31

Cuando salí del bar, la policía me estaba esperando. Vi a los dos blancos de uniforme junto a mi coche e iba a darme la vuelta y volver al callejón cuando uno de ellos me vio y señaló hacia mí.

—¡Eh!

Esta vez mis posibilidades de esquivar las balas eran mucho menores, así que decidí continuar y hacerle frente al destino.

—Hola, agentes.

Uno era rubio y guapo. El otro parecía un pescado. Tenía unas orejas enormes, casi paralelas al suelo, y unos ojos como bolas de cristal.

—¿Ezekiel Rawlins? —dijo el guapo.

—Sí.

Olía a cedro y estaba tan limpio que le brillaban las orejas, la frente y las mejillas, en las que no había ni una gota de sudor.

—Queda arrestado —me informó.

El agente Pescado era un mago colocando las esposas antes de que uno pudiera darse cuenta.

—Suba al coche —susurró el policía de ojos saltones.

Hice lo que me pedía pero de todos modos me empujó cuando levanté el pie para subirme al asiento trasero. Apenas había metido el otro pie cuando ya había cerrado de un portazo.

—¡Perdonen que les moleste, agentes! —grité mientras bajábamos por la Avenida Central—. ¿De qué se le acusa a este ciudadano? —Tenía ganas de jugar. Tal vez fuese por la falta de sueño. Tal vez fuese simplemente que ya me había cansado, igual que muchos otros hombres que conocía, de intentar parar con los puños las porras, las balas y el odio.

El policía guapo se volvió hacia mí y dijo:

—Asesinato. —El tono de su voz era suave—. Y conspiración.

Me quedé callado durante el resto del trayecto.

El detective Lewis nos esperaba en el mostrador de la entrada. Le dijo a los del uniforme que desde aquel momento era cosa suya y después se volvió a su oficina, que era la misma que tenía Quinten Naylor. Quinten era el detective negro que había antes en la comisaría. Le habían mandado a alguna sección del piso de arriba y hacía años que no le veía. Pero todavía podía distinguirse la marca del nombre de Quinten debajo de las letras negras que decían DETECTIVE ARNO LEWIS.

Después de estar bien seguro, tras varias puertas cerradas con llave, Lewis me quitó las esposas.

—¿Estoy detenido? —pregunté en cuanto se cerró la puerta.

Lewis era un hombre alto y delgado. Tenía la cabeza como una caja en la punta de un palo, como solía decir Martin del cuerpo de los hombres delgaduchos.

Lewis se quitó las gafas de montura gruesa y negra y se presionó los huesos de encima de los ojos.

—Eres hombre muerto, Ezekiel.

De repente fue como si tuviese un animalito dentro que intentase abrirse paso y salir a través de mi pecho. Tuve que respirar hondo para que mi voz sonara normal.

—Oiga, ¿qué es lo que pasa?

—Siéntate.

—No quiero sentarme. Quiero que me diga qué es lo que pasa.

Arno se sentó. Lo que le convertía en un buen policía, probablemente el mejor policía de los que he conocido, era el hecho de que no se le podía intimidar. No le importó que yo me quedase de pie y, por lo tanto, por encima de él, en aquel cuartucho. Porque aquélla era su oficina y daba igual dónde estuvieran los demás, allí el jefe era él.

—Aquí tengo dos acusaciones, señor Rawlins. —Lewis dio unos golpecitos sobre una carpeta de papel manila con un dedo índice increíblemente largo y huesudo—. Las dos son por asesinato.

—¡Mierda!

—La segunda la recibimos después de que me jugaras esa bromita con Clovis MacDonald. Ah, por cierto, Clovis dice que has secuestrado a su novio y a su prima. Da igual, la segunda acusación es porque estuviste haciendo preguntas sobre Terry Tyler en el gimnasio de Herford. Ayer por la mañana le encontraron muerto en una casa abandonada.

—Estuve buscándole, debo admitirlo. Pero no le encontré. ¿Y qué más? —dije. De pronto me encontré sentado en la silla que estaba frente a Lewis.

—El capitán Styles de la policía de Beverly Hills me dice que está investigando un asesinato y que le ocultas información relacionada con la resolución de ese caso.

En aquel momento se me ocurrió que todos los policías negros que querían ascender tenían que aprender a hablar como los blancos medianamente educados.

—¿Qué asesinato?

—El de Albert Cain.

—¿Le asesinaron? —Me lo estaba preguntando más a mí mismo que a Lewis.

—El capitán Styles dice que murió en circunstancias más que «sospechosas» y cree que sabes algo al respecto.

—Yo nunca llegué a conocer a ese hombre. Y que me queme en el infierno si sabía que le habían matado. Sabía que había muerto. Su familia me contrató para que buscase a una antigua empleada.

