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La noche era cálida. Aparqué el coche al final de mi calle. Zeppo y Rafael se había marchado. La caja de cartón que Rafael había usado como mesa estaba aplastada en la acera. Una mancha de sangre y un diente roto adornaban el bordillo. Alguien habla aprendido una dura lección en la escuela del trilero Rafael Gordon.

La sangre me recordó a la chica muerta.

Después de todo lo que había ocurrido, necesitaba estar solo y decidí tomarme una copa antes de volver junto a mi esposa.

Por dentro, el Avalon no era más grande que un escaparate. Había una barra y seis taburetes, y eso era todo. Rita Coe servía cerveza de botella y bebidas con hielo, o con agua.

Sólo había un parroquiano, un hombretón sentado de cara a la pared y encorvado sobre el teléfono al final de la barra.

—¿Qué haces por aquí, Easy Rawlins?

Rita era pequeña y dura, con ojillos como cuentas y labios finos.

—He pensado que podía tomarme un whisky.

—Tenía entendido que no ibas a bares tan cerca de tu casa.

—Bueno, hoy sí.

—¿Por qué no? —le preguntó el hombretón al teléfono—. Yo estoy listo.

Rita me sirvió el whisky escocés en un vaso pequeño.

—¿Cómo están Regina y la niña?

—Muy bien, están muy bien.

Hizo un gesto de aprobación y bajó los ojos.

—¿Te has enterado de los asesinatos de esas chicas?

—Debe de ser un loco.

—Cuando cierro el bar, por la noche, tengo miedo de caminar hasta el coche, ¿sabes?

—¿Y cierras sola? —le pregunté, pero antes de que pudiera contestarme el hombretón colgó el teléfono con tanta fuerza que el aparato dejó escapar un timbrazo de protesta.

Dupree Bouchard se puso en pie —con sus dos metros y cinco centímetros de estatura—, y se volvió hacia nosotros. Cuando me vio, miró a su alrededor como si estuviera buscando una salida de emergencia, pero sólo había una puerta, la que yo había usado para entrar.

Dupree y yo habíamos sido amigos de jóvenes. Una noche bebió demasiado y perdió el conocimiento, y su novia Coretta y yo nos hicimos compañía.

Puede que en medio de su estupor etílico oyera nuestros sofocados gemidos, o quizá pensaba que por mi culpa la asesinaron al día siguiente.

—Hola, Dupree. ¿Cómo te tratan en Champion?

Diez años atrás los dos trabajábamos en Champion Aircraft. Dupree era jefe de máquinas.

—Los tipos que mandan allí no son nada buenos, Easy. Cada vez que te das la vuelta, inventan una prohibición para que no te muevas. Y si se trata de un negro, ya no es una prohibición sino dos.

—Es verdad —dije—. Es verdad. Y en todas partes sucede lo mismo.

—Se está mejor en nuestra tierra. Al menos en el Sur un negro no apuñala a otro negro por la espalda —dijo, y me miró a los ojos.

Dupree nunca había podido probar que Coretta y yo llegáramos a nada, o que yo le hiciera luego algo a ella. Él sólo sabía que una noche estábamos los tres juntos y que luego Coretta lo dejó para siempre.

—No sé, Dupree, no sé —respondí—. Aquí, en el condado de Los Ángeles, nunca han linchado a tantos negros como en el Sur.

—¿Quieres una copa, Dupree? —preguntó Rita.

El hombretón se sentó dejando dos taburetes vacíos entre él y yo, y respondió que sí con la cabeza.

—¿Cómo está tu mujer? —le pregunté, para hacerlo hablar de un tema menos sombrío.

—Está bien. Yo ahora trabajo en el Hospital Temple.

—¿De veras? Regina, mi mujer, también trabaja allí.

—¿Y cómo es ella?

—De tez muy oscura. Bonita y más bien delgada. Trabaja en la maternidad.

—¿Qué horario tiene?

—Por lo general, de ocho a cinco.

—Si es así, seguramente no la he visto. Sólo hace dos meses que trabajo allí y estoy en el turno de noche. Me han puesto a lavar ropa en el sótano.

—¿Y te gusta?

—Sí, me encanta —respondió con amargura.

Dupree cogió la copa que Rita le había servido y se la bebió de un sorbo. Después dejó dos monedas de veinticinco centavos en la barra.

—Tengo que irme —anunció.

Y, silencioso y hosco, pasó a mi lado y salió por la única puerta del bar. Yo me acordé de lo mucho que había reído aquella noche, con Coretta y conmigo. Por aquel entonces Dupree tenía una risa como un trueno.

Yo habría querido volver al pasado y borrar lo que le había sucedido a mi amigo, borrar mi parte en la tristeza de su vida. Sí, lo deseaba, pero el camino del infierno también está empedrado de deseos.

—Andre Lavender —le dije a Rita.

—¿Qué has dicho?

—Andre. ¿Lo conoces? —No.

