32

Recogí mi coche y fui al Almacén de Brenner, donde compré una pala bien resistente. Después me fui a casa de Odell. Lo encontré sentado en una silla de respaldo recto con las manos sobre las rodillas. Bajé al sótano y me puse a romper una parte del suelo de cemento con una almádena. Aquello me costó casi tres horas. Durante todo ese rato, Marlon me guiñaba un ojo desde su cama de hielo.

El trabajo me llevó más de lo normal porque no podía utilizar el brazo izquierdo. Estuve casi una hora sólo para coger el ritmo de la almádena con un solo brazo, golpeando una y otra vez aquel duro suelo. Iba bien. Cada diez golpes se abría una pequeña raja en la piedra, y después surgía una grieta larga sobre la que trabajar.

Después de tres horas había abierto en el suelo un agujero de un metro y medio por un metro. La arcilla de debajo estaba casi tan dura como el cemento. No lograba atravesarla ni con mi pala ni con la horca de metal que tenía Odell.

Maudria pidió prestadas tres mangueras a sus vecinos. Las unimos y las hicimos llegar hasta el agujero. Dejamos que el agua goteara para que la tierra se fuese empapando mientras yo intentaba removerla clavando continuamente la horca con una mano. Hacía tiempo que no me sentía tan bien. Al hombre le sienta bien trabajar duro. Es algo que puede hacer sin tener que pensar ni preocuparse.

Acabé tan cansado que se me durmió la mano. Eran las nueve de la noche y yo seguía aporreando la tierra. Finalmente, logré hundir la pala en ella.

Cerca de medianoche ya tenía un agujero de un metro y medio de profundidad. Maudria había ido a tumbarse a su cama y Odell estaba sentado en la cocina cerca de la puerta que daba al sótano.

Tenía las manos sobre el regazo, con las palmas hacia arriba. Sus ojos como cuentas de cristal miraban fijamente hacia abajo, hacia la maraña de dedos, intentando encontrarle sentido a este mundo que nunca lo tendrá.

Odell era un hombre muy religioso. Iba a la iglesia y rezaba y era feliz. Aquellos que sepan aguantar los duros golpes del Señor serán recompensados con la vida eterna. Pero en los últimos asaltos esos golpes se hacían mucho más dolorosos y a veces un hombre sentía ganas de abandonar.

—Ya lo he cavado —le dije—. Por la mañana iré a buscar cemento y cal viva.

Me fui al salón, en el que también había una mesa grande contra la pared que usaban en ocasiones especiales. El sofá parecía muy cómodo, pero decidí meterme debajo de la mesa con un almohadón para apoyar la cabeza. Me sentía seguro en el suelo allí debajo.

Me despertó el olor a café. Maude estaba de pie junto a la cocina.

—¿Quieres desayunar, cariño? —me preguntó.

Mientras esperaba sentado a la mesa de la cocina, le pregunté:

—¿Dónde crees que puede haber ido Betty. si todavía sigue por aquí?

—No lo sé, Easy —dijo Maude. Pero luego añadió—: Bueno, ya sabes, Betty siempre ha ido detrás de los hombres. Hombres a los que les gustaba, hombres que la querían, ése siempre ha sido el punto débil de Betty. —El tono de su voz dejaba entrever lo que yo siempre había pensado, que a Maude no le parecía nada bien lo que hacía la prima de Odell.

—¿Conoces a algún novio suyo? —le pregunté.

—No. Si es que apenas hemos visto a Betty durante todos esos años en que estuvo allá arriba. Tal vez ha perdido interés por los hombres.

—¿Y entonces qué pasa con Felix Landry?

—¿Qué pasa?

—¿Le conoces?

—Sí —dijo hablando con recato—. Es el primer diácono de la Iglesia de Cristo que hay en la calle Normandie. Nosotros vamos por allí de vez en cuando.

—¿Landry vive cerca de Avalon?

—No. Tiene una casita justo detrás de la Iglesia de Cristo. Pero ¿sabes una cosa?, puede que tenga otra casa, porque trabaja en Correos y compra casas pequeñas en diferentes sitios. Por eso sé que estás equivocado si crees que está con Betty.

—¿Y por qué?

—Porque a Landry no le seduce la carne —afirmó orgullosa—. No le gustan las mujeres y por eso no tira el dinero en ellas. Compra casas y las alquila a sus feligresas ya ancianas. ¿Y sabes otra cosa? Siempre se reconocen sus casas porque todas están pintadas de turquesa y tienen una pequeña valla blanca delante.

—¿Todas las casas las tiene alquiladas a señoras que son feligresas de su iglesia?

—Eso creo. De todos modos, nunca he oído hablar de una casa cerca de Avalon. Debe de ser nueva.