—¿Quién era esa empleada?

—Elizabeth Eady.

Lewis escribió el nombre.

—¿Y qué pasó con Tyler? —preguntó Lewis.

—Llevaba apuestas y yo quería apostar. Eso es todo.

—Si eso es cierto, entonces ¿por qué tenemos un informe de que un hombre cuya descripción coincide con la tuya estaba dándose de tortazos con él justo enfrente del gimnasio de Herford hace dos días?

—Eso no era nada importante, agente. Sólo estábamos jugando. Él es boxeador y no hacía más que enseñarme algunos golpes.

—Vamos a tener que detenerte, Easy. Y, además, tendremos que entregarte al Departamento de Policía de Beverly Hills, como han solicitado. —Yo no le caía mal a Lewis. Él era un poli y yo un sospechoso, eso era todo. No iba a pegarme ni a humillarme a menos que hubiese una buena razón. No le importaba que yo estuviese mintiendo, todo el mundo lo hace cuando le meten en la cárcel. Hasta él hubiese mentido si le hubiesen detenido.

—Pues deténgame, agente. —El corazón me latía con tanta fuerza que estaba seguro de que Arno lo oía—. Pero en esta ocasión está equivocado.

—¿Y por qué estoy equivocado?

—Porque cuando Saul Lynx me contrató…

—¿Quién?

Le hablé sobre la visita que Lynx me había hecho aquella mañana muy temprano.

—De todos modos —continué diciéndole—, cuando él me contrató, fui a hablar con la familia. Quiero decir que yo no sabía ni quiénes eran, sólo había oído hablar de ellos. ¿Comprende lo que le digo?

Lewis no entendía ni una sola palabra de lo que le decía, pero era un hombre con mucha paciencia.

—Cuando les dejé, ese tal Styles me metió preso. No dijo ni una puñetera palabra de que a Cain le hubiesen matado. Ni una puñetera palabra. Y ahora resulte que, de repente, le han asesinado. No sólo eso: puede que le hayan asesinado. Hay algo que no encaja.

Lo que más me gustaba de Lewis es que cuando estaba pensando se le notaba. Había algo que le preocupaba sobre Styles o la forma en que se habían hecho las denuncias. Podía vérselo en la cara.

—No estarás diciendo que crees que Styles tiene algo que ver con todo esto.

—Hombre, no lo sé. —Me encogí de hombros—. Aquí dentro hay algunos tipos desesperados. Sé que hace más de veinte años, cuando Styles era sargento, detuvo a Marlon Eady, que es hermanastro de Elizabeth Eady. Styles le arrestó, pero el informe de esa detención nunca llegó a los archivos.

Aquello hizo que Lewis se irguiera en su silla.

—¿De dónde has sacado eso?

—Preguntando por ahí.

—¿Y a quién tengo que ir a preguntárselo yo, Ezekiel?

—Y yo qué sé, hermano. Yo qué sé. —Era muy peligroso, estaba a punto de darle a Lewis una buena razón para que quisiera hacerme daño, pero pensaba guardarme más tiempo la información que había obtenido de la carpeta de Hodge.

—Si quieres que te ayude, tú también tienes que ayudarme —dijo Lewis—. Sabes que no hay nadie, ni aquí ni en el ayuntamiento, que quiera oír hablar de que algún poli haya actuado saltándose las normas. Prefieren verte con la soga al cuello o dentro de una caja de pino.

Lewis no era para nada como Quinten Naylor. Naylor era un idealista que creía que la ley era una virtud y que la policía era la herramienta del Bien. Si un poli se saltaba las normas, Quinten le odiaba. Pero Lewis sabía que la ley no era más que la otra cara de la moneda del crimen, que ambas son lo mismo e intercambiables. Los delincuentes no eran más que un puñado de gamberros que vivían de lo que hacía la gente honrada y los ricos. Los polis también eran unos gamberros, pero pagados por los dueños de la propiedad para que mantuvieran a raya a los otros gamberros.

Con aquella amenaza sólo estaba intentando evitar que yo dijera cualquier cosa que pusiera mi vida en peligro.

—No quiero tener ningún problema con Styles. —Me froté el pecho lleno de moratones mientras hablaba—. Ya hablé con él una vez y me bastó, pero tampoco voy a ir a la cárcel. No porque a él se le haya metido entre ceja y ceja.

Me encontraba al borde de una profunda tumba que estaba fuera de los límites del condado. La oscuridad acechaba desde los rincones de la habitación. Lewis no tenía más que meterme en una celda y hacer una llamada telefónica. Después ya no tendría siquiera que volver a pensar en mí.