—Dame un papel.

Anoté el nombre de Andre y su número de teléfono y le dije:

—Llámalo y dile que quiero que venga todas las noches y te acompañe hasta tu coche.

—¿Trabaja para ti?

—En una ocasión le hice un favor, y ahora él puede ayudarte a ti.

—¿Tengo que pagarle?

—Bastará con un whisky.

Le acerqué mi vaso y Rita volvió a llenarlo.

Jesus hacía volteretas sobre la hierba, a la luz de las lámparas del porche, y la pequeña Edna se mantenía en pie agarrada a los barrotes de su cuna. Reía y farfullaba palabras incomprensibles dirigidas a su hermano mudo. Crucé el portal y recogí una pelota entre las dalias que bordeaban la verja. Silbé, y cuando Jesus se volvió para mirarme, le arrojé la pelota. La cogió y, sosteniéndola en una mano, le hizo señas con la otra a Edna. Ella sacudió los barrotes de la cuna, se balanceó sobre los talones, y chilló con toda su voz: «¡Yuju-juju!».

Jesus dio una patada a la pelota con tal fuerza que dio contra los últimos postes de la verja. El rechinar del acero era como música para los niños de la ciudad.

—¿Qué pasa allí?

Regina permaneció un instante detrás de la puerta mosquitera, velada por una bruma gris, pero después salió al porche y se paró delante de nuestra niña, como queriendo protegerla. Edna protestó con un chillido; la falda de su madre no le permitía ver el patio, ni tampoco a Jesus.

—No pasa nada, cariño. La niña está muy bien —le dije mientras subía los tres escalones del porche.

—¡Si Jesus fallara el tiro le podría arrancar la cabeza de un pelotazo!

Edna se dejó caer sobre su culo cubierto por un pañal. Jesus trepó a lo alto del aguacate.

—Deberías tener más cuidado, Easy —me dijo la mujer que era mi esposa desde hacía dos años.

—Ezy —le hizo eco Edna.

No supe qué contestarle, porque cuando miraba a Regina siempre me resultaba difícil pensar. Su piel era del color del ébano, y sus ojos, grandes y almendrados, estaban un poco demasiado separados. Era alta y delgada, pero a pesar de toda su belleza había algo más en ella que me atrapaba. No había en su rostro ninguna imperfección, ninguna arruga o mancha. Jamás una espinilla, o un lunar, o uno de esos pelos que aparecen en la barbilla. Sus ojos se cerraban de cuando en cuando, pero no parpadeaba como lo hace la gente normal. Regina era perfecta en todos los aspectos. Sabía cómo caminar, y cómo sentarse. Y jamás se ponía nerviosa ante un comentario obsceno, ni la escandalizaba la miseria.

Cada vez que miraba a Regina Riles, volvía a enamorarme de ella. Y me había enamorado por primera vez antes de que hubiéramos intercambiado una sola palabra.

—No pensé que fuera peligroso, cariño.

Sin pensarlo, extendí la mano para tocarla, y ella se apartó, grácil como una bailarina.

—Escucha, Easy. Jesus no sabe qué es bueno para Edna. Eres tú quien tiene que pensar por él.

—Sabe mucho más de lo que imaginas, nena. Ha pasado más tiempo con niños pequeños que la mayoría de las mujeres. Y aunque no habla, lo entiende todo.

Regina hizo que no con la cabeza.

—Es un niño con problemas, Easy. Y aunque tú digas que está bien, seguirá teniéndolos.

Jesus bajó del árbol y se dirigió hacia la puerta lateral para ir a su habitación.

—No sé a qué te refieres, cariño. Todo el mundo tiene problemas, y según la clase de hombre que seas, te enfrentas a ellos.

—Jesus no es un hombre, es un niño. Y no sé en qué líos se vio envuelto, pero está claro que eran demasiado para él, y por eso no puede hablar.

No seguí hablando del asunto. Nunca había tenido el valor de contarle la verdadera historia, que lo había encontrado en casa de una mujer desaparecida, después de que un hombre perverso lo comprara y abusara de él. ¿Cómo podía contarle que el hombre que había maltratado a Jesus había sido asesinado, y que yo sabía quién lo había matado pero no había dicho nada?

Regina cogió a Edna en brazos. La niña chilló. Yo hubiera querido abrazarlas a las dos muy fuerte, tan fuerte que no quedara lugar para la tristeza.

Regina estaba tan segura del bien y del mal, que en ocasiones me resultaba muy difícil hablar con ella. Aquella mujer conseguía conmoverme de tal manera, que a veces no sabía si lo que sentía era amor o ira.

Después de que entraron me quedé un momento fuera, contemplando mi casa. Yo tenía demasiados secretos, había compartido demasiadas vidas destrozadas. Pero Regina y Edna no eran parte de aquello, y me había jurado que jamás lo serían.

Y cuando por fin entré en casa, me sentía como una sombra que se dirige con paso lento hacia la luz.