35

Ya era un hombre libre, más o menos. Había hecho mis recados. Había encontrado a Betty y le había dicho lo que ellos querían. Si alguna vez ella les llamaba, yo pediría que me pagasen. Si no lo hacía, bueno, aquella parte de mi vida, la vida en la calle, se había acabado. Betty estaba con su amigo. Odell y Maudria estaban lo mejor posible, teniendo en cuenta la situación.

Yo me iba a mantener oculto mientras los polis resolvían los asesinatos.

Marlon estaba bajo tierra.

Y Mouse…, bueno, no sabía qué hacer con Mouse. Pero al menos sabía la respuesta a la pregunta. Sabía que los hombres de los que él sospechaba eran inocentes. La verdad tenía que servir para algo.

Verdad y Libertad: dos grandes cosas para un hombre pobre, hijo de esclavos y de ex esclavos.

Me dolía el brazo. Sentía cómo la infección me corría por las venas. Una cosa era cierta, no se podía escapar al Destino. El Destino se parte de risa frente a la Verdad y a la Libertad. Ésas son unas deidades menores comparadas con el Destino y con la Muerte.

Pero todavía no estaba muerto. Marlon estaba muerto. No sabía por qué, pero estaba seguro de que su muerte tenía algo que ver con Albert Cain y su fallecimiento. Todo lo que rodeaba a Cain apestaba. Era un hombre asqueroso y se rodeaba de su propia inmundicia. Pero eso no era asunto mío.

Saul Lynx estaba en la acera, delante de mi casa. Estaba recostado contra un algarrobo de unos nueve metros que había crecido allí. Miraba hacia el suelo con su gran nariz colgando hacia abajo. Cuando aparqué, levantó la mirada y sonrió. Esa vez me brindó una auténtica sonrisa.

—¿Qué coño hace usted aquí?

—Uno puede cambiar de opinión, señor Rawlins. Al menos no me ha encontrado dentro de su casa. —El aliento le olía a ginebra.

—Oiga, ya cambió de opinión una vez. Ahora voy a entrar en mi casa y usted se va a subir a ese pedazo de mierda marrón que tiene por coche y aquí se acabó todo.

—¿Tiene mi pistola? —preguntó.

—¿La quiere? —le dije con tono amenazador.

—Van a matar a su amiga, señor Rawlins.

Yo no quería saber nada. Me di la vuelta y me encaminé hacia casa. Pero él vino detrás de mí.

—Es por el testamento —susurró.

Giré tan rápidamente que le hice resbalarse en el césped.

—A mí no vengas a joderme, tío.

El señor Lynx era un maestro de la afabilidad. Alzó su patética nariz hacia mí y me miró con unos ojillos brillantes como dos cigarras.

—Sólo cinco minutos —dijo, señalando hacia la puerta de mi casa.

—Venga, entre. Y sea breve.

Me estremecí al servirle un vaso de whisky bien lleno al pequeño detective.

—¿Y usted no me va a acompañar? —preguntó.

—Ahora mismo no. ¿Qué era lo que tenía que decirme?

Se echó hacia adelante en la silla de la cocina y se masajeó la rodilla.

—Dos días después de venir usted, los polis se pasaron por mi oficina. Querían información sobre Hodge y sobre un tipo llamado Terry Tyler: me dijeron que era boxeador. Mencionaron a Elizabeth Eady, por eso supe que era algo que tenía que ver con usted.

—Lo supo cuando mencionaron a Hodge —dije.

—No. Yo he hecho un montón de trabajos para el señor Hodge, así que podía ser cualquiera de esas cosas.

—Ajá. ¿Y entonces qué? ¿Qué pasa con el testamento?

Lynx se bebió el vaso de whisky de golpe y allí acudí yo, listo para la segunda ronda. Se frotó los ojos con las manos y luego agarró el vaso con tal fuerza que creí que lo iba a romper.

—Tengo una deuda de cuatrocientos dólares por esto, señor Rawlins.

Eso debía de ser un montón de dinero para Lynx. No era del tipo de hombres que tienen propiedades o dinero en el banco. Saul Lynx era de esas personas que siempre llevan el marcador del depósito de gasolina casi a cero o, como máximo, con dos litros.

—Conozco a una mujer que trabaja en los archivos en San Diego. Y ella tiene un amigo que hace ese mismo trabajo, pero en Beverly Hills —me dijo.

Vi desaparecer el whisky entre sus finos labios rosados mientras imaginaba cómo le quemaría por la garganta.