—Bueno, me voy a buscar lo que necesitamos para el entierro —dije—. Dile a Odell que necesito que me lleve en coche a un sitio cuando vuelva.

Cuando volví a la casa, Odell se había puesto unos vaqueros y una camisa hawaiana de color verde muy holgada. Estaba de pie en la entrada del jardín, alto y delgado, con el llavero en la mano.

—¿Adónde vamos, Easy?

—Llévame hasta la casa de Felix Landry.

Odell retrocedió medio paso. Entornó el ojo izquierdo hasta casi cerrarlo y yo me alegré de que no tuviera aquella escopeta suya a mano.

—Odell, creo que sabe dónde está Betty. Creo que está en una de sus casas.

—Esto no es ningún juego, Ezekiel.

—Yo no estoy jugando, Odell.

Odell tenía un DeSoto de 1936. Lo había comprado nuevo, al contado, y lo había mantenido en perfectas condiciones. El asiento delantero, de cuero del bueno, era como un sofá. Mientras me sentaba me acordé de la primera vez que subí al coche de Odell, yo tenía dieciséis años y estaba orgulloso de que me vieran dentro de aquel automóvil, puro cromo y reacción. Hasta las personas mayores me miraban con envidia cuando bajábamos por las amplias avenidas del Distrito Quinto de Houston.

Aquel día también nos miraba la gente. Señalaban hacia donde estábamos y sonreían porque ya no se ven muchos coches de 1936 circulando por las calles.

Bajamos hacia Manchester y después subimos por Normandie. Después giramos por una callecita llamada Carpenter y nos detuvimos frente a una casita pintada de turquesa y rodeada de una pequeña valla blanca.

Allí estaba yo otra vez, de pie frente a una puerta de un sitio desconocido, con una pistola en el bolsillo y un dolor que afloraba cada vez que respiraba. En ese momento se me ocurrió que iba en busca de la muerte. ¿Por qué, si no, estaba yo allí?

Pero todos aquellos pensamientos se esfumaron en cuanto ella abrió la puerta. Estaba más vieja y un poco más llenita, pero seguía siendo una belleza. Tenía el ojo izquierdo rojo e hinchado por el golpe que yo le asesté al lanzar un puñetazo hacia atrás, pero aquello no restaba nada a su belleza.

Su rostro reflejaba un gran odio hacia mí.

—¿A qué ha venido? —me preguntó con palabras hechas de hierro fundido.

—¿Betty? —dijo Odell.

—No fui yo —le dije—. Yo fui a buscar a Terry y me lo encontré igual que lo encontraste tú. Pero no fui yo quien le hizo aquello.

—¿Betty? ¿Estás bien, cariño? —preguntó Odell.

La pregunta la desarmó. Pareció derrumbarse por dentro y se balanceó hacia adelante y hacia atrás bajo el peso del dolor.

Reconocí la decoración de la casa. Era como si Felix intentara recrear la misma casa una y otra vez, por dentro y por fuera. Los sillones no eran del mismo estilo, pero estaban tapizados igual que los de Avalon. Las cortinas eran iguales y las mantas mexicanas del suelo muy parecidas. Hasta las paredes estaban pintadas con el mismo tipo de pintura áspera.

—¿Cómo has dado conmigo, Odell?

—Easy ha sido el que lo ha descubierto. Pero creímos que Felix estaría aquí.

—¿Easy? —Betty volvió a mirarme.

—Sí, señora.

—¿Tú eres aquel niño pequeño que me seguía a todas partes? —Un inicio de sonrisa cruzó su castigado rostro. Y entonces surgió de golpe: aquella mirada de interés que Betty sabía dedicarle al sexo masculino. Una mirada hambrienta y satisfecha al mismo tiempo. Los hombres se comunicaban con Betty por medio del cuerpo y del sexo. A ella no le interesaban nuestras palabras o nuestros corazones.

Allí estábamos, casi treinta años más tarde, y yo casi a punto de caer esclavo a sus pies de nuevo.

Casi.

—Marlon está muerto en el sótano de Odell —dije, y el hechizo que su instinto había creado se hizo añicos.

—¿Qué? ¿Marlon?

—No pude decírtelo por teléfono así de golpe, Betty —dijo Odell—. Acababas de contarme lo de Terry…

—¿Es eso cierto?

—Vamos a enterrarlo. Pero no creo que a él le hubiera gustado irse así, sin que estés allí para decirle adiós.

