Odell y Maudria no se alegraron de vernos, pero ¿qué podían decir? Betty no estaba allí. Odell dijo que Felix había ido y se la había llevado a casa. Maude le echó una mirada a Sarah, se la llevó al dormitorio a descansar y se sentó al borde de la cama a cuidarla. Creo que Maude necesitaba cuidar a aquella mujer tanto como Sarah necesitaba que la cuidasen.
Llamé a Primo para saber cómo estaban los niños. Mofass estaba allí y quería cacarear un rato, pero yo no quería hablar con él. Ya tenía demasiadas cosas en la cabeza.
Cuando colgué el teléfono, Saul me cogió del brazo y me sacó al porche.
—Déjame un rato a solas con la señora Hawkes, Easy —dijo.
—¿Para qué?
—Creo que sé cómo hablar con esa dama, pero necesito estar a solas con ella.
—Vale —dije—. Además, yo tengo una cosa que hacer.
—¿Qué?
—Algo privado.
Volví a entrar en la casa y le dije a Odell:
—Creo que me voy a pasar por casa de Martin. Saul es de confianza. Quiere hablar con la señora.
Odell me dirigió una sonrisa triste:
—Martin está sufriendo mucho, Easy. Yo casi no puedo soportar el verle aguantar tanto dolor. Todo este otro dolor lo soporto mejor, porque al menos esta gente tiene alguna oportunidad. Pero Martin tiene menos cada día que pasa. Todos los días me pide que le mate. Que le dé algún veneno que no duela. Sufre mucho, Easy.
—Hay muchos como él en este mundo, Odell. Muchos.
—Pero Martin es un hombre demasiado bueno como para tener que aguantarlo.
Vi cuánto sufrimiento había en el fondo del corazón de Odell.
Me hizo bien poder ver otra vez el corazón de mi viejo amigo.
Pea no me quería dejar entrar, pero cedió cuando Martin se levantó de su silla con un esfuerzo enorme y vino hacia la puerta. Entre los dos le ayudamos a salir al porche. Se le veía diferente, como más saludable, pero al principio no me percaté del porqué. Luego comprendí que era por la ropa, que ahora no le bailaba alrededor del cuello y la cintura. Los vaqueros le quedaban un poco grandes, pero, aparte de eso, estaba estupendo.
—Son del pequeño Willie —dijo al notar que me fijaba en la ropa—. Es el hijo de Pea y Willis. Tiene once años y había ropa de él en el maletero y me queda perfecta. —Martin levantó un brazo y contempló admirado la manga de cuadros de su camisa de franela.
—¿Dónde está Willis? —le pregunté. Pea había vuelto a entrar en la casa para sentarse frente al ventilador.
—Cuando Pea vio que él y yo todavía nos odiábamos y que yo no me iba a morir pronto, le mandó a buscar trabajo.
—¿Y qué hace?
—Es acomodador en el Teatro Baldwin y cocinero de comida rápida en el bar de Silo.
—¿Puedo ayudarte en algo, Martin? Quiero decir que si hay algo de lo que necesites que me ocupe.
—Quiero morirme, Easy. No puedo soportar esto.
—¿Sufres mucho?
Asintió con la cabeza.
—Pero no es por el dolor. Es por la muerte gris.
—¿Y eso qué es? —Me sentía otra vez como el niño que se sentaba a los pies de aquel científico y artesano.
—Es lo que tengo en los huesos, Ezekiel. Me va consumiendo por dentro como un gusano lento. Es como si te estuvieran comiendo vivo.
Le cogí la mano y me lo agradeció, aunque yo sabía que habría preferido que le retorciera aquel cuello de pajarito.
Hablamos durante quince minutos y después Martin se quedó dormido. Pero no me fui ni le solté la mano. De vez en cuando, entreabría los ojos y me apretaba los dedos. He tenido que tomar muchas decisiones difíciles en mi vida, pero aquélla fue la más difícil de todas.
Cuando se despertó me incliné, le besé en el pómulo y después le susurré la fórmula mágica al oído.
—¿Qué? —me preguntó. Así que se lo repetí. Y luego volví a repetirlo por última vez.
Me fui sin despedirme de Pea.