Miró hacia un lado como si quisiera asegurarse de que nadie se había colado dentro de la casa y luego dijo:

—La señora Hawkes ha archivado una demanda que ha presentado Hodge en contra del testamento. El abogado que se encarga del testamento se llama Fresco. Es un antiguo amigo de Cain. Cain le dejó todo su dinero a Elizabeth Eady. Todo. La casa, las armaduras del siglo dieciséis, todo. Parece que, al final de su vida, Cain empezó a sentir remordimientos. Le habla hecho cosas bastante terribles a la señorita Eady y quería enmendarlas.

—Y por eso la quieren matar. —No era una pregunta.

—Y no sólo a ella. He averiguado que ese tipo, ese tal Terry Tyler, es en realidad hijo de Elizabeth Eady y que ella también tiene un hermano que vive en algún lugar en el desierto. Por amor de Dios, si hasta la criada es hija de Elizabeth. Si ella muriera, habría herederos directos.

—Nadie haría todo eso… —Iba a decir «sólo por dinero», pero me di cuenta de que estaba equivocado.

—Terry Tyler ya está muerto. —Lynx me alargó el vaso para que le sirviese otra ronda.

No dije nada sobre Marlon.

—¿Así que usted cree que Hodge sabía lo del testamento y se está cargando a toda la familia? —pregunté mientras observaba los restos del fondo de su vaso.

—Hodge no es el abogado que lleva la herencia. Como ya le he dicho, el abogado es un antiguo socio de Cain, un hombre llamado Fresco. —Aparecieron los primeros signos de embriaguez: el hombrecillo parpadeó y sacudió la cabeza—. Pero es que estamos hablando de, por lo menos, cincuenta millones. La parte que puede llevarse Hodge de esa fortuna le resolvería la vida para siempre. Por eso fue por lo que me encargó que encontrara a la chica.

—A la mujer —dije.

—¿Qué?

—Tiene casi cincuenta años, hombre. Es una mujer.

Lynx se quedó mirándome fijamente, como si no comprendiera realmente lo que acababa de decirle. Cuando se dio por vencido, estiró el brazo hacia la botella.

Pero yo la aparté.

—¿Y vamos a hacer algo? —le pregunté.

—¿A qué se refiere?

—Me refiero a que usted no ha venido hasta mi casa sólo para contarme una historia. Así que debe de tener alguna otra razón para estar aquí, aparte de la de ponerse como una cuba.

Lynx se irguió en la silla de la cocina. Por la forma en que miraba a un lado y otro de la habitación se veía que se daba cuenta de que había bebido demasiado. Se llevó las manos a la cara y entrecerró los ojos.

—Quiero que me respalde en esto —dijo lentamente.

—¿En qué?

Volvió a pestañear y a entrecerrar los ojos. Creía, al igual que casi todos los borrachos, que si se tomaba más tiempo para pensar podría enunciar sus ideas como si estuviera sobrio.

—Tiene que ser esa mujer, Sarah Cain. Ella es la que va a perderlo todo. Así que se ha puesto a tirar su dinero por aquí y por allá y la gente empieza a morir.

—¿Y por qué no puede ser su hijo? Parece que se lleva muy bien con Hodge. Bien podría ser él.

—Sí —dijo—. Sí, pero tiene que ser uno de ellos, o los dos. No tenemos más que ir hasta allí, encararnos con ellos e intentar descubrir qué es lo que está pasando.

Yo estaba pensando en Marlon y en lo que había dicho sobre los polis que le habían pegado.

—¿Y por qué no vamos directamente a los polis? —pregunté.

—¿Conoce a algún poli en el que pueda confiar? —me preguntó a modo de respuesta. Los ojos le brillaban como los de un dios pérfido e ignorante—. Ha habido dos asesinatos…

—¿Dos?

—A Albert Cain también le mataron. La policía dejó eso bien claro. Y después ese tal Tyler, hijo de Elizabeth Eady. Y cuando hay tanto dinero en juego, usted y yo no somos más que un par de manchas de grasa. No. Yo quiero saber muy bien dónde piso antes de ir a la policía.

—¿Y por qué había de importarme a mí todo eso? —dije—. Usted es el que vino a buscarme. Lo único que tengo que hacer es decirles eso a los polis.

—¿Cómo le va a explicar a la policía que usted estaba buscando a Terry Tyler y que estuvieron peleándose justo antes de que le hallaran muerto? Sí, los polis me lo contaron.

Saul no sonreía. No estaba intentando refregarme aquello en las narices. Y se lo agradecí, aunque no me tomara aquella amenaza en serio. No creía que los polis pudieran conmigo tan fácilmente. Pero estaba preocupado por Betty. No iba a permitir que aquellos blancos ricos la asesinaran.

—¿Qué es lo que quiere hacer? —le pregunté a Saul.

—Quiero ir a esa casa y hablar con la señora. Después ya veremos. —Saul se puso de pie como diciendo que ya era hora de irse.

Pero yo levanté la mano y dije:

—Espere un momento, hombre. Yo no puedo ir hasta allí en el coche.

