Se llevaron el cadáver en una camilla después de que los fotógrafos terminaron con su trabajo —los fotógrafos de la policía, no de los periódicos; en 1956 una mujer negra asesinada no era un material gráfico interesante para la prensa—. Y después Quinten Naylor, Roland Hobbes y yo nos montamos en el Chevrolet de Naylor. Era un modelo de 1948. Me lo podía imaginar en su día libre, con una camisa de manga corta, bregando debajo del capot para mantener en condiciones aquel cacharro.
—¿En la policía no le dan un coche? —le pregunté.
—Me han llamado a mi casa y he venido directamente desde allí.
—¿Y por qué no se compra un coche nuevo?
Yo iba en el asiento delantero. Roland Hobbes se había sentado atrás. Era una persona muy respetuosa, siempre educado y correcto; no me fiaba ni un pelo de él.
—No necesito un coche nuevo, éste está muy bien —respondió Naylor.
Miré hacia abajo y vi que entre mis piernas la tapicería del asiento estaba reventada; mi peso había hecho salir la gomaespuma amarilla del relleno.
Bajamos un buen trecho por la Avenida Central. Por aquel entonces aquel barrio aún no había comenzado a degradarse.
Las calles estaban limpias y se veían pocos borrachos. Entre la calle Ciento diez y el bulevar Florence conté quince iglesias. La fábrica de neumáticos Goodyear estaba justamente en esa esquina. Era un descampado muy grande, con dos edificios gigantescos en el extremo norte. También estaba allí el hangar del globo de Goodyear. Cruzando la calle había una gasolinera World. Era el lugar de encuentro favorito de los mexicanos con sus coches de carreras hechos con piezas de desguace, y de los motoristas que adornaban sus motos alemanas con más de ciento cincuenta kilos de tubos y perifollos cromados.
Naylor fue hasta la puerta de la fábrica de Goodyear y le mostró su insignia al guardia. Fuimos hasta un gran aparcamiento asfaltado, donde había cientos de coches estacionados en filas como si estuvieran en venta. En aquel aparcamiento siempre había coches, porque la fábrica trabajaba durante veinticuatro horas los siete días de la semana.
—Vamos a dar un paseo —dijo Naylor.
Salimos del coche. Hobbes, que no se movió del asiento trasero, cogió una revista Jet que había por allí y la abrió directamente en la página central, la fotografía de la chica en bañador.
Nosotros fuimos hasta el centro del descampado. El cielo comenzaba a oscurecerse. Algunos de los coches que pasaban por el bulevar ya llevaban las luces encendidas.
No le pregunté a Quinten qué hacíamos allí. Sabía que para el policía era importante que yo me diera cuenta de que él podía entrar y salir cuando quisiera de aquel césped tan bien cuidado.
—¿Ha oído hablar de Juliette LeRoy? —me preguntó. Sí, algo había oído, de ella y de su muerte, pero le pregunté:
—¿De quién?
—Era de la Guayana Francesa. Servía los cócteles en el Champagne Lounge.
—¿Ah, sí?
—La mataron hace un mes. Fue degollada y violada. La encontraron en un cubo de la basura, en Slauson.
Había sido una noticia de última página. En la televisión y en la radio ni siquiera la mencionaron. Pero casi todos los negros estaban enterados de la historia.
—Después vino Willa Scott. La encontramos atada a las tuberías, debajo del fregadero de una casa abandonada en Hoover. La habían amordazado con esparadrapo y tenía la cabeza destrozada.
—¿Y también la violaron?
—Había semen en su cara. No sabemos si eso sucedió antes o después de que la mataran. La vieron por última vez en el Black Irish.
Se me hizo un nudo en el estómago.
—Y ahora tenemos a Bonita Edwards.
Yo estaba mirando el césped, y más allá, en Florence, la hilera de tiendas. Mientras Naylor hablaba se había ido haciendo de noche. Ahora las luces centelleaban a lo lejos.
—¿Así se llama la chica de hoy? —le pregunté.
