—Has bebido —me dijo Regina cuando entré.
No creo que pudiera olerlo, y no había bebido tanto como para tambalearme. Pero Regina me conocía. Y a mí me gustaba que se percatara de todo, hacía que me palpitara el corazón.
Edna y Regina estaban en el sofá. Cuando la niña me vio, dijo «Ezy» y se lanzó al suelo, dispuesta a gatear en mi dirección. Regina la cogió antes de que se cayera.
Edna aulló como si le hubieran dado una bofetada.
—¿Has ido a la comisaría?
—Quinten Naylor quería hablarme.
Yo siempre me sentía incómodo cuando la niña lloraba. Me parecía que había que hacer algo de inmediato. Pero Regina continuó hablando con Edna en brazos, como si no la oyera llorar.
—¿Y por qué has vuelto a casa piripi?
—Nena, que no es para tanto —dije. Todo parecía más lento; tenía la sensación de que había tiempo para darle explicaciones, para que volviera la calma. Si Edna dejaba de llorar, pensé, todo volvería a estar bien—. Sólo he tomado una copa en el Avalon.
—Debe de haber sido una copa muy grande.
—Sí, sí. Tenía que beber algo después de lo que me ha enseñado Naylor.
Aquello despertó su curiosidad, pero su mirada aún era severa y fría.
—Naylor me ha llevado a un descampado en la calle Ciento diez. Había una muchacha muerta; le habían disparado a la cabeza. Es el mismo hombre que mató a las otras dos chicas.
—¿Saben quién lo hizo?
Contuve una sonrisa; había conseguido que desapareciera la mirada de furia, y aquello me alegraba tanto que me hubiera puesto a bailar allí mismo.
—No —le respondí muy serio.
—¿Y cómo saben que es el mismo hombre?
—Porque está loco. Las marca con un cigarro encendido.
—¿Violación? —preguntó en voz muy baja.
Edna dejó de llorar y me miró con los mismos ojos inquisidores de su madre.
—Sí —respondí, y de repente me arrepentí de haber hablado—. Y otras cosas.
Cogí a Edna y me senté junto a mi mujer.
—Naylor quería que lo ayudara. Pensaba que yo podría haber oído algo.
Regina me puso la mano en la rodilla y por poco grito de alegría.
—¿Y por qué lo pensaba?
—No sé. Sabe que yo conozco a mucha gente. Se imaginó que podría haber oído algún rumor. Le he dicho que no podía ayudarlo, pero después de aquello necesitaba una copa.
—¿Quién era la chica?
—Se llamaba Bonita Edwards.
Su mano se mudó a mi hombro.
—Sigo sin entender por qué ese policía tenía que venir a casa a hacerte preguntas. A menos que pensara que tenías algo que ver con esos asesinatos.
Regina siempre quería saber el porqué de todo. ¿Por qué la gente me pedía favores? ¿Por qué creía que tenía que ayudar a ciertas personas cuando tenían problemas? Ella nunca se enteró de lo que yo había hecho para sacar a su primo de la cárcel.
—Bueno, ya sabes cómo son estas cosas —dije—. El poli debe de haber pensado que yo aún andaba mucho en la calle, pero le he explicado que ahora trabajo para Mofass a tiempo completo, y que salgo muy poco.
Antes de conocer a Regina, yo había vivido en la clandestinidad. Nadie sabía lo que hacía; nadie sabía nada de mis propiedades, ni tampoco de mi relación con la policía. Y yo me sentía seguro guardando mis secretos. No paraba de decirme a mí mismo que Regina era mi esposa, mi compañera para toda la vida. Pensaba hablarle de mi vida antes de conocerla, y contarle que Mofass en realidad era mi empleado, y que yo tenía cuentas bancarias por toda la ciudad, y mucho dinero en ellas. Pero iba a hacerlo poco a poco, a mi manera.
Yo no vivía como si fuera rico, y ella no sospechaba nada. Algún día se lo contaría todo. Cuando estuviera seguro de que ella podía aceptarlo, de que podía aceptarme tal como era.
—Naylor sabe que conozco muy bien el barrio, cariño. Han encontrado a la chica a doce calles de aquí.
—¿Y puedes ayudarlos?
Edna metió la mano en el bolsillo de mi camisa y babeó sobre mi pecho.
—No, yo no sé nada. Pero les he dicho que intentaré averiguar algo. Ya ves, se trata de un asunto muy feo.
Regina me estudió como un prestamista empeñado en encontrar un defecto en un anillo de diamantes. Hice botar a Edna en mis brazos hasta que empezó a reír. Le sonreí a Regina; ella movió apenas la cabeza y siguió estudiándome.
