38

Saul estaba sentado a la mesa de la cocina comiendo codillo, verduras y boniatos con miel y limón. Maude estaba de pie detrás, sonriendo encantada al ver cómo se tragaba todo aquello.

Sarah Cain también estaba sentada a la mesa. Estaba lívida y parecía que tenía náuseas. No habla tocado el plato que tenía delante.

—Easy. —Saul levantó la mirada de su tenedor repleto de verduras—. Aquí la señora Hawkes tiene algunas cosas muy interesantes que contarnos sobre Arthur y sus costumbres.

—Arthur no ha hecho nada malo —dijo, quejumbrosa, la pálida mujer.

—Yo no he dicho que lo hiciera —dijo Saul de modo casi incomprensible porque tenía la boca llena de cremosos boniatos—. Lo único que digo es que Arthur llegó tarde a casa con Marlon Eady y Terry Tyler la noche que murió Albert Cain.

—¿Qué?

—Pues eso: ¿qué? —dijo Saul con una ironía socarrona—. ¿Qué es lo que estaban haciendo allí Marlon y Terry? ¿Eh?

—No lo sé —contestó Sarah, y apartó el plato que tenía delante.

—Tiene que comer algo, querida —dijo Maude.

—Es que no puedo.

—Pero ¿y de qué les conocía Arthur? —pregunté.

—Tuvo que ser por Ron —dijo ella—. Marlon y Ron eran más o menos amigos. Quiero decir que salían juntos por ahí. Ron siempre está buscando líos, señor Rawlins. Le gusta meterse con la gente. Pero Marlon era un hombre realmente pacífico. Siempre pensé que debió de ser mi padre el que hizo que Ron le tendiera aquella trampa a Marlon. Eso fue antes de que mi padre supiese lo mío con Ron.

—¿Betty sabía que Marlon había estado allí la noche en que mataron a su padre?

Sarah sólo sacudió la cabeza.

—¿Sabe dónde está Arthur?

No contestaba.

—Escúcheme un momento. No tiene que decirme dónde está, pero hágame un favor: llámelo. Dígale que yo sé que estuvo allí con Marlon y Terry. Dígale que, si puedo, le ayudaré. ¿Hará eso por mí? —le dije.

Puede que asintiese.

Me recosté en el respaldo de la silla y pensé en las posibilidades.

Tal vez Arthur matase a su abuelo porque le pegaba o porque pegaba a su madre o a Betty. Tal vez fue Marlon el que le mató.

Pero eso no me importaba. Por lo que yo sabía, no había ninguna declaración oficial de la policía diciendo que aquello fuera un asesinato. Lo único que yo quería era que Betty sobreviviese. No había podido salvar a su hermano ni a sus hijos. No podía salvar a Martin. Pero tal vez pudiese ayudar a Betty.

Saul y yo aparcamos frente a la casa turquesa.

Como nadie contestaba a la puerta, grité:

—Abre, Betty. Soy Easy Rawlins. Venga, abre.

De pronto me entró pánico, apreté los puños y la simple transpiración por el calor se convirtió en chorros de sudor. Lo que más temía era que Betty estuviera en el suelo al otro lado de la puerta, como todos los demás cadáveres que asociaba con ella: las piernas estiradas, parte del cerebro desparramado, sin dientes y muerta.

Cuando se abrió la puerta, estaba preparado para cualquier desastre.

Pero no estaba preparado para encontrarme a Felix Landry. Llevaba unos pantalones ajustados color tostado y una camisa de seda blanca por fuera.

—Usted no es bienvenido en esta casa, señor Rawlins.

—Tenemos que hablar con Betty. —Hablé despacio y con claridad para que Felix se diera cuenta de que hablaba en serio.

Giró hacia un lado y, dirigiéndose a algún lugar detrás de la puerta, dijo:

—¿Quieres ver al señor Rawlins, querida? —Durante un momento permaneció esperando una respuesta proveniente del sitio oculto y después se volvió hacia mí—. Betty no quiere verle.

Cuando intentó cerrar la puerta, mi brazo salió disparado y la abrí de un empujón. Felix tenía mi altura pero era un hombre delgado. De todos modos, me agarró, me mostró los dientes y gruñó.

—¡Ay! —grité cuando Felix me clavó las uñas en un brazo. Por el rabillo del ojo vi que Saul sacaba su pistola. Con un movimiento rápido empujé a Felix en el pecho con las dos manos. Cayó hacia atrás y la puerta se abrió de golpe.

—¡A Gwendolyn le ha pasado algo! —grité antes de que aumentara la violencia.

Betty, que todavía estaba lejos de la puerta, comenzó a sollozar.

—No. —Y después se vino abajo—. No, no, no, no. —Y cayó al suelo.

