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La etiqueta de la primera carpeta decía «Norman Styles». Había un documento sobre la destitución de su cargo debido a la acusación de agresión sexual y lesiones a un tal señor Bradley Rosen y su mujer. Después se retiró la acusación y Styles presentó una demanda para que le indemnizasen por el período que estuvo suspendido del Departamento de Policía de Beverly Hills.

Le habían llamado a declarar sobre una muerte accidental en 1954. Se le interrogó sobre un recluso (llamado John Doe) que había muerto en su celda. John Doe estaba borracho y había armado varios escándalos antes y después de su arresto. Se suicidó ahorcándose con un cinturón de cuero.

Los investigadores querían saber por qué llevaba además tirantes.

El comandante Styles también había hecho algunos trabajos particulares para el señor Hodge. Fue guardaespaldas de varios personajes célebres y de hombres de negocios de Hollywood. En un par de ocasiones se había ocupado de las medidas de seguridad durante las reuniones de dos hombres a los que sólo se hacía referencia por sus nombres de pila.

La última página de la carpeta de Styles era un informe de un antiguo arresto realizado por el Departamento de Policía de Beverly Hills. El 14 de julio de 1939 Marlon Eady había sido detenido por robo con allanamiento de morada. Había sido detenido en casa de Albert Cain.

En la carpeta de Cain no había casi nada. Había un informe médico del año 1940, todo en español, de un lugar llamado Hospital de las Hermanas de la Caridad, en Ciudad de México. Mi escaso español no me sirvió para descifrar cuál había sido el tratamiento. El nombre de la paciente era Jane Smith.

Había una carta legalizada de un abogado, llamado Bertrand Fresco, solicitando que se le transfirieran los documentos legales en nombre de Cain. Esa carta estaba fechada el 4 de junio de 1959. Supuse que aquélla era la razón por la que la carpeta de Cain era tan delgada: todo lo demás lo tendría el otro abogado.

El teléfono empezó a sonar hacia las dos de la mañana. Había una pequeña posibilidad de que fuese una llamada inocente: alguien que se había equivocado o tal vez un viejo amigo que estaba borracho y triste. Pero lo más probable era que fuese un problema, otro ladrillo en mi celda.

No quería contestar, pero podía ser algo relacionado con los niños o tal vez con Jewelle.

—¿Sí?

—¿Qué es lo que pasa, Easy? ¿Te he hecho algo?

En cuanto empezó a hablar supe que estaba borracho.

—Hombre, Odell, ahora mismo tengo un montón de problemas, pero si tienes algo que decirme, dilo.

—Sí que tengo algo que decirte. Sí, señor. Hemos sido amigos desde que eras niño, Easy. Te traje a mi casa cuando no tenías nada que comer ni un sitio donde dormir. Te daba dinero cuando apenas ni tenía para mí. Y tú me lo pagas cagándote en mis zapatos.

—¿De qué me hablas?

—Del reverendo Towne…

—Odell, sé que un día vamos a tener que hablar de eso, pero ahora mismo están pasando muchas cosas…

Odell no me dejó acabar la frase.

—¡Ya lo sé! ¡Ya lo sé! Primero matan a Marlon, que era el único hermano que tenía Betty y sabes perfectamente que ella le adoraba. Y ahora tú has hecho que mataran a su hijo.

—¿Qué hijo? ¿De qué me estás hablando?

—De Terry.

—¿El boxeador?

—Era hijo suyo. Ellos le dejaron vivir aquí, con la familia Tyler, pero era hijo de Betty. Y tú le has matado.

—Yo no he matado a Terry Tyler.

—¿Cómo puedes decirme eso? Sé que lo has hecho.

Me quedé en silencio durante un rato, confuso ante la fuerza de sus acusaciones. Yo no sabía si era culpable o no. Tal vez había matado a Terry. No con mis propias manos, pero quizá lo habían matado por mi culpa.

—¿Quién te ha dicho eso? —pregunté, saliendo de mi ensimismamiento—. ¿Quién te ha dicho que yo he matado a Terry?

Odell se quedó mudo al otro lado del teléfono.

—Odell.

—Déjanos en paz, Easy Rawlins. Sal de nuestras vidas. —Y me colgó el teléfono.

Hacia las tres de la mañana estaba llamando a la puerta de su casa. Estuve dando golpes en aquella puerta durante cinco minutos sin que nadie respondiese. Pero cuando comencé a gritar se encendió la luz del porche y salió Maude vestida con una bata rosa.

—¿Tú sabes qué hora es?

—¡Déjame entrar, Maudria! —grité con todas mis fuerzas.

El miedo asomó a su rostro y se apartó de la puerta. Entré y me puse a mirar por aquella casa tan ordenada.

—Te he dicho que nos dejaras en paz, Easy. —Oí la voz a mi derecha.

—¡Odell! —gritó Maude.

Mi viejo amigo había aparecido por la puerta que daba a la cocina. Llevaba apoyada en el brazo una escopeta de dos cañones de calibre doce.

Levanté las manos hasta que los pulgares me quedaron a la altura de las orejas.

—Odell, yo no maté a Terry Tyler. Fui a su casa…

—¡Baja esa escopeta, Odell! —gritó Maudria.