Era una mala noticia que hubiera hecho venirse abajo a la mayor parte de la gente, pero no a Betty. Ella se recostó contra la pared durante unos minutos, mientras Odell y yo seguíamos allí de pie, en medio de la casa. Después se dirigió al cuarto de baño, que estaba en el extremo opuesto de la habitación. Observamos a través de la puerta abierta cómo se echaba agua en la cara. Debía de ser agua fría, porque ella gritaba cada vez que le golpeaba el rostro y el pecho. Después se inclinó, apoyando las dos manos en el lavabo, y se echó a llorar.

Cuando salió de allí, preguntó:

—¿Cómo ha sido?

—Polis. Le dieron una paliza… —dije, e iba a añadir: «… porque querían saber dónde estabas», pero pensé que ya le había provocado suficiente dolor.

—Sé que es muy duro, cariño —dijo Odell—. Pero Marlon dijo que habían sido los polis los que lo habían hecho. No sabíamos qué hacer, así que le metimos en el sótano, porque algo había que hacer.

Nos quedamos en silencio un largo rato. Betty estaba sentada en una silla, rígida y sin hacer otra cosa que mirarse fijamente los tobillos. Se oyó graznar a un cuervo fuera. Me pregunté si sería el mismo de Riverside que me había seguido desde allí para reírse de mí.

Después, Betty estiró la mano. Dejé que fuera Odell el que la ayudara a levantarse y a caminar hacia el coche. Yo me senté en el asiento trasero. Me fue fácil recostarme y quedarme allí, sin sentir nada y con la menté en blanco.

Odell y Maude habían pedido que les trajeran los primeros doscientos kilos de hielo a casa, pero después había ido Odell a buscar el hielo en su coche y lo descargaba directamente dentro del garaje.

Cuando Betty vio el cadáver frío, gritó: «¡Marly! ¡Ay, cariño!». Ella era la única que llamaba con ese nombre, Marly, a Marlon.

Se arrodilló junto a él y cogió su cuerpo medio rígido entre sus brazos.

Nosotros nos mantuvimos de pie junto a ella, tristes pero satisfechos de que la muerte de Marlon no fuese anónima. Tenía a su hermana con él. Iba a emprender el último viaje cobijado por el amor de la familia.

Le velamos durante más de media hora. Finalmente, Maude cogió a Betty por los hombros y la apartó.

Hice una pasta espesa con la cal y el agua y unté el cuerpo de Marlon con ella. Cuando era pequeño y vivía en una granja en el Sur, nosotros teníamos que ocuparnos de nuestros propios entierros. Aprendí de muy joven a manejar a los muertos.

El cadáver no estaba completamente rígido, así que, con cierta dificultad, Odell y yo logramos envolverlo en una sábana y luego acurrucado dentro de la pequeña tumba. Cubrí la mortaja con más cal y eché dentro toda la tierra que pude.

Después hice una montañita con el polvo de cemento y abrí un cráter de volcán en la cima. Usé la manguera para llenar el cráter de agua.

Mientras mezclaba el cemento rápido, Odell adoptó una postura seria a la cabecera de la tumba.

—Señor —imploró juntando las manos—. Nos sometemos a tu sabiduría. Después de todo, nosotros no somos más que hombres y mujeres que intentan encontrar su camino en la oscuridad. Hacemos caso de tu palabra y la seguimos a ciegas porque no hay más derecho que el tuyo, ni más ley que la tuya:

Si hubiéramos estado en la iglesia, alguien habría dicho: «Amén».

—Ahora Marlon Eady acude a ti, Señor. Ha pecado y ha sido perdonado. Yo creo en ello porque tú lo has dicho. Vino hasta mí todo ensangrentado y destrozado y pronunció tu nombre, Jesus. Te suplicó y murió. Todos morimos en tu nombre y en tu sombra implorando tu luz.

Betty y Maude lloraban. Yo miraba hacia abajo y mezclaba el cemento.

—Te ruego que no tomes en cuenta los pecados de Marlon. Hazlo partícipe de tu inmensidad y que goce de tu amor —decía Odell, como si estuviese hablando con un compañero celestial.

Sosteniendo la pala con el brazo malo, comencé a echar cemento dentro de la tumba. Llené la pala, giré, descargué el cemento dieciocho veces, después me puse de rodillas con un pedazo de madera en la mano y alisé el suelo. No era un trabajo perfecto, pero nadie notaría lo que allí había pasado a menos que sospecharan algo. Habría un poco de olor durante un tiempo, pero la cal viva atacaría pronto la carne.

Odell, Maude y Betty me observaban mientras trabajaba.

Cuando acabé, nos fuimos y dejamos a Betty allí para que pudiese despedirse a solas. Maude empezó a hacer una limonada en la cocina. Odell se sentó en el sofá de la habitación contigua.

Yo salí al porche. Estaba tan cansado que me daba miedo cerrar los ojos. ¡Todavía había tantas cosas de las que teníamos que ocuparnos los vivos!