el labio. Lo que para otras mujeres era una pequeña concesión, para la mía era una capitulación ante el enemigo.
—Quiero saber la verdad, Easy.
—No te estoy ocultando nada, cariño. Tú necesitas dinero y yo puedo conseguirlo. Te quiero, y quiero a Edna, y haría cualquier cosa por ti.
—Entonces, ¿por qué no me dices lo que quiero saber?
Me puse bruscamente de pie y Edna se echó hacia atrás.
—Yo nunca te pregunto nada sobre Arkansas, ¿verdad? Y tampoco quiero enterarme de las cosas que te viste obligada a hacer. Cuando me dices que tu tía necesita dinero, no te pregunto para qué; no es asunto mío. Y si me quieres, tienes que aceptarme como soy. Yo nunca te he hecho daño, ¿no es cierto?
Regina me miró fijamente.
—¿Te he hecho daño?
—No, nunca me has puesto la mano encima. No, no me has hecho esa clase de daño.
—¿Qué quieres decir?
—No, tú no me pegas. No me refería a eso, aunque si alguna vez me pusieras la mano encima, a mí o a mi hija, te pegaría un tiro y me marcharía de esta casa. —El tono de desafío había vuelto—. No me pegas, pero haces otras cosas igual de malas.
—¿Cómo qué?
Regina me miraba las manos. Bajé la vista y vi que tenía los puños apretados.
—¿Qué nombre le das a lo que hiciste anoche?
—¿De qué hablas?
—De lo que me hiciste. Yo no quería hacer nada contigo, y me violaste.
—¿Que yo te violé? —Me reí—. Un hombre no puede violar a su esposa.
Dejé de reír cuando vi lágrimas de cólera en los ojos de Regina.
Edna la miraba con los ojos muy abiertos, y se preguntaba quién era aquella nueva madre.
—Las cosas no son tan simples, Easy. Yo quería llamar a mi hija Pontella, como mi abuela, pero tú decidiste que se llamaría Edna. Decías que ese nombre te gustaba, pero yo sé que se lo pusiste por aquella mujer que estaba casada con tu amigo, el chiflado.
Se refería a EttaMae. Y estaba en lo cierto.
—Sólo quiero que me digas si quieres los seiscientos dólares. Puedo conseguirlos, pero tienes que pedírmelos.
Regina alzó su hermoso rostro negro y me miró fijamente. Al cabo de un rato hizo que sí con la cabeza; fue un gesto apenas perceptible, sin pizca de agradecimiento.
Y para mí, un triunfo carente de significado. Yo deseaba que ella supiera que podía ayudarla siempre que lo necesitara, y que eso la hiciera feliz. Pero Regina necesitaba algo que yo no podía darle.