—¡Betty! —gritó Felix, y corrió a su lado. Saul y yo entramos, pero no nos acercamos a ellos.

—¡No! —gritó Betty, y le pegó a Felix con tal fuerza en la mandíbula que se oyó un sonido como el de dos bloques de madera que chocan.

Felix cayó de espaldas cuan largo era, aunque no quedó inconsciente del todo. Se retorcía en el suelo, intentando levantarse.

—Noooo —suplicaba Betty con los ojos vueltos hacia arriba.

Empezó a desgarrarse la pechera de la camisa de hombre que llevaba, hasta dejar al descubierto unos pechos grandes que no parecían haber amamantado a un niño jamás. Intenté taparla, pero lo único que lograba era agarrarla torpemente una y otra vez como una especie de amante desesperado. Al final, me di por vencido.

—¡Ahhhh! ¡Ayyy! —gritaba.

Se puso a correr por la habitación tirando los muebles de aquí y de allá.

—¡Noooooo! ¡Ayyyyyy! ¡Ah, Señor!

Los platos y las fuentes salieron volando de un viejo aparador de madera de arce. Corrí hacia Betty para intentar agarrarle los brazos por detrás.

—¡Nooooo!

Yo agarraba a Betty delante de un espejo largo y estrecho que había en la puerta de su diminuto dormitorio. Ella tenía los pechos desnudos y luchaba con la fuerza de una madre que pelea por salvar a su hija. De un tirón fuerte logró liberar uno de los brazos, cogió una taza de porcelana y la lanzó por el aire. El espejo se hizo añicos y nuestras imágenes se congelaron durante un segundo en miles de minúsculos fragmentos antes de caer al suelo. Entonces tuve la clara sensación de que eran las vidas de ambos las que se habían astillado y destruido.

—¡Suéltame! ¡Suéltame! —gritaba.

Obedecí a su ruego.

Saul retrocedió hasta pegarse a la pared. Felix se puso de pie durante un instante y luego volvió a caer al suelo.

Betty empezó a romper los almohadones del sofá, desgarrando las telas y desparramando el relleno de gomaespuma por todos lados.

—¡Betty! ¡Basta! —gritó el pobre Felix. Se encaminó tambaleante hacia ella. Betty se volvió hacia él llena de odio y miedo. Temí que volviese a pegarle.

—¡Es su hija! —le grité a Felix—. ¡Está muerta!

Felix se quedó desconcertado, sin saber qué hacer ante lo que le había dicho. Pero los gritos de Betty se convirtieron en patéticos sollozos y cayó de rodillas al suelo.

Saul acudió a su lado, y yo, al de Felix. Le dije que habían matado a Gwendolyn.

Ayudamos a Betty a levantarse y la llevamos al dormitorio. Felix la desvistió y le puso un camisón. Le rodeó la cabeza de almohadas y se interpuso entre la cama y Saul y yo. Betty no paraba de suspirar y de murmurar algo entre dientes. Yo no entendía las palabras, pero sabía lo que estaba diciendo.

—Voy a hacer un té —dijo Felix.

Hacía una media hora que habíamos llegado a la casa.

—Sí, vaya —le dije.

—Será mejor que ustedes se vayan —dijo. Su voz, antes musical, era ahora un canto fúnebre.

—Tendríamos que hablar con la señorita Eady —me dijo Saul—. Tendríamos que averiguar qué es lo que sabe.

—¿Y de qué va a servir? ¿A quién le importa todo lo que ha pasado?

—¿Se van ustedes a ir o no? —interrumpió Felix.

—Habrá un juicio, Easy —dijo Saul—. Estamos metidos en esto.

Sabía que era cierto.

—Ella necesita dormir —dijo Felix.

—Escucha un momento —dije, como si me estuviera dirigiendo a una multitud—. Tenemos que hablar con Betty y lo vamos a hacer. Y cuando hayamos acabado, ya te podrás ocupar tú del asunto. Si quieres quedarte a verlo, a nosotros no nos importa, pero una cosa sí que está clara: vamos a hablar con ella.

Felix miró a Betty tumbada en la cama y después nos echó una ojeada a nosotros dos. Sabía que la violencia sólo serviría para perturbar aún más a Betty, pero estaba tan furioso que no podía hacerse a un lado para dejarnos pasar.

No obstante Saul y yo le ignoramos y pasamos junto a él. Aquello pareció romper el hechizo y Felix se marchó. Supongo que a preparar el té.

Betty estaba tumbada en silencio en la cama, con la cabeza y los hombros apoyados en media docena de almohadas. Las lágrimas fluían sin parar de sus ojos.

—Betty —dije.

—Está muerta, Easy.

Le cogí la mano.

—¿Marlon y Terry estuvieron allí la noche en que murió Albert Cain? —No quería preguntárselo, pero tenía que hacerlo.

