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Betty no quería mi ayuda. No quería algo tan simple como la verdad o la venganza.

Y, de todas formas, ¿qué podía hacer yo? Si los polis habían matado a Marlon, no existía ningún tribunal que pudiese atender su denuncia. La única venganza posible era de orden privado: una confrontación personal. Pero yo no tenía ningunas ganas de matar a un poli.

No podía ayudar a Betty, así que cambié una tarea imposible de resolver por otra.

Más allá de Crenshaw había una calle diminuta llamada Ozme Lane. Era una calle sin salida abarrotada con unas casitas del tamaño de cajas de cerillas, que hubiesen sido bastante impresionantes si sus dimensiones se hubieran multiplicado por cinco.

En el buzón que había a la entrada de la casa morada, estilo «rancho» y con una fachada que imitaba un castillo de cuento de hadas, ponía SR. Y SRA. THEODORE MIX E HIJO en mayúsculas negras. Llamé a la puerta de color rosa y, poco después, se levantó una mirilla de bronce situada a la altura de mi garganta y apareció un precioso ojo almendrado.

—¿Quién es? —preguntó el ojo, sin demasiada amabilidad.

—El señor Hall —respondí.

—¿Qué quiere?

Era ella. Tenía aquella voz grabada a fuego en mi cerebro con tanta claridad como la última imagen de Bruno.

—¿Vive aquí Ted Mix?

—¿Es que no lo pone ahí fuera?

—Necesito hablar con él. —En realidad esperaba que Ted no estuviese en casa. Era con Sooky con quien quería hablar.

—Pues no está.

—Entonces tal vez usted pueda ayudarme. ¿Es usted Sooky Freeman?

—Yo soy la señora Mix, pero no tengo tiempo para discursos. Los niños están a punto de llegar —dijo. Y luego, como si se le acabara de ocurrir—: Con su padre.

—No vendo nada, señora. Sólo traigo una carta de un amigo mío, un tipo al que le dicen Dos-dedos por un defecto de nacimiento. Mi amigo está en la cárcel pero va a salir pronto y me ha pedido que le diga a su marido que quiere hablar con él sobre otro amigo que tienen en común.

—¿Qué amigo? —Sooky no sabía que Theodore tuviese trato con delincuentes.

—Un hombre que dijo que se llamaba… —chasqueé los dedos un par de veces para darle a entender que me costaba recordarlo—. Se llamaba… Raymond. Sí, Raymond Alexander. —Vi cómo se duplicaba el tamaño de aquel ojo.

—¿Y usted qué es lo que quiere?

—Yo nada, señora. Es sólo que Dos-dedos no tenía la dirección de Ted y no podía encontrar una cabina telefónica en la cárcel. Así que me pidió que me pasara por aquí y que me enterase de si Ted querría hablar con él. —Sonreí lo más amablemente que pude.

Sooky temblaba al otro lado de la puerta.

—Ted no conoce a ese hombre —dijo.

—¿A qué hombre?

—¡Al que usted dice! —gritó.

—¿Cuál de ellos?

—A ninguno. Vaya y dígale a ese tipo que aquí no hay nadie que se llame Ted Mix.

—¿Y por qué tengo que hacer eso si Ted no conoce a mi amigo?

La puerta se abrió de golpe. Sooky Freeman era un espectáculo digno de ser contemplado. Era una de esas bellezas sin artificios. Tenía una piel marrón oscura y unos labios gruesos y anchos que parecían estar hechos para besar. Llevaba una bata raída y unas zapatillas de andar por casa. Ella se sabía guapa; tan guapa que eran las dos la tarde y allí estaba, sin vestir y sin arreglarse.

—Entre —dijo.

Atravesé el vestíbulo, que tenía el tamaño de un armario para escobas, y entré en el salón: un armario con ventanas. Cuando me senté, tuve la sensación de haber seguido a una niña pequeña hasta su casita de muñecas para jugar a que tomábamos el té.

