40

Cuando regresé, Maude y Odell se habían quedado solos.

—La ambulancia se ha llevado a tu amigo a Temple, Easy. La señorita Cain y el chico han ido con ellos —me dijo Maude—. No tenía buen aspecto.

Hospital Temple. El lugar donde mi mujer conoció a su amante: mi viejo amigo Dupree Bouchard. El lugar donde nació mi única hija, Edna. Todo aquel lugar me producía una sensación de pérdida.

En información me mandaron a la unidad de cuidados intensivos. Me acerqué a la enfermera que había en el mostrador y le pregunté por mi compañero.

—Su estado es crítico —me dijo aquella mexicana ya mayor—. Ahora está en el quirófano. Su familia está en la sala de espera al final del pasillo.

Me señaló la dirección y allí fui. Había hecho todo el camino al hospital pensando en Saul, preocupado por aquel blanco que había antepuesto mi vida a la suya. Así que me sorprendió ver a Sarah Cain y a Arthur sentados en el vestíbulo junto a una puerta donde decía CUIDADOS INTENSIVOS. Unos pocos asientos más allá había una joven negra con un niño pequeño en brazos. Otro caso trágico, pensé. Probablemente han matado a su hermano o a su novio en Compton o Watts por culpa de una apuesta de diez centavos o de la mujer de otro.

Sarah Cain se puso de pie inmediatamente y vino hacia mí.

—Señor Rawlins —dijo.

—¿Y usted qué hace aquí? —Tenía ganas de cruzarle la cara.

—Hemos venido…, hemos venido por el señor Lynx.

—¿Y a ustedes que les importa? Ustedes no le conocen.

Sarah Cain titubeó y entonces supe por qué estaba allí.

—Tiene miedo de que diga algo, ¿eh? —le pregunté—. Tiene miedo de que diga algo sobre Arthur, Terry y Marlon.

—No es sólo eso. No.

Quería estar furioso. Quería odiarla, pero no podía. Las mujeres tienen derecho a proteger a sus hijos.

—Ya tiene el divorcio ese que quería —le dije.

—¿Está muerto? —De hecho, hasta me puso la mano en el antebrazo.

Asentí con la cabeza.

—Arthur —dijo la señorita Cain con un tono de voz que implicaba responsabilidad.

La joven negra no quitaba los ojos de la sala de los médicos, aunque de vez en cuando me dirigía una mirada.

Arthur se acercó a nosotros. La experiencia de los últimos días le había marchitado la frescura del rostro.

—¿Sí, mamá?

—Tu padre ha muerto, Arthur. Ha muerto —le dijo Sarah Cain con voz emocionada. Había un dejo de alegría que festejaba la muerte del hombre que odiaba, pero también había tristeza por su hijo y por ella.

Arthur, por su parte, no demostró sentimiento alguno. Por sus ojos pude percibir que toda la violencia y el odio que había vivido le habían convertido en un hombre. En un tipo de hombre que no tenía nada que ofrecer.

—Dile al señor Rawlins lo que me has contado —dijo Sarah, indiferente a los cambios sufridos por su hijo.

—Pero, mamá, ¿tú crees que es prudente?

—Este hombre ha arriesgado su vida. —Era una afirmación simple y directa. Por haber sido el portador de las mejores noticias que ella había recibido en toda su vida, yo me había convertido, durante unos instantes, en su mejor amigo. Estaba dispuesta a compartirlo todo, a contármelo todo, porque yo había llegado a sus deseos más íntimos. Yo era la fuente de su alegría.

—Papá me puso en contacto con Marlon. —Fue directo al tema sin preámbulos ni pretextos—. Le contó a Marlon cómo el abuelo le había convencido de que le tendiera una trampa en aquel robo y lo que le había hecho a la tía Betty después de que Marlon se marchó. Le contó que el abuelo era el padre de Gwen y de Terry. Le dijo que Betty no podría ser libre hasta que el abuelo muriese. Después me dijo que yo tenía que falsificar un cheque para Marlon «como indemnización» y dejarle entrar esa noche en la casa con Terry. Y que, cuando Marlon se hubiese marchado, quería que yo llamase a la policía. Incluso me dio el número al que tenía que llamar. Yo no sabía lo que iban a hacer.

—¿El poli al que llamaste se llamaba Styles? —pregunté.

Arthur asintió con la cabeza:

—Ese mismo.

—¿Y quién te habló de él?

—Papá.

—¿Conocía a Styles?

—Sí. El abuelo mandó a Styles a decirle a papá que se mantuviera alejado de nosotros, pero se hicieron amigos y a veces hacían trabajos juntos.

—¿Quién les dijo lo del testamento?

—Fue Calvin Hodge —dijo Sarah—. De alguna forma se enteró y nos dijo que sería mejor que llegáramos a un acuerdo con Betty.

—Menudo acuerdo —dije—. ¿Y fue Calvin el que llamó a la pasma cuando me fui de su casa la primera vez que la visité?

—Siento mucho lo que ocurrió, señor Rawlins —dijo Arthur.

—¿Fuiste tú?

—No sabía qué era lo que usted estaba haciendo allí. Usted dijo que estaba buscando a Marlon, así que me asusté. No pensé que le fuera a hacer daño.

—Sabías que querían matar a tu abuelo y que querían matar a Betty.

Arthur negó con la cabeza.