—Sabes que no quiero tener ningún problema, Rawlins —dijo. La luz convirtió sus gafas en dos superficies brillantes e impenetrables—. El nombre de un poli envuelto en un caso de corrupción implica a todo el mundo. Y nadie quiere tal cosa.

—Suéltame, hombre —dije con la mayor claridad posible.

—¿Y yo qué saco con eso?

—Que cuando te metas en la cama dentro de quince años, después de jubilarte, no tengas las manos manchadas con mi sangre. Eso es lo que sacas. Poder dormir por las noches.

—Ya duermo como una piedra.

—Pero las cosas se reblandecen. Todo el mundo se vuelve viejo —dije—. Y yo te juro que no he hecho nada malo. La señorita Eady es una mujer negra y hay un montón de gente que la quiere encontrar. Pero yo soy el único que no quiere hacerle daño. Si ahora me dejas salir, estaré en deuda contigo. Si me entregas, Styles me matará. Eso está claro como el agua, hermano: me matará.

—¿Y qué sucederá si te suelto y después, mañana, me entero de que estabas metido en todo eso? Sí, estás metido en todo eso, pero mañana ya nadie sabe dónde estás. Style le dirá a mi jefe que él me lo había advertido y esos dos simpáticos chicos blancos que te han traído dirán que ellos te detuvieron. Y, entonces, ¿a quién le van a dar por culo?

La lógica es la capacidad humana más espantosa. A través de la lógica un hombre puede prever la muerte allí donde una mosca sólo vería una sombra. Vi la muerte en el razonamiento de Lewis.

—A mí me van a dar por culo, señor Lewis —dije—. Yo no tengo nada que ver con esa gente. Me pidieron que buscara a una amiga y fue lo que hice. Eso es todo. —Había un montón de cosas más que quería decir, pero no encontraba las palabras.

—¿Dónde vives, Rawlins? —me preguntó Lewis.

Sabía que me estaba poniendo a prueba, así que le solté mi dirección verdadera.

Lewis me miró durante un momento y luego asintió. Sacó un pedazo de papel del escritorio y señaló una de las esquinas.

—La hemos conseguido hace una hora, más o menos. Es tu dirección.

—¿Entonces puedo irme?

—Está bien. Al menos, de momento —dijo.

Me levanté y salí por la puerta antes de que tuviera tiempo de respirar. Había una cabina telefónica en la propia comisaría, pero preferí andar tres manzanas y hacer mi llamada desde la calle.

—¿Raymond? —pregunté cuando contestó al teléfono.

—¿Sí? ¿Easy? —Todavía estaba durmiendo. Mouse solía dormir casi siempre hasta el mediodía.

—Tranquilízate, hombre. Creo que tengo la pista del que te delató. No fue ninguno de los hombres que estaban en el bar.

—¿Y entonces quién fue?

—Todavía no lo sé seguro. Pero ten paciencia, porque creo que sé cómo encontrarle.

—¿Cómo?

—Tienes que confiar en mí, Raymond. Se hizo un largo silencio en la línea. Lo único que se oía era nuestra respiración y los coches que pasaban de vez en cuando por la Avenida Central.

—¿No me estarás jodiendo, Easy?

—No te estoy jodiendo, Ray.

—Porque sabes que puedo llegar a matar a alguien. Eso seguro.

—Mañana te llamo. Te lo juro.

Cogí un autobús que me llevara al bar de John.

Me puse a mirar la Avenida Central por la ventanilla. No había mucha gente en la calle. A principios de la década de los sesenta casi todo el mundo tenía trabajo. En el autobús había sobre todo ancianos, madres jóvenes y adolescentes que llegaban tarde a la escuela.

La mayoría eran negros. Gente de piel oscura con rasgos marcados. Mujeres de ojos tan profundos que casi ningún hombre podría llegar a conocerlos totalmente. Mujeres como Betty, que habían perdido demasiadas cosas como para ser tontas o amables. Y había niños, como alguna vez lo fueron Spider y Terry T, con un futuro tan funesto que a uno le entraban ganas de llorar de sólo oírles reírse. Porque uno sabía que detrás de la música de sus risas estaba el rechinar de las cadenas. Cadenas que llevábamos sin haber cometido ningún delito, cadenas que llevábamos desde hacía tanto tiempo que se fundían con nuestros huesos. Todos las arrastrábamos, pero nadie las veía, ni siquiera muchos de nosotros mismos.

Durante todo el camino de regreso a casa fui pensando en que un día nos llegaría por fin la libertad. Pero ¿y qué pasaría con todos aquellos siglos en que estuvimos encadenados? ¿Adónde van a parar cuando llega la libertad?