—¿Qué es lo que quiere? —me preguntó.

La tela de su bata estaba gastada y desvaída, y el cuerpo se transparentaba como si estuviese desnuda. Durante un instante pensé que podría coger todo lo que había en aquella habitación: quedarme con la mujer de Ted y con su casa sólo a cambio de una promesa. Una promesa enredada en aquellos labios.

Pero yo no quería nada de aquello.

—Dedos también dijo algo sobre un hombre llamado Alfred. ¿Usted sabe dónde vive?

Sooky cruzó los brazos por debajo del pecho y después, cuando notó mi cara de admiración ante el paisaje, subió los brazos más arriba con modestia.

—Fue Alfred —me dijo.

—¿De qué me hablas, nena? —No me gustaba lo que estaba haciendo. No me gustaba, pero era más fácil que enterrar a un hombre o que enfrentarse al comandante Styles; era más fácil que dejar que Mouse me matara por impedirle que asesinase a tres hombres inocentes.

—Me da igual que me entienda o no. Usted dígale a su amigo que fue Alfred el que hizo eso que él cree que hice yo. Dígale que fue Alfred Broadhawk el que lo dijo.

—¿Que dijo qué?

—Eso no es asunto suyo. Usted vaya y dígale a su amigo…

—Un momento, nena. Soy yo el que está aquí. —Me señalé el pie, que en aquel momento tenía cruzado encima de mi rodilla izquierda—. Es conmigo con quien tienes que tratar. Si quieres que sea tu chico de los recados tienes que pagar mi tarifa.

—¿Pagarle?

Asentí con la cabeza.

—¿Cuánto quiere?

—Primero tienes que decirme en lo que me estoy metiendo y después ya te diré la tarifa.

—¿Pero usted no sabe nada?

—Sólo sé los nombres y que es algo serio.

Sooky se mordió los labios y miró hacia la puerta.

—Ted volverá en cualquier momento, señor Hall. ¿Por qué no quedamos mañana… en algún otro sitio?

—Porque mañana ya te habrás inventado alguna mentira. Porque mañana puede que aparezcas con tres hermanos que me partan la cabeza. Ya trataré yo con Theodore cuando llegue.

Sooky miró hacia la puerta una vez más y empezó a hablar.

—Alfred y yo salíamos juntos, bueno…, más o menos. Él estaba en la iglesia de mi tío. Yo nunca le gusté de verdad, pero era la sobrina del pastor y él quería meterse en aquello. Él quería ser pastor. Y por eso salía conmigo.

—¿Y qué? ¿Eso qué importa? —le dije.

—Ya, pero es que estábamos siempre peleando. Nunca quería hacer nada. Un beso era una cosa terrible para él.

Sacudí la cabeza, pensando «pobre idiota». Sooky no pudo evitar sonreír levemente ante el cumplido.

—Así que estuve toda una semana para convencerle de que me llevara al Ace Club a oír a T-Bone Walker. No quería ir a los sitios donde había alcohol y mujeres fáciles. Les tenía miedo. Así que no quería llevarme, y cuando me llevó, después quería marcharse en cuando terminó el primer pase. Ni siquiera eran las once de la noche y ya empezó a quejarse de que tenía que dar las clases de catequesis y de que ni siquiera iba a poder mirar a los niños a la cara si no se marchaba.

—Sigue —dije al tiempo que contenía un bostezo. Estaba cansado de verdad. Muerto de cansancio.

—Y después se le ocurrió meterse por aquel callejón y yo no quería. Y entonces oímos los disparos. —Comenzaron a caérsele las lágrimas—. Y Alfred salió corriendo a ver qué pasaba, a pesar de que yo intenté detenerlo. Cuando regresó me dijo que había visto al señor Alexander con una pistola en la mano junto al cuerpo de Bruno Ingram.

