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—Sí —dijo el tipo de la barra en Remo's—. Dejó dicho que se encontraría con usted a las…, a las… —Dudó mientras intentaba leer la nota—. A las nueve, detrás del puesto de perritos calientes que usted le dijo.

Eso era a las doce y cuarto. Hacía cuarenta y dos grados. El viento procedente del este era una dolorosa guadaña.

Hacía demasiado calor para quedarme en el coche y no tenía ningún sitio adonde ir hasta que fueran las nueve. Así que me metí en un bar para blancos y negros en la calle Normandie, llamado Viking. Era un sitio oscuro y fresco en el que ponían canciones antiguas y servían de comer. Pedí pescado rebozado, patatas fritas y una ensalada de repollo, zanahoria y cebolla con mayonesa. Estuve a punto de pedir una cerveza pero me decidí por un vaso de agua con hielo.

Sobre la barra había un ejemplar del L.A. Times.

Kennedy estaba considerando si reanudar o no las pruebas nucleares subterráneas y Jruschov amenazaba con hacerlas al aire libre. En Alaska la lluvia radiactiva había aumentado un tres mil por ciento y no había ningún negro en todo el mundo que mereciera un artículo periodístico.

Hice tiempo hasta las dos y media. Después fui a la cabina telefónica y llamé a John.

—He estado llamándote, Easy —me dijo John.

—Es que no he estado en casa. ¿Qué querías?

—Creo que es mejor que te pases por aquí esta noche, sobre las nueve.

—No puedo, hombre. Tengo un asunto importante y no sé a qué hora acabaré.

El silencio al otro lado de la línea expresaba la ira de John. La gente no solía decirle que no muy a menudo.

—Puedo pasarme por la mañana, si es que para entonces no estoy en la cárcel —dije para llenar el silencio.

—Entonces vente a las nueve de la mañana —dijo, y a continuación colgó.

El resto del día lo pasé en Santa Mónica. Me descalcé y me senté en la arena sobre una toalla de la Asociación Cristiana de Jóvenes. Pero el mar no me relajó y las bañistas no me hicieron sonreír.

Al final de la tarde fui a una tienda del ejército y la marina que estaba en Pico y me compré unos pantalones negros, una camisa azul oscura y un par de zapatillas negras.

A las ocho y cincuenta y nueve ya había aparcado en Livonia, a unas pocas manzanas al oeste de Robertson, e iba andando por el callejón. Estaba orgulloso de mi exactitud y puntualidad. Aquel motivo de orgullo era una secuela de mi época en el ejército.

—Easy.

Con sus pantalones grises y su chaqueta de cuero negro, Alamo era como un espectro detrás del cubo de la basura. Colgada a la espalda llevaba una larga mochila inglesa teñida de negro. Tres edificios más allá estaba la oficina de Hodge.

—¿Estás listo? —me preguntó Alamo. Me miró las manos y después los pies—. Buenas zapatillas. Buenas zapatillas.

Me enseñó dos dedos indicándome que esperara y luego marchó delante. Esperé dos minutos y le seguí. El Edificio Robertson de Profesionales daba al Boulevard Robertson y hacía esquina con Pico. Alamo y yo estábamos en la parte trasera de aquel edificio, en un pequeño aparcamiento a la entrada del callejón. El aparcamiento era de la Panadería Cup-cake, de la tienda de cristales de Ron Gordon y de una papelería cuya fachada daba a la calle Pico. El edificio de oficinas y la tienda del cristalero formaban el ángulo de la ele invertida.

—Shh. —Alamo sacó de su mochila dos pares de guantes amarillos de lavar los platos y me pasó un par—. Póntelos.

En la pared había una escalera apoyada junto a una ventana que quedaba entre el primer y el segundo piso del edificio de Hodge.

Alamo volvió a enseñarme dos dedos y comenzó a subir la escalera. El ruido que hizo la ventana al romperse fue más fuerte que algunos cañonazos que yo había oído. Alamo entró y yo subí y entré tras él.

Nos encontrábamos en un descansillo de las escaleras del edificio.

Metimos la escalera por la que habíamos subido y la llevamos al segundo piso, donde la apoyamos horizontalmente contra la pared. Alamo sacó una linterna de su mochila que daba una luz muy débil, como si se estuviera quedando sin pilas.

Nos detuvimos frente a la puerta en cuyo cristal estaba grabado: SR. CALVIN P. HODGE.

—¿Es éste tu chico? —me preguntó Alamo.

—Sí.

En lugar de sacar las herramientas y ponerse a trabajar en aquella puerta, Alamo continuó pasillo abajo hasta la siguiente oficina, donde ponía: MYNA GOLDSTEIN, TEJIDOS FINOS. Alamo sacó unos alicates que tenían una punta larga y fina. Cerró los alicates e insertó la punta entre la cerradura y el marco de la puerta. Después empleó toda su fuerza para lograr abrir los alicates.

—Échame una mano.

Cogí uno de los lados con mi mano buena y tiré con toda mi fuerza. Pasados unos treinta segundos, la madera que había alrededor de la cerradura empezó a ceder. El cerrojo se desencajó y la puerta se abrió hacia adentro.

Era otra oficina pobretona. Apenas un escritorio y un archivador. Sobre la repisa de la ventana había un tiesto con una planta, una cinta de dos tonos. Mientras yo improvisaba poniendo una silla bajo el pomo de la puerta para evitar que alguien metiera la nariz, Alamo fue derecho a la pared que daba a la oficina de Hodge. Sacó dos martillos de alpinista de su mochila y me pasó uno.

—Manos a la obra —dijo, y se puso a martillear la pared de yeso.

Nos pasamos la siguiente media hora quitando el yeso de las vigas transversales que formaban la pared. Después reptamos a través de un espacio triangular y entramos en la oficina de Hodge. No había alarmas que nos impidieran salir ni cerraduras extrañas que forzar.

La oficina de Hodge tenía el mismo tamaño y disposición que la de Myna Goldstein. Pero él tenía un gran escritorio de roble y una alfombra mullida. En la pared había varias placas que ensalzaban sus logros y una vitrina con no menos de quince trofeos de caza y de tiro. Había demasiados muebles para una habitación tan pequeña. Me imaginé que tal vez un día había tenido un gran despacho en Wilshire pero había tenido que trasladarse cuando los tiempos se pusieron difíciles.

El señor Hodge era un hombre que iba cuesta abajo.

Usando martillos, un punzón con punta de titanio y un par de cizallas abrimos el cerrojo del archivo de Hodge en menos de treinta minutos. Dentro encontré la carpeta de Albert Cain. No era muy gruesa. Se me ocurrió mirar si estaban Saul Lynx y el comandante Styles.

Esperaba encontrar material sobre Saul, pero sólo había una carpeta delgada del comandante.

Mientras yo buscaba, Alamo revisaba el resto de