De repente, fue como si Edna pesara cincuenta kilos. La puse sobre mis rodillas y me eché hacia atrás en el sofá.
Regina posó su fresca mano en mi mejilla. Sentía cada nudillo. Pensé en aquella pobre chica muerta y en todas las otras.
Edna se quedó dormida. Regina la llevó a la cuna. Y yo seguí a Regina a nuestro dormitorio, una habitación tan pequeña que la cama la llenaba casi por completo.
Regina se desnudó e iba a ponerse el camisón, pero la abracé, con los pantalones alrededor de los tobillos, antes de que pudiera cogerlo. Caímos sobre la cama, ella encima. Trató de apartarse sin demasiada convicción, pero la retuve y la acaricié como a ella le gustaba. Se rindió a mis caricias, aunque sin besarme. Me puse encima y le cogí la cabeza con las manos. Me dejó que metiera mi pierna entre las suyas, pero cuando puse mi boca sobre la suya, no la abrió, ni tampoco abrió los ojos. Llegué con mi lengua hasta sus dientes, pero no más allá.
Regina me dejó que la abrazara. Ocultó el rostro en mi cuello mientras yo me quitaba los calzoncillos y la camisa, pero cuando me moví para penetrarla, se dio la vuelta. Aquello era nuevo para mí. Regina no era tan fogosa como yo, pero tampoco se quedaba muy atrás. Y ahora era como si me deseara, pero no quisiera poner nada de su parte.
Aquello me excitó aún más, y aunque estaba aturdido por el alcohol, me apreté contra su espalda y la penetré por atrás, como los perros.
—¡Basta ya, Easy! —gritó, pero yo sabía que quería decir «¡Sigue, Easy, hazlo!».
Se retorció y le sujeté las piernas entre las mías. La embestí, y se agarró con tal fuerza a la mesilla de noche que la tiró al suelo. La lámpara se desenchufó, y la habitación quedó a oscuras.
—¡Oh, Dios, no! —gritó, y se corrió, gritando y sacudiéndose y golpeándome con los codos.
Cuando aflojé mi abrazo, se apartó de mí y saltó de la cama. Recuerdo que la luz se encendió y ella estaba de pie en el áspero resplandor de la luz eléctrica. Tenía la cara sudorosa, y unas gotas relucían en el vello del pubis. Me miró con una emoción que no pude descifrar.
—Te amo —le dije.
Y me dormí antes de escuchar su respuesta.
En mi sueño era de tarde, en uno de esos días dorados y luminosos que sólo se dan en el sur de California. Bonita Edwards estaba sentada bajo el mismo árbol, las piernas extendidas hacia adelante y las manos a los lados, con las palmas hacia arriba. A su alrededor, los pájaros, gorriones y arrendajos picoteaban la hierba. Una brisa suave ponía una nota de frescor en el aire.
—¿Quién lo hizo? —le pregunté a la muchacha muerta.
Se volvió para mirarme. Por el agujero de la bala, en la cabeza, se veía el cielo azul.
—¿Qué has dicho? —me preguntó con una vocecita tímida.
—¿Quién te ha hecho esto?
Y entonces se echó a llorar. Era muy raro, porque no hacía el ruido que hacen las mujeres cuando lloran.
Regina se apoyaba con las dos manos en el árbol. Tenía la falda arremangada por encima de las nalgas, y un hombre fornido y desnudo la poseía por detrás. Mi mujer agitaba la cabeza de un lado a otro, y tenía un potente orgasmo, pero hacía el mismo extraño ruido que Bonita Edwards cuando lloraba.
Los odié a todos. Sentía el odio en el cuerpo como el aire cuando se respira hondo. Cogí a Bonita por las solapas de su vestido de fiesta de color rosa y la levanté. Colgaba inerte y pesada como lo que era, un cadáver, y seguía llorando.
Seguía llorando con aquel ruido tan raro. Como un gatito, tal vez. O una cámara de aire pinchada. Como un bebé.
Abrí los ojos y sentí frío porque me había destapado. Edna lloraba con un llanto entrecortado. Me levanté y fui dando tumbos hacia la puerta. Desde allí miré a Regina y vi que tenía los ojos abiertos. Estaba mirando al techo.
Sentí miedo por ella, pero me dije que aquel miedo era parte del sueño que había tenido y no le di importancia.
Pensé que muy pronto todo habría terminado. Capturarían al asesino y yo no tendría más pesadillas.