Sooky estaba llorando. La comprendía. Lo único que ella quería era pasar una buena noche, tener una buena vida, pero el mundo no la dejaba tranquila.

—Le dije que lo olvidara —continuó—. Le dije que era un asunto de Dios y no de él. Pero no me hizo caso. No me hizo caso. Me arrastró hasta una cabina de teléfonos y hasta me quitó la moneda de diez centavos del monedero.

—¿Qué fue lo que dijo? —pregunté—. ¿Qué les dijo Alfred a los polis?

—Les contó lo de Alexander y Bruno Ingram.

—¿Pero qué fue exactamente lo que dijo?

—No sé. Algo parecido a que el Todopoderoso no le iba a dejar descansar en paz o algo así.

Era todo lo que necesitaba, aunque no me alegraba de ello. Sooky me había dicho lo que mi amigo quería saber. Había sentenciado a Alfred.

—Cincuenta dólares —le dije.

—¿Qué?

—Cincuenta dólares por transmitir el mensaje sin mencionar tu nombre.

Revolvió todos los cajones y los bolsillos de la casa. Después cogió el frasco de las monedas. Reunió treinta y cuatro dólares y veintisiete centavos. Los cogí. Le dije que volvería a buscar el resto, pero nunca lo hice. Cogí su dinero porque aquello le daría la esperanza de que yo fuese un sinvergüenza honesto que haría lo que le había prometido. ¿Quién sabe? Tal vez lo hiciese.

Hasta me dio la dirección de Broadhawk. Vivía en una pequeña casucha en Place, número noventa y seis. En la parte izquierda del jardincillo amarillento que había delante de la casa habla un belén con piedras de la playa, hierba seca y tres muñequitos hechos por él mismo. Y en la parte derecha había construido una cruz con maderas viejas. La cruz estaba vencida hacia un lado, apoyada sobre la fachada de la casucha.

Cuando me acerqué al crucifijo inclinado, noté que tenía manchas de pintura roja en las zonas en las que se suponía que estarían las manos, los pies y la cabeza de Cristo.

La puerta estaba cubierta con imágenes de mala calidad, pegadas, que había recortado de alguna Biblia barata. El Calvario y los crucificados, María junto a la Cruz, San Juan Bautista ejerciendo su oficio, Jonás arrodillado junto al mar.

Una vieja desdentada me abrió la puerta.

—¿Sí?

—¿Es usted la señora Broadhawk?

—Soy Elma Jackson. —Sonrió—. Pero Alfred Broadhawk vive aquí, con nosotros. Es mi sobrino.

—¿Y está en casa?

—No, señor. Alfred está en la iglesia. Va todas las tardes a ayudar al Señor. —La vieja señaló hacia el jardín—. Todo eso que ve ahí lo ha hecho él. Quiere que el Señor esté presente cada minuto de la vida de todos. A Bobo eso no le gusta demasiado. Él dice que el pesebre es para Navidad y que la Cruz es para Semana Santa y que, fuera de esas fechas, Alfred debería quitarlo todo. Pero Alfred dice que todos los días tenemos que recordar el júbilo y el dolor.

—¿Bobo es el tío de Alfred?

—No es tío directo —dijo—. Yo soy la única familia directa que Alfred tiene en este mundo. Bobo es mi marido, aunque no estamos casados. Trabaja en el almacén de chatarra de Redondo. Bobo es capaz de coger cualquier cosa que esté rota y volver a montarla mucho mejor de lo que estaba al principio. Es una especie de genio con las máquinas.

Me miró.

—¿Quiere que le diga algo a Alfred, señor?

—No, querida, no. Sólo dígale que pasó por aquí el señor Hall. He oído hablar de sus obras de arte cristiano y sólo quería echar un vistazo. Dígale que es muy bonito.

Elma me sonrió con tal gratitud que me sentí avergonzado. Me cogió la mano y hasta me la besó.

Tal vez pongan una pequeña estatua de Judas allí fuera para conmemorar mi visita.