Durante el camino le expliqué a Saul mis miedos. Cuanto más le contaba yo, más rápido conducía él. Llegamos a casa de Odell en menos de media hora.
En un principio me tranquilicé al ver la vieja Studebaker aparcada ante la casa de Odell. Por lo menos no habían ido a casa de Betty. Pero después me asusté al pensar lo que íbamos a encontrarnos dentro de la casa: a Odell y a Maude muertos en el suelo.
Ya estaba pensando en mi venganza cuando irrumpí de golpe por la puerta principal.
Allí estaban todos: Odell y Maude tenían una tazas de café sobre las rodillas y estaban sentados en el sofá junto a Sarah. Arthur estaba sentado en una silla y de pie junto a él estaba Caraculo, sonriendo y charlando.
Caraculo me miró con ojos brillantes de regocijo.
—Pero bueno… Hola. ¿Sorprendido de verme por aquí?
Caraculo estaba de pie detrás de la silla de Arthur con una sonrisa tan simpática que me desconcertó. Le vi coger la pistola del bolsillo de atrás del pantalón, pero no reaccioné. Quizá porque estaba demasiado agotado de hacer tantas cosas.
—¡Cuidado! —Saul corrió hacia mí con los dos brazos estirados.
Ahora, cuando pienso en eso, me parece que fue un error. Es probable que Caraculo, conocido también como Ronald Hawkes, no fuese a disparar. Sólo quería equilibrar las posibilidades. Saul me empujó con fuerza y la pistola de Caraculo ladró dos veces. La primera bala rozó a Saul en un brazo y le hizo girar, la segunda le dio en la espalda. Arthur se levantó de la silla de un salto con el primer disparo y las mujeres chillaron. Caraculo desvió la mirada hacia ellas un segundo.
Era justo el segundo que yo necesitaba. Me agaché, cogí por las patas la silla que había quedado vacía y, todavía agachado, la levanté bien alta.
Caraculo se asustó y disparó a la silla antes de que se estrellara sobre su cabeza. Pero tuve que pegarle tres veces más para tumbarlo y dejarlo inconsciente.
Le quité la pistola de la mano y después corrí hacia donde estaba Saul. Tenía los ojos abiertos como si estuviera muerto, pero de su garganta salían unos ruidos sofocados. Le quité el pelo de la cara, le apreté la nariz con los dedos, respiré hondo y llené sus pulmones con mi aire.
—¡Llamad a una ambulancia! —grité entre una respiración y otra.
La sangre se extendía por debajo del pequeño hombrecito. Sarah Cain trajo una almohada para que se la pusiese debajo de la cabeza, pero se la coloqué debajo del cuerpo para intentar taponarle la herida de la espalda.
Respirar hondo, soltar el aire, presionar. Respirar hondo, soltar el aire, presionar.
Las mujeres y Arthur emitían ruidos de inquietud mientras yo trabajaba. Odell llamó a la ambulancia. De pronto se armó un alboroto, Odell había agarrado a Caraculo, pero el blanco con la cabeza ensangrentada le empujó y salió corriendo hacia la puerta. Yo tenía su pistola, pero en ese momento sólo pensaba en Saul. No podía ocuparme del asesino mientras tuviese una vida en mis manos.
Todo el mundo gritaba, pero yo continué mi trabajo. Continué hasta casi marearme, pero aun así no perdí el ritmo de la respiración. No sabía si Saul estaba vivo o muerto, pero eso ni siquiera importaba.
Alguien debió de llamar a la policía después de oír los disparos, porque los polis llegaron antes que la ambulancia. Arthur no dijo palabra, pero Maude dio una descripción completa del coche. Sarah les facilitó el nombre. Finalmente, uno de los policías me reemplazó mientras otro llamaba por teléfono a la comisaría.
Salí al porche a coger un poco de aire. Poco después vi llegar la ambulancia. Parecían un poco confusos sobre cuál era la dirección, así que salí a la acera y les indiqué que era allí. En ese momento llegaron otros tres coches de policía. La gente empezaba a salir de sus casas y a acercarse para ver a qué venía tanta sirena y tanto uniforme.
Fue fácil meterme en mi coche y marcharme. Nadie me había dicho que me quedase.
Conocía bien la mentalidad de la policía (o al menos eso creía). Si les hubiera dicho algo sobre la casa hacia la que él había ido, me habrían metido en la cárcel. No hubiesen ido directamente a esa dirección porque ellos nunca prestan atención a la jerga de los delincuentes; y todos los negros son unos delincuentes.
Así que me dirigí otra vez al apartamento de Arthur, conduciendo como un loco y con la pistola de Caraculo pesándome en el bolsillo.
Llegué al mismo tiempo que dos coches patrulla. Había un Buick sedán delante del edificio bloqueando a la sucia Studebaker. Aparqué al otro lado de la calle y oí gritar a un hombre. Era un grito fuerte y atemorizado. Después se oyeron muchos disparos, por lo menos cinco, y los polis se dirigieron con precaución y rapidez hacia el callejón que había junto al edificio.
Esperé un par de minutos y después les seguí. Los policías estaban en el extremo opuesto de aquel callejón sin salida mirando algo que había en el suelo, junto a media docena de botes de basura desparramados. Todos tenían las pistolas enfundadas.
Tendría que haberme marchado, ya lo sé, pero estaba demasiado lleno de odio en aquel momento. Me acerqué a los polis por detrás. Allí, tirado entre botellas verdes de cerveza, estaba Caraculo, con los brazos y las piernas señalando hacia distintas direcciones y la camisa caqui teñida de color sangre oscura. Tenía la cabeza inclinada sobre un hombro.
—Le grité «alto» varias veces —decía el comandante Styles.
Estaba hablando tranquilamente con un poli que anotaba cosas en una libreta.
—Oí las noticias en la radio. Yo soy de Beverly Hills, pero había venido a esta zona justo a comprarle un regalo de cumpleaños a mi hijo. Ya saben, las tiendas allí donde vivo son… —No acabó la frase porque me vio detrás de la pared de espaldas azules.
Entonces el policía que estaba tomando notas también levantó la mirada.
—¡Eh! ¡Usted! ¿Qué está haciendo ahí?
Todos los demás se volvieron hacia mí.
—¿Eh? Es que he oído todo el barullo y me he acercado a ver qué pasaba, agente. Yo…, yo no sé nada. —Yo no era nada ni nadie.
—¿Ha visto usted algo? —preguntó el policía. Pero a lo que contesté yo fue a la mirada del comandante Styles.
—No, señor. Yo he llegado después que ustedes.
—Está bien, circule. Váyase de aquí.
Retrocedí los primeros pasos sin volverme, mirando al comandante Styles a los ojos. Entonces me sonrió y el verano de Los Angeles se hizo añicos.