—Yo nunca quise hacerle daño a Betty. Yo sólo quería vengarme del abuelo por haber hecho sufrir a mamá. —Se volvió hacia su madre—. Por haberte separado de papá.

—Le odio —dijo Sarah. No me cabía ninguna duda de que padre y marido representaban el mismo horror para ella.

—Así que fue tu padre el que mató a Marlon, a Terry y a Gwen.

—Papá estaba en el jardín de casa aquella mañana. Me dijo que quería hablar con Gwen. Me dijo que quería preguntarle algo sobre Betty. Quería que yo la hiciera salir hasta la verja del jardín para que mamá no se enfadara. Pero entonces llegaron ustedes dos. —Arthur echó una mirada hacia la puerta del quirófano.

—¿Fue él quien mató a Gwen?

Arthur me miró directamente a los ojos pero no dijo una palabra.

—Quería mi dinero —contestó Sarah por su hijo—. El idiota pensó que Betty se iba a quedar con todo. La única razón por la que se casó conmigo fue porque quería que le mantuviese. Pero vio que no podría obtener nada hasta que mi padre muriera.

—Y por eso hizo que Arthur les contara a Marlon y a Terry lo de las violaciones. —Yo estaba pensando en voz alta—. Marlon quería a Betty más que a nada en el mundo.

—Sí —dijeron Arthur y su madre al mismo tiempo.

—Pero ¿qué me dicen de Styles? ¿Por qué empezó a decir que era un asesinato?

—No lo sé. Él conocía al juez de instrucción y le convenció para que dijera que estaban saturados de trabajo y así poder encargar la autopsia a un médico particular. El informe original decía que no se sospechaba de ilegalidad alguna, así que el médico contratado podía decir que había sido un ataque cardíaco.

—¿Styles conocía a ese médico? —pregunté.

Arthur asintió con la cabeza.

—Perdónenme, pero ¿es usted el señor Rawlins? —La joven negra con el niño en brazos se había acercado hasta mí.

—¿Sí?

—Soy la señora Lynx —dijo—. Me han dicho que si Saul vive será gracias a usted. Me han dicho que él le salvó la vida y que usted le mantuvo respirando durante más de media hora antes de que llegara la ambulancia.

—No miré el reloj.

Acerqué mi mano a la suya, que estaba junto a la carita del niño. Éste metía y sacaba los labios todo el tiempo. No tenía ningún parecido con Saul en sus rasgos oscuros, pero sí se le notaba el parecido en el pelo, un poquito.

—Gracias.

Fui al teléfono y marqué el número de la comisaría de Beverly Hills.

Después de insistir un rato, me pasaron con el agente Connor. Al principio no quería hablar conmigo, pero después de decirle que tenía pruebas contra Styles, quiso escucharme. Le dije todo lo que sabía sobre los asesinatos, incluyendo la parte que Styles jugaba en ellos. Lo único que omití fue el entierro de Marlon.

—Styles ha estado reteniendo la investigación del asesinato y trabajaba con el hombre al que ha matado hoy. Le voy a mandar una copia del informe de un arresto que ocultó hace doce años. —Le dejé con todo aquel puzzle con la esperanza de que lo resolviera.

Después vino la espera. La señorita Cain y Arthur se marcharon a casa a medianoche, pero Rita, o sea, la señora Lynx, y yo esperamos hasta que salió el médico a las tres de la madrugada para anunciarnos que Saul había superado la primera prueba. Si su cuerpo resistía las infecciones posteriores, tenía probabilidades de salvarse.

Les llevé en el coche, a ella y al pequeño, hasta su casa de Redondo Beach y después emprendí el largo camino de vuelta a casa.

Volvía a ser por la mañana temprano. Los niños estaban a salvo con Primo y pronto los tendría conmigo otra vez en casa. Mis problemas económicos todavía no se habían resuelto, pero tenía algunas esperanzas. Y estaba totalmente seguro de que nunca volvería a trabajar en algo que no tuviese un sueldo y beneficios. Las calles se habían acabado para mí. Eso era para los jóvenes.

—Buenos días, Easy. —Estaba sentado en mi tumbona, con un llamativo Colt 45 sobre las piernas.

—Hola, Mouse.

—Hoy voy a matar a alguien, hermano. Serás tú, o John o alguno de esos tipos que me delataron.

—Ninguno de ellos te delató, Raymond.

Mouse puso la mano sobre la pistola. Yo sabía que no podía evitarlo. Necesitaba matar a alguien, y aunque pudiera dolerle, era capaz de matarme a mí si no había otro a quien echarle la culpa.

—El hombre que te delató era muy religioso. Gracias a Faye Rabinowitz averigüé que, cuando llamó, dijo que Dios no le iba a dejar descansar en paz en una noche como aquélla. Esos tipos del bar de John nunca hubieran dicho algo así. Puedes llamar a Faye Rabinowitz. A ella se lo dijo el fiscal.

Sus dedos rodearon la culata de la pistola y levantó el cañón plateado cinco milímetros.

Tres segundos antes de morir, dije:

—Sé quién fue.

—Entonces está bien. —La enorme sonrisa de Mouse era de alivio por no tener que matarme.

Le dije todo lo que necesitaba saber.

—Tú sólo llama a este número y dile a ella que su marido está enfermo. Eso pondrá la casa a tu disposición y lo único que tendrás que hacer es entrar.

Cada vez que pronunciaba una palabra me juraba a mí mismo que nunca más volvería a verme implicado en los problemas de otro.