Lamentaba haber ido. No quería complicarme la vida con aquellas mujeres, no quería que ellas me importaran. Corrían rumores muy feos por el barrio, pero yo podía ignorarlos.
—Sí —asintió Quinten—. Era bailarina, una chica de alterne. Las tres eran chicas de vida alegre. Y son tres… por el momento.
La creciente oscuridad convertía en gris el verde de la hierba.
—¿Y por qué me cuenta todo eso? —le pregunté.
—Juliette LeRoy estuvo dos días en el cubo de la basura hasta que alguien llamó quejándose del olor. El rigor mortis ya se había establecido. Descubrieron las marcas después de que se publicara la noticia de su muerte en los periódicos.
Mi estómago gruñó.
—Willa Scott y Bonita Edwards tenían las mismas marcas.
—¿De qué marcas me habla?
La expresión de Quinten se hizo tan sombría como la noche.
—Quemaduras —respondió—. Quemaduras de cigarrillos en los pechos.
—¿De modo que es siempre el mismo hombre? —pregunté.
Pensé en Regina y en Edna. Quería volver a mi casa, asegurarme de que las puertas estaban bien cerradas.
El policía hizo que sí con la cabeza.
—Creemos que sí. Y quiere que nosotros nos enteremos de que lo ha hecho él.
Quinten me miró a los ojos. Detrás del policía, Los Ángeles era una gran red de luces eléctricas.
—¿Por qué me mira así?
—Queremos que se ocupe de esto, Easy. Es un asunto muy feo.
—¿De quiénes habla cuando dice «queremos»? Aquí sólo estamos usted y yo. ¿Acaso vamos a contratar a alguien?
—Sabe muy bien lo que quiero decir, Rawlins.
En mi época habla trabajado para corredores de apuestas, miembros de diversas iglesias, hombres de negocios, y hasta para la policía. En algún momento, y sin ser muy consciente de ello, me convertí en una especie de agente confidencial, que representaba a aquellos a quienes la ley ponía contra las cuerdas. No me faltaba trabajo, porque la ley pone contra las cuerdas a casi todo el mundo. Y en ocasiones, incluso a los polis.
La última vez que trabajé con Naylor, el policía necesitaba que hiciera salir de Tijuana a un asesino llamado Lark Reeves.
Lark había estado en una timba ilegal en Compton, y perdió veinticinco dólares contra Chi Chi MacDonald, un chico blanco que estaba de visita en los barrios bajos. Chi Chi reclamó su dinero con cierta chulería, y Lark le pegó un tiro en la cara. Esa clase de pelea no tenía nada de raro, pero habían cruzado la línea de color, y Quinten sabía que tendría muchas probabilidades de ganarse un ascenso si conseguía atrapar a Lark.
Yo, en principio, jamás persigo a un hombre negro para entregarlo a la policía. Pero cuando Quinten vino a verme, necesitaba un favor muy especial. Faltaba una semana para mi boda con Regina, y su primo Robert Henry estaba en la cárcel por robo.
Robert había discutido con el dueño de un colmado. Le dijo al tipo que la leche que había comprado estaba mala y el dueño le contestó que era un mentiroso. Robert cogió entonces un envase de leche de cinco litros y se dirigió a la salida. El dueño del colmado lo agarró del brazo y pidió ayuda al cajero.
—¿De modo que usted tiene un amigo? —le dijo Robert—. Muy bien, yo tengo una navaja.
Y fue por esa navaja por lo que Robert acabó en la cárcel. Le acusaron de robo a mano armada.
Regina quería mucho a su primo, y cuando Quinten me vino a ver por el asunto de Lark, yo le hice una oferta. Le dije que iba a organizar una mesa de póquer en Watts y que me ocuparía de que Lark se enterara. Sabía que aquel tipo no podía resistirse a una buena timba.
Y aquel juego de apuestas muy fuertes llevó a Lark a San Quintín. Nunca me relacionó con los policías que registraron la casa y lo llevaron a la comisaría para identificarlo.