—… y le encontré allí. Alguien se me acercó por detrás, me apuñaló por la espalda y después me dio en la cabeza con una sartén de hierro.

La mirada de Odell era demasiado profunda como para intentar descifrarla.

—Y hay dos cosas que sí sé. Una es que, sea quien sea el que me apuñaló, no fue el mismo que mató a Terry, y la otra es que el que me apuñaló fue quien te lo dijo a ti.

—¡Fue Betty! —gritó Maude—. ¡Y vale ya, Odell, baja esa escopeta!

—¿Betty? —Ya ni siquiera miraba a Odell—. ¿Betty fue la que me apuñaló?

—Fue a la casa a preguntarle a Terry dónde estaba Marlon y le encontró allí. Y después oyó que había alguien, supuso que era el asesino y entonces esperó el momento oportuno y lo apuñaló. Cuando nos contó lo que había sucedido, Odell supo inmediatamente que se trataba de ti.

—¿Y ahora dónde está Betty? —le pregunté a Odell.

—No lo sabemos —contestó Maude—. Sólo nos llamó por teléfono para contarnos lo de Terry. Para pedirnos que nos ocupáramos de que lo enterrasen.

—¿Y os dijo también algo sobre Marlon?

La mirada de culpabilidad que se cruzaron marido y mujer era testimonio de décadas de honradez. Ninguno de los dos podía ocultar su culpa. Me hubiera echado a reír de no haber sido por la gravedad de todo aquello.

—¿Dónde está?

Las cabezas de ambos se replegaron como si fuesen un par de tortugas que sentían pasar una nube por encima.

—¡Oh, no! ¿En esta casa?

Odell bajó la escopeta, que le quedó colgando a un costado, y retrocedió dando un traspié. Tenía toda la intención de dejarse caer en una silla pero calculó mal y se fue deslizando pared abajo, hasta acabar en el suelo.

Maude corrió hacia él.

—Ay, cariño —dijo al tiempo que se arrodillaba y le cogía la cabeza con las manos.

Observé a mis viejos amigos durante un rato, incapaz de interrumpir su pena. Aquél era un sufrimiento que habían estado reprimiendo durante días y necesitaban tiempo para desahogarse. Maude lloraba y Odell miraba aquí y allá en busca de las lágrimas que no llegaban.

—¿Dónde está? —volví a preguntar.

—Abajo, en el sótano. —La voz de Odell era más débil aún que la de Martin.

Tenía un ojo totalmente abierto y el otro era una simple rajita brillante. Los labios estaban hinchados y abultados en la zona donde se los habían partido. El último gruñido de un muerto, sin duda. No llevaba más que una camiseta. Una mano apuntaba retorcida hacia abajo, hacia sus tristes genitales. La otra se extendía a su lado, como si intentase quitarse de encima a un perro demasiado cariñoso o un pensamiento molesto. Yacía sobre tres bolsas de arpillera húmedas. Tenía otra bolsa sobre el pecho y otra sobre las rodillas.

—Es hielo —dijo Maude—. Para que no se pudra aquí abajo.

—¿Qué le pasó?

—Le dieron una paliza, Easy.

—¿Quién?

—Unos blancos. Querían que les dijese dónde estaba Betty, pero él no lo sabía. Querían matarle. Así que él se hizo el muerto y, cuando le dejaron, les robó uñó de los coches y empleó su último resquicio de energía para conducir hasta nuestra casa. —La voz de Maude había adquirido un tono casi mitológico.

—¿Dónde está el coche? —pregunté.

—Odell lo llevó un par de manzanas más arriba.

—¿Cuándo pasó todo eso?

—Justo después de que tú vinieses por aquí.

—¿Quién le pegó?

—Él dijo que había sido la policía, Easy.

A Maude se le abrieron los ojos con el típico miedo que los pobres le tienen a la policía.

—¿Llamasteis al médico?

Maude sacudió la cabeza. Se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Murió inmediatamente, Easy. He visto suficientes muertos como para darme cuenta. No sabíamos qué hacer, por eso de los policías, así que lo trajimos aquí abajo.

Mientras Maude y yo hablábamos, Odell estaba de pie en la puerta, tan demacrado como no lo había visto nunca en mi vida.

—¿Dónde está Betty, Maude?

—No lo sé. No quiso decir dónde estaba.

—¿Le habéis contado esto? —pregunté mientras apuntaba al cadáver helado.

—No —dijo entre sollozos—. Estaba tan destrozada con lo de Terry que pensamos que otra mala noticia acabaría con ella.

—¿Qué vais a hacer con él? —pregunté.

—No lo sé. Tenemos que enterrarlo. Hay que ponerlo bajo tierra —dijo Odell.

—No puedes llevarlo a una funeraria a no ser que quieras que los polis se enteren.

—No, no puedo hacerlo.

—Yo puedo cavar un agujero aquí. Podemos decirle una oración aquí mismo.

—Ya veremos —dijo Odell. Después comenzó a subir las escaleras del sótano tambaleándose.

—¿Dónde está Betty? —le pregunté a Maude—. ¿De qué huye?

—¿Te encargarás de enterrarlo, Easy? —fue toda su respuesta.

—Sí, sí, cariño. Sólo te voy a pedir que lo mantengas con hielo un par de días más hasta que resuelva un par de cosas.