30

El bar de John no abría hasta el mediodía, pero aunque no hubiese tenido una cita con él, le habría encontrado allí. Los hombres como John y yo no llevábamos una vida como la que tenían los blancos de la tele. No salíamos de la cama rumbo a un trabajo de ocho horas y después regresábamos a casa por la tarde para ver el programa de Parejas en luna de miel y bebemos una cerveza.

No hacíamos sólo una cosa por vez.

Nosotros proveníamos de la clase baja. Teníamos que ser cocineros y sastres y fontaneros y electricistas. Teníamos que ser nuestros propios policías y nuestro propio abogado, porque nadie nos iba a ayudar en el ayuntamiento.

No parábamos hasta acabar el trabajo o hasta que ya no podíamos trabajar más. Y ni siquiera el que hubiéramos hecho todo lo que podíamos, significaba que fuésemos a recibir un cheque o unas vacaciones. No significaba un carajo.

Llamé a la puerta trasera. John me abrió en mangas de camisa y delantal.

—Hola, John.

—Hola, Easy.

—¿Qué pasa?

—Necesito que hables con una gente, pero antes tengo que preparar el chile para la comida.

Le seguí al cuarto trasero. Al comienzo en el bar no se daban comidas. Antes aquello no era más que una despensa donde John guardaba las botellas. Pero ahora tenía en aquel cuartito una cocina con dos quemadores y un refrigerador de los que se abren por arriba. En el pasillo que daba al bar tenía una mesa de carnicero, en la que se veía una enorme pila de cebollas y pimientos verdes picados. John cogió todo el montón de pimientos con las dos manos y lo echó rápidamente en una enorme sartén de aluminio en la que el aceite de cacahuete estaba ya humeando porque llevaba rato en el fuego.

Me quedé en el pasillo mientras él revolvía los chisporroteantes hortalizas.

—¿Mouse ha estado por aquí? —pregunté a gritos en dirección a aquella cueva llena de humo.

—Sí.

—¿Ha estado haciendo el tonto?

John paró un momento y se volvió hacia mí.

—Desde que me llamaste tengo una pistola cargada en cada habitación, Easy. Tú eres la única razón por la que no he ido a ver a Joe Teegs.

Ibas, pagabas y alguien moría. Eso es lo que hacía Joe Teegs.

—Ha estado haciendo preguntas sobre la noche en que lo detuvieron. Y sabe que avisé a todos los chicos que habían estado aquí. Sabe que fuiste tú el que me pasaste el dato.

John salió y volvió a entrar en la cocina con un puñado de cebollas para añadirlo a los pimientos. Cogió las cebollas y los pimientos y los echó en una olla de treinta y cinco litros. A continuación echó tres latas grandes de tomate frito triturado, una lata de trescientos gramos de chile en polvo, un poco de ajo en polvo y una cucharada abundante de comino. Después salió. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Yo sabía que era por la cebolla y no por el miedo. Hacía ya muchos años que John había echado al miedo por la puerta trasera.

Quería preguntarle algo a John, pero antes de que pudiera hacerlo, se oyeron unos golpecitos en la puerta de atrás. No era un modo normal de llamar, sino más bien un código: tres golpes, después dos y después otra vez tres.

John fue hacia la puerta y abrió. Los tres hombres entraron rápidamente, mirando a todos lados pero arreglándoselas para mantener la cabeza gacha al mismo tiempo. Dos de ellos llevaban sombrero.

—Hola, Easy —dijo el grandote Melvin Quick.

Le di la mano a él y a sus dos amigos, Clinton Davis y Malcolm Reeves.

—Pasad al bar —dijo John. Fue delante por el pasillo y después nos hizo esperar mientras cerraba las persianas. No dije nada al respecto, pero me pregunté lo que habría pensado Mouse si hubiese estado sentado fuera y hubiera visto cerrarse las persianas de aquella forma.

El bar era grande y tenía baldosas blancas y negras en el suelo y en las paredes, como en los restaurantes buenos de Nueva Orleans. Había una barra Blackstone con taburetes altos y mesas redondas de formica para los clientes que iban a almorzar y a cenar. Antes en el local tocaban música, pero con la edad John empezó a cansarse y a las doce de la noche quería estar ya en la cama.

John se quedó de pie mientras yo me sentaba con los tres fugitivos.

—Estos chicos quieren hablar contigo, Easy —dijo John—. ¿Alguien quiere algo de beber?

—Para mí un whisky —dijo el pequeño y bizco Malcolm.

—Yo también, pero de centeno —añadió Clinton Davis. Clinton era guapo, con su bigote fino, rasgos medio blancos y la piel de color café mezclado con dos cucharadas de nata bien espesa. Una vez conocí a una mujer llamada Corrie Day que siempre estaba furiosa porque cada vez que Clinton la llamaba, ella corría a verle sin rechistar. Cuando le pregunté por qué no le decía simplemente que no, me miró como si estuviese loco. «¿Y rechazar a alguien tan guapo?», me preguntó.

—Nos hemos enterado de lo de Raymond —dijo Melvin intentando darle un tono valiente a su voz. No pude evitar pensar lo parecido que era en tamaño a Bruno Ingram. Era un simple jornalero con la cara del tamaño de un plato.

—¿Ah, sí? —pregunté con un tono nada amistoso—. ¿Y entonces por qué estáis todos aquí en Los Angeles y además juntos?

—Tenemos miedo de Mouse —dijo Malcolm como en un gorjeo.

—No, hermano, vosotros no tenéis miedo. Si tuvieseis miedo estaríais en Chicago o en México.

—No podemos salir huyendo, Easy. Tenemos familia aquí —dijo Clinton.

John trajo las bebidas de Clinton y Malcolm en una bandeja forrada de corcho.

—Puede que la tengáis. Pero si dejáis que Raymond os vea el culo, serán vuestras familias las que no os tendrán a vosotros —contesté.

Estaban todos asustados. Asustados de muerte. Intenté que no se me notase la indignación en la cara. Comprendía que tuviesen miedo y sabía mejor que ninguno de ellos lo que Mouse era capaz de hacer. Pero, aun así, yo venía de un lugar donde mostrar que tienes miedo era como ir buscando la muerte. Era un suicidio, un pecado.

—Entonces, chicos, ¿qué es lo que queréis? —pregunté.

—Bueno… —Clinton el Guapo era el portavoz. Tal vez pensaran que podría cautivarme—. Tenemos trescientos dólares y hemos pensado que podrías cogerlos, ya sabes, pagarle a Raymond y quedarte con el resto.

Trescientos dólares significaba medio año de las ganancias de cualquiera de aquellos hombres. También era la tarifa que cobraba Joe Teegs. Lo que me estaban diciendo era que emplearían aquel dinero de una forma u otra. Era difícil que me propusieran directamente matar a Mouse porque sabían que era amigo mío, y aunque yo no tenía fama de andar por ahí matando a sangre fría, sabían que no me iba a sentar nada bien que Mouse apareciera muerto un día.

—¿Así que queréis pagarme para que no os pase lo mismo que a Bruno?

No hicieron ningún gesto con la cabeza pero el asentimiento se reflejaba en los rostros de todos.

—Antes tengo que saber algo.

—¿Qué? —preguntó Malcolm.

—¿Cuál de vosotros fue el que lo denunció? La policía me llamó a casa, así que sé exactamente lo que se dijo. Sólo que no sé cuál de vosotros fue el que lo dijo.

Melvin miró a Malcolm y Clinton estudió a sus dos amigos.

Los grandes ojos de Melvin se llenaron de lágrimas.

—Ninguno de nosotros es tan estúpido como para eso, señor Rawlins. Usted estaba aquí y se acuerda. Estábamos todos aquí. John llamó a la ambulancia y ellos llamaron a los polis.

Hay gente que dice que sabe cuándo un hombre miente. Esa gente es idiota. Nunca puedes afirmar que lo que la gente dice sea verdad. Tal vez uno de aquellos tipos se escabulló hasta un teléfono y delató a Mouse. Pero yo no estaba seguro.

—¿Dónde está el dinero? —pregunté.

Melvin se adelantó con un fajo de billetes, en su mayoría pequeños.

—Doscientos ochenta y siete dólares —dijo.

—Creí que habías dicho trescientos.

—Espera. —John, que estaba detrás de la barra, apretó un botón de la caja registradora y sacó un billete. Me lo alcanzó.

Coger aquel billete de veinte dólares marcaba un cambio en mi vida. Hasta aquel momento yo siempre había utilizado toda mi capacidad para intercambiar favores con mis vecinos y amigos. Era muy raro que aceptara dinero de uno de los míos, especialmente de un amigo tan cercano como John.

Sentí como si comenzara a apartarme de la solidaridad entre seres humanos que siempre había sido mi moneda de cambio.

Saqué siete dólares del fajo y se los di a John. La solemnidad de su rostro reflejaba el peso de aquella transacción de trece dólares.

Me aclaré la garganta y dije:

—¡Muy bien! ¡Ahora escuchadme! Necesito que se os trague la tierra durante una semana. No vayáis a casa. No vayáis a trabajar, ni a ver a vuestras familias, ni a vuestras novias, y jamás vengáis por aquí. No recorráis las calles en coche ni entréis en tiendas en las que os conozcan. Si podéis dejar la ciudad, dejadla. Mejor aún, salid del estado. Mouse os matará en cuanto os vea. Os matará. No gritará vuestros nombres ni os preguntará si sois vosotros. Con él no se puede hablar ni negociar ni hacerle entrar en razón. Así que poneos el sombrero y salid de aquí. Llamad a John dentro de una semana exacta y él os dirá sí o no.

—Pero yo quiero… —comenzó a decir Malcolm.

Le hice callar apuntando con un dedo hacia sus ojos bizcos.

—No tienes nada que decir, hermano. Ya te he dicho todo lo que necesitas saber. Si no haces lo que te digo, acabarás muerto. Si lo haces… bueno, si lo haces puede que tengas alguna posibilidad.

»Y ahora levantaos y largaos.

Los hombres miraron a John pero no encontraron ningún apoyo por ese lado. No era que estuviésemos indignados con aquellos hombres, sino que corrían tiempos difíciles y el olor del miedo nos ponía furiosos y nos predisponía a la pelea.

Después de aquello se fueron rápidamente, dándonos las gracias a John y a mí con sus apretones de manos y comentarios entre dientes. Clinton el Guapo no quería soltarme la mano. Aparté la mirada de sus suplicantes ojos para no sentir vergüenza por él.

Cuando se fueron le pregunté a John:

—¿Cuándo fue la última vez que viste a Raymond? —Hace dos días.

—Los está buscando, ¿no?

John asintió con la cabeza.

—¿Entonces para qué les haces venir aquí si sabes que estará vigilando?

—Este lugar es mío, Easy Rawlins. —Se señaló el corazón—. Y yo traigo aquí a quien se me dé la gana y nadie va a venir a decirme que no puedo.

John se dio la vuelta, empujó las puertas de vaivén y se dirigió hacia su cocina. Yo le seguí.

—¿Raymond te preguntó algo sobre una chica llamada Sooky? —le pregunté. Yo había estado pensando en los jóvenes que aparecían en mis sueños.

John estaba sacando del refrigerador un paquete de carne cortada para guisar envuelta en papel rosado.

—¿Sooky Freeman? ¿La sobrina del reverendo Rowel? —¿Tenía un novio que se llamaba Alfred?

—Antes sí, pero dejaron de salir juntos y ella se casó con Theodore Mix. —¿La viste la noche en que murió Bruno?

John me miró directamente a los ojos.

—¿Por qué?

—Creo que es posible que estuviesen en el callejón cuando Mouse mató a Bruno. Tal vez ellos sepan algo.

No era nada agradable enfrentarse a John. Sólo tenía unos pocos años más que yo, pero parecía un bisonte. Era grande y fuerte por naturaleza. Su rostro negro era como el de un adusto dios africano esculpido en madera de jabí.

—¿Por qué lo preguntas, Easy? ¿Qué le vas a hacer a Sooky?

—Tú confía en mí, ¿vale?

John ni se movió, así que supuse que quería decir que sí.

—¿Los viste, a ella o a Alfred, la noche en que murió Bruno? —volví a preguntar.

John regresó a la cocina y echó la carne en la sartén. Después volvió.

—Sí, sí. Les vi a los dos. Estaban ahí fuera en la calle discutiendo, como siempre.

—¿Y a qué hora fue eso?

—¿Y esto qué es? ¿Eres poli?

—¿Era más o menos la hora en que murió Bruno?

John asintió con un movimiento que era pequeñísimo. Como una bala en la cabeza.