Quinten consiguió su ascenso porque su superiores pensaron que le había tomado muy bien el pulso a la comunidad negra. La verdad es que Quinten sólo me tenía a mí. A mí y a otros negros a los que no les importaba jugarse la vida a cara o cruz.
Pero yo, después de mi matrimonio, ya no corría esos riesgos. Había dejado de ser un soplón de la policía.
—Hombre, yo de estos asesinatos de chicas no sé nada. Si supiera algo, ya habría ido a decírselo. ¿Acaso se piensa que no me gustaría que detuvieran al tipo que está matando mujeres negras? Yo también tengo una esposa joven y guapa…
—Ella no corre peligro.
—¿Y cómo lo sabe? —Sentí que la sangre me latía en las sienes.
—Ese hombre sólo mata chicas de vida alegre. No creo que le interese una enfermera.
—Regina trabaja, y a veces vuelve del hospital por la noche. Ese tipo muy bien podría seguirla.
—Por eso le estoy pidiendo ayuda, Easy.
Hice que no con la cabeza.
—No, hombre, no. ¿Qué podría hacer yo?
Mi pregunta desconcertó a Naylor.
—Por favor, ayúdenos —pidió con voz débil.
El poli estaba perdido. Quería que yo le dijera lo que tenía que hacer porque la policía no sabía cómo atrapar a un asesino que les resultaba incomprensible. Ellos sabían cómo proceder cuando un tipo mataba a su mujer, o cuando un prestamista castigaba a alguien que no le había pagado. Sabían interrogar a los testigos, si éstos eran blancos. Y Quinten Naylor, aunque era negro, no contaba con ninguna simpatía entre los tipos duros de la comunidad de Watts, con esa gente a la que generalmente se llamaba «el elemento».
—¿Qué pistas tienen, por el momento? —le pregunté, más que nada porque el poli me daba pena.
—Ninguna. Ya le he dicho todo lo que sé.
—¿Tienen a algún equipo especial trabajando en esto?
—No. Sólo yo.
Los coches que circulaban por las calles lejanas zumbaban en mis oídos como mosquitos hambrientos.
—Tres chicas muertas —dije— y sólo lo ponen a trabajar a usted.
—Bueno, me ayuda Hobbes.
Volví a hacer un gesto de negación, aunque lo que deseaba era hacer temblar la tierra bajo mis pies.
—Oiga, no puedo ayudarlo.
—Tengo que conseguir ayuda. Si no, quién sabe cuántas chicas más van a morir.
—Puede que ese hombre se canse de matar, Quinten.
—Tiene que ayudarnos, Easy.
—No, señor policía. Usted está en una situación desesperada, pero yo no puedo ayudarlo. Si yo supiera cómo se llama ese tipo, o si estuviera enterado de algo, por insignificante que fuera… Pero es la policía la que debe buscar indicios. Un hombre de a pie no tiene medios.
Me daba cuenta, por la manera como contraía los hombros, de que se estaba poniendo furioso, pero, en lugar de darme un golpe, Quinten Naylor dio media vuelta y se dirigió al coche. Yo le seguí unos cuantos pasos más atrás y sin ninguna prisa; no quería caminar a su lado. Quinten llevaba todo el peso de la comunidad sobre sus hombros. No gustaba a los negros porque hablaba como un blanco y hacía el trabajo de un blanco. Los demás policías también se mantenían a distancia. Un maníaco estaba asesinando negras y Quinten estaba solo. Nadie quería ayudarlo y las mujeres seguían muriendo.
—Entonces, ¿está con nosotros, Easy? —me preguntó Roland Hobbes, poniéndome la mano en el hombro, cuando Naylor aceleró la marcha.
No le contesté, y Hobbes retiró su amistosa mano. Yo tenía prisa por volver a mi casa. Me sabía mal haberle dicho que no al policía, y me sabía aún peor que fueran a morir más muchachas. Pero yo no podía hacer nada. Tenía que ocuparme de mi propia vida, ¿no es cierto?