—¿Y por qué no?

—Por culpa de un hombre llamado Styles.

—¿El comandante Styles?

—¿Le conoce?

—Hace muchos trabajos para Hodge. Una vez que me metí en un aprieto en Hills, él me ayudó a salir del asunto. Cuando le di la mano me la apretó tan fuerte que me rompió un hueso. —Saul se acarició la mano derecha—. ¿Qué tiene que ver Styles con usted?

—Hodge lo mandó tras de mí.

—Ah. —Entonces Saul se dio cuenta de todo lo que había bebido. Volvió a sentarse en la silla sin que yo tuviera que decirle nada.

—¿Café?

—Sí. Sí.

Me dirigí hacia mi cocina, que tenía cuatro hornillos, y calenté un poco de agua. Cuando estaba hirviendo, cogí un frasco de café instantáneo, una cuchara y una taza y lo coloqué todo delante de él.

—¿Le gusta con leche y azúcar?

—Me gusta como las mujeres —contestó.

—¿Cómo dice?

—Me gusta dulce y bien oscuro.

Saul se metió cuatro tazas de aquello en el cuerpo antes de considerarse sobrio.

Decidimos que él condujera mi coche porque era más amplio y yo tendría más espacio detrás para mis doloridos huesos.

Cogí una sábana de algodón para cubrirme con ella, por si paraban a Saul por cualquier motivo. Pensé que un poli distraído no me vería si me tumbaba en el suelo de atrás del coche y me tapaba con la sábana.

—¿Hace mucho que hace este tipo de trabajo? —Una vez en el coche me entraron ganas de hablar. Cualquier cosa con tal de no pensar en lo que estaba haciendo.

—Bastante —contestó. Hizo una pausa—. Por lo menos no tengo que fichar ni besarle el culo a nadie. Por lo menos, cuando algo apesta puedo tirarlo a la basura.

—Yo no he dicho nada —respondí.

—No. Pero puede ver que no he conseguido mucho. Pero, al menos, tengo un poco de orgullo. Mi familia tiene qué comer y me da para pagar el alquiler. Y, si decido que algo está mal, puedo obrar en consecuencia. No me compran con un sueldo.

—¿Está casado?

—Sí. La conocí en Georgia durante el servicio militar. Ella trabajaba en el economato.

Podía oír cómo sonreía abiertamente.

—¿Estuvo usted en la guerra? —le pregunté.

—En la policía militar.

La luz del sol recorría el asiento de atrás en diferentes direcciones. Entonces se me ocurrió que nunca había estado en el asiento trasero del coche. Hacía que le pasaran la aspiradora cuando lo llevaba a lavar, así que ni siquiera había estado atrás para limpiarlo. Era una parte de mi vida y de mis propiedades que ni siquiera había mirado.

—¿Y usted? —preguntó Saul.

—¿Yo qué?

—¿Está casado?

—Lo estuve. El año pasado recibí una carta que decía que el estado de Mississippi le concedía el divorcio a mi mujer.

—¡Qué pena!

—Tal vez sí. Tal vez no. —Estaba pensando en Sooky, Betty y Martin. ¿Cuál de ellos tenía esa vida perfecta de la que tanto alardeaba Saul Lynx?

Después de un rato, Saul dijo:

—Ahí está la entrada.

Me acurruqué bajo la sábana y el coche se detuvo.

—Esto es propiedad privada —dijo una voz. No pude distinguir si era el hombre de la otra vez.

Se oyó ruido de papeles y entonces la voz dijo:

—De seguridad, ¿eh?

—Eso es —contestó Saul—. Los Nasdorf de Fischer quieren algo. Probablemente será una alarma contra robos en la caseta del perro.

Los dos hombres se rieron. Luego se hizo un silencio durante un minuto.

—Oiga…, esto… —dijo el guardia—. ¿Hay alguna vacante en su compañía?

—Siempre hay algo para un hombre bueno. ¿Tiene por ahí una tarjeta?

—Ah, pues no, no. No tengo ninguna aquí.

—Lleve siempre tarjetas suyas —le reprendió Saul—. Así el jefe sabrá que usted puede demostrar quién es. Pero esta vez no importa, yo no soy el jefe. Escríbame su nombre y su dirección y yo recogeré el papel cuando salga por aquí.

—Ah, gracias.

—Está bien.

Cuando ya nos habíamos alejado lo suficiente, le pregunté:

—¿Por qué ha venido por la entrada principal? Podíamos haber entrado por las calles secundarias.

—Es que aquí tienen un sistema de vigilancia con coches particulares. Si ven un automóvil extraño, van y llaman a la puerta de entrada. Pero como ahora el de la puerta sabe que estamos aquí, no hay problema.

Yo me sentía como pez fuera del agua.