Betty miró hacia otro lado y sacudió la cabeza: no.

—¿Estás segura de que no entraron en la casa con alguien más?

Silencio. Ni siquiera movió la cabeza.

—Betty, tenemos que encontrar al hombre que mató a tus hijos —le dije—. Es probable que también ande tras de ti.

—Yo ya estoy muerta. A mí ya me ha matado.

—Si eso es verdad, díganos qué fue lo que pasó, así podremos atraparle, en memoria suya —dijo Saul.

No supe bien a qué se refería, pero Betty pareció entenderlo.

—Aquella noche Marlon y Terry vinieron con Arthur. Yo estaba preparándome para irme a la cama. —Betty miró a un lado y a otro. Metida ahora en aquella cama, daba lástima verla—. Pero oí un ruido y fui hasta la escalera y les vi subir.

—¿Y ellos la vieron? —preguntó Saul.

—No. Me asusté de lo serios que iban. Era la primera vez que veía a Arthur andar con paso airado, como si fuese un hombre. Pero si no es más que un niño. ¿Por qué andaba de aquella forma?

»Y más tarde, cuando subí a ver cómo estaba Albert, le encontré muerto, con una almohada sobre la cara.

—¿Y por eso huiste? ¿Para que creyesen que lo habías hecho tú? —Yo sabía que ésa era la verdad.

—Vine a descansar a mi casa. Lo único que le dije a Felix fue que me había tomado unas vacaciones. Sólo llamé a Odell por Terry. Necesitaba que alguien le hiciera poner los pies en la tierra.

—¿Sabe dónde podemos encontrar a Arthur, señorita Eady? —preguntó Saul con su voz de empleado de funeraria.

—Debe de estar en su sitio secreto. —Su mirada parecía traspasar la pared.

—¿Y eso dónde está, señorita Eady? —preguntó Saul.

—Arthur le cogía cheques a su madre y pagaba el alquiler de un sitio que está en Santa Mónica.

—¿Te lo contó él? —pregunté.

—Hace cosa de un año el casero llamó y preguntó por la señorita Cain, pero ella no estaba y yo le dije que fuera cual fuese el cheque que Arthur le había dado, estaba bien. Y después, cuando le pregunté a él sobre el asunto, me dijo que no era más que un sitio que necesitaba para estar a solas.

—¿Y Sarah lo sabía? —pregunté.

—Él se lo contó después de cierto tiempo. Dijo que le gustaba ir allí a escribir poemas.

La dirección y el número de teléfono de Arthur Cain aparecían en las páginas blancas de la guía telefónica. No contestaba nadie al teléfono, así que Saul y yo cogimos el coche y nos fuimos hacia Los Angeles Oeste.

Subimos hasta el apartamento treinta y nueve pero nadie contestó a la puerta. Así que bajamos al número uno, al apartamento del administrador.

Éste era tan alto que tenía que agacharse para poder pasar por la puerta de su casa.

—¿Sí? —preguntó amablemente. Si le sorprendió ver a un negro y a un blanco juntos ante su puerta, no lo demostró.

—¿Señor Manetti? —Saul le sonrió. No hablamos acordado quién hablaría con aquel hombre, pero parecía lógico que fuese Saul el que hablara con el blanco.

—¿Sí?

—Me llamo Howard y éste es mi socio, el señor Grodin. Hemos venido a recoger unos muebles de un inquilino suyo, un tal señor Cain.

—Arthur Cain.

El administrador tenía los brazos levantados y apoyados a ambos lados de la puerta, como Sansón.

—Sí. —Saul sonrió—. ¿Sabe si regresará pronto? Es que, ya sabe, si no podemos entrar, voy a tener que pagarle a Grodin medio día para nada.

—Lo siento, no sé nada. Salió con su padre hace como media hora.

¿Su padre?

—¿Su padre? —preguntó Saul.

—Sí. ¿Por qué?

—Mmm, por nada. De hecho, mencionó que su padre le había alquilado el apartamento.

—Eso lo dudo, señor… ¿cómo me dijo?

—Howard.

—Ah, sí. Pues eso lo dudo, señor Howard. El señor Hawkes tiene aspecto de no poder pagar ni una taza de café y esa camioneta familiar que tiene, amarilla, vieja y toda sucia, no es más que un montón de chatarra.

—¿Camioneta familiar? —No pude quedarme callado—. ¿Ha dicho que tiene una camioneta familiar amarilla? ¿Es una Studebaker?

—Creo que sí. Sí.

—Vámonos —le dije a Saul—. Tenemos que irnos.

—¿Pero qué pasa? —preguntó el administrador—. ¿Quiénes son ustedes?

Pero nosotros ya estábamos saliendo por el portal. Ya estábamos en el coche de Saul rumbo a casa de Odell.