Le pedí a Naylor que me dejara en la esquina porque pensaba caminar los pocos metros que había hasta mi casa, pero me quedé allí, de pie y mirando a mi alrededor. Caía la noche, y me imaginé a toda la gente corriendo a buscar refugio antes de que estallara una tormenta.
Aunque no todo el mundo tenía prisa.
Rafael Gordon, un trilero, estaba en plena faena frente al Avalon, un pequeño bar que había en la manzana de mi casa. Zeppo, un espástico medio italiano y medio negro, montaba guardia en la esquina. Zeppo se movía sin parar y no podía terminar una frase, pero su silbido era más potente que un toque de trompeta.
Lo saludé con la mano y él me dedicó unas cuantas convulsiones, sonriendo y guiñándome los ojos. Miré a Rafael, pero estaba concentrado en los dos patanes que habían picado. Rafael era un negro bajo y su piel era más gris que marrón, le faltaban unos cuantos dientes y era tuerto del ojo izquierdo. Los palurdos lo miraban y se imaginaban que eran más listos que él. Y puede que también pensaran que si perdían no tenían por qué pagar; Rafael no parecía capaz ni de darle una patada a un caniche.
Pero Rafael Gordon siempre llevaba un cuchillo de pescado con mango de corcho escondido en la manga, y una gruesa cadena de acero templado en el bolsillo.
—Sólo tienen que decirme dónde está la bola roja —canturreó—. Enséñenme dos dólares y digan dónde está la bola roja. Hoy pueden doblar su dinero.
Movió las falsas cáscaras de nuez de un lado a otro y las levantó varias veces para mostrar dónde estaba la bola y dónde no.
Un hombretón que yo no conocía señaló una de las cáscaras. Me di la vuelta y seguí hacia mi casa.
Estaba pensando en la chica muerta; la habían matado sin ningún motivo, quizá por su pinta, o porque se parecía a alguien. Me estremecí al recordar lo normal que era su aspecto. 5 Cuando una mujer se olvida de que tiene que estar guapa y en exhibición, tiene el aspecto de aquella chica asesinada, de alguien que está cansado y necesita descansar.
Y eso me llevó a pensar en Regina. No había punto de comparación, claro está. Regina tenía un porte majestuoso, y jamás llevaba ropa llamativa y barata, ni joyas de fantasía. Y cuando bailaba, no se sacudía como casi todas las chicas. Sus movimientos eran fluidos y llenos de gracia, como los de un pez en el agua, o un pájaro en el aire.
No podía quitarme de la cabeza a la muchacha muerta. Llegué hasta la verja de mi casa y miré para asegurarme de que todo estaba bien; por la ventana vi a Regina y a Edna en el salón. Después cogí el coche y me dirigí a la calle Hooper. En aquella época, Mofass tenía allí su inmobiliaria. Estaba en el primer piso de una casa de dos plantas. Yo era el dueño del edificio, pero el único que lo sabía era Mofass. En la planta baja había una librería especializada en literatura religiosa. Chester y Edwina Remy regentaban el local y le pagaban el alquiler a Mofass, como todos los inquilinos de mis siete propiedades, y después él me lo daba a mí.
Sabía que Mofass estaba en su despacho porque trabajaba hasta tarde los siete días de la semana. Aquel hombre lo único que hacía era trabajar y fumar puros.
Subí hasta la puerta del despacho de Mofass por una escalera exterior que crujía y se hundía bajo mis pies. Antes de llegar a la puerta lo oí toser.
Entré y lo encontré desplomado sobre su escritorio de madera de arce, y haciendo el mismo ruido que un motor que no acaba de ponerse en marcha.
—Ya le he dicho que deje de fumar, Mofass. Esos cigarros lo van a matar.
Mofass levantó la cabeza. Tenía una cara de mandíbulas colgantes que recordaba la de un bulldog, y su patético gesto hizo que pareciera aún más perruno. Le lloraban los ojos a causa de la tos. Cogió el puro y lo miró aterrorizado. Después lo aplastó en un cenicero de cristal y se echó hacia atrás en la silla giratoria.
Contuvo la tos y apretó los puños.
—¿Cómo se encuentra? —le pregunté.
—Bien —susurró, y volvió a ahogarse en un acceso de tos.
Me senté en la silla que tenía para los clientes y esperé a que empezara a hablarme de negocios. Nos conocíamos desde hacía muchos años. Puede que quizá por eso tuviera sentimientos contradictorios respecto a su enfermedad. Por una parte, siempre me daba pena ver sufrir a un hombre. Pero Mofass era un cobarde que en una ocasión me había traicionado. Y aquella vez no lo maté porque yo no había demostrado ser mejor que él.
—¿Alguna novedad?
—Nada en especial, sólo que tengo que darle los alquileres.
Los dos sonreímos.
—Me parece muy bien —dije.
Mofass me hizo un gesto con la mano para que me callara y cogió un frasco de porcelana de su mesa. Lo abrió, se lo llevó a la nariz, y respiró hondo. El olor a alcanfor y mentol hizo que me picara la nariz.
—¿Ha oído lo de la última chica? —preguntó Mofass con voz de ultratumba.
—No.
—La han encontrado cerca de la casa de usted. Me han dicho que había allí como veinte policías.
—¿Ah, sí?
—Chicas juerguistas. Claro que ahora ya no saldrán nunca más a divertirse —dijo—. Un loco está asesinando jovencitas. Es una vergüenza.
Mofass sacó un puro del bolsillo del chaleco. Estaba a punto de morder la punta cuando vio que yo lo estaba mirando. Volvió a guardar aquel artefacto mortal y dijo:
—Esto nos traerá problemas.
—¿Qué clase de problemas?
—Hombre, esas chicas son sus inquilinas. Madres solteras, o abandonadas por sus maridos. Tienen un hijo y un trabajo, y los viernes por la noche salen con sus amigas a ligarse un tío.
—¿Y con eso qué? ¿Usted piensa que el asesino va a matar a todas nuestras inquilinas?
—No, no, no soy tan estúpido. Quizá no he ido a la universidad, como usted, pero puedo ver tan bien como cualquiera lo que tengo delante de las narices.
—¿Y qué es lo que tiene delante?
—Georgette Wykers y Marie Purdue me han dicho que van a vivir juntas. Según ellas, así pueden cuidar mejor a sus hijos y están más seguras. Y, claro está, sólo pagan la mitad del alquiler.
—¿Y yo qué puedo hacer?
Mofass sonrió. Con todos los dientes. Podía ver hasta su última muela, recubierta por una corona de oro. Cuando Mofass se mostraba tan complacido, significaba que algo que tenía que ver con el dinero le había salido muy bien.
—No tiene que hacer nada, señor Rawlins. Les he dicho que las leyes no nos permiten hacer un contrato a nombre de dos personas. Y después le he advertido a Georgette que si se mudaba al piso de Marie, ésta podía echarla porque el nombre de Georgette no figuraría en el contrato.
Si el día de su muerte conseguía ganar unos dólares, Mofass moriría feliz.
—No se preocupe, hombre, y deje que las chicas hagan lo que quieran —le dije—. Ya sabe que cada día llegan a esta ciudad miles de personas. Si alguien deja un piso libre, otro lo ocupará.
Mofass hizo que no con la cabeza, lenta y tristemente. Apenas podía respirar, pero sentía pena por mí. ¿Cómo podía yo ser tan tonto y no exprimir a mis inquilinos hasta que soltaran su último dólar?
—¿Hay algún otro asunto que tratar, Mofass?
—Hoy han vuelto a llamar esos tipos blancos.
Un representante de una compañía llamada DeCampo Asociados había llamado varias veces a Mofass por unas tierras que yo tenía en Compton. Le había hecho dos ofertas para comprarlas, la última por más del doble del valor de la propiedad.
—No quiero saber nada de ellos. Si quieren esa propiedad, seguro que vale más de lo que ellos están dispuestos a pagar.
Me dirigí a la ventana porque no quería volver a discutir aquel asunto. Mofass pensaba que me convenía vender la propiedad porque era una ganancia rápida. Mofass era bueno para los negocios del día a día, pero no sabía planificar para el futuro.
—Me han hecho otra oferta —insistió—. ¿Va a decir que no a cien mil dólares?
Por la ventana vi a un niño que pasaba junto a una farola empujando un carro azul. Llevaba unas pesadas botellas de gaseosa. Eran unas seis o siete. Lo más que sacaría por ellas serían unos catorce centavos, que le alcanzarían apenas para tres palotes de caramelo, y puede que le faltara algo. El chico tenía la tez marrón, llevaba un pantalón corto y una camiseta a rayas, y los pies descalzos. Empujaba el carro absorto en sus pensamientos. Quizá pensaba en las lecciones de ortografía de la semana anterior. Tal vez se preguntaba cómo se escribía la palabra «canguro». Pero yo sospechaba que el niño estaba calculando cómo conseguir el centavo que le faltaba para comprar el tercer palote.
—¿Cien mil dólares?
—Quieren hablar con usted personalmente —dijo Mofass con su voz ronca.
Le oí encender una cerilla, y me volví a tiempo para verle dar la primera calada.
—¿Qué quiere esa gente de nosotros, William?
El nombre verdadero de Mofass era William Wharton.
—El condado va a urbanizar la plaza Willoughby. Pasará por allí una carretera importante, de cuatro carriles.
Yo era dueño de unos treinta y seis mil metros cuadrados a un lado de Willoughby. Los había recibido como pago por encontrar algo que había perdido un anciano jardinero japonés.
—¿Y?
—Esos tipos le prestarán el dinero para la urbanización. Le dejan cien mil dólares, y usted se asocia con ellos.
—Ya veo. Tienen mucha prisa por darme el dinero, ¿no?
—Usted sólo tiene que decirme que acepta, señor Rawlins, y yo les diré que la junta directiva ha votado a favor del proyecto.
Mofass actuaba de intermediario siempre que alguien quería hacer algún negocio conmigo. Él representaba a la sociedad que yo había constituido para mis transacciones. La junta directiva tenía un solo miembro.
No pude evitar reírme de mí mismo. Ahí estaba yo, el hijo de un leñador. Negro, huérfano, y además del Sur. En la vida había soñado siquiera con ver cinco mil dólares, y ahora me cortejaban unos blancos dueños de empresas inmobiliarias.
—Organice una reunión con ellos —le dije—. Quiero echarles un vistazo a esos tipos. Pero no cuente los billetes antes de tiempo, Willy; lo más probable es que todo esto no nos lleve a ninguna parte.
Mofass sonrió, echando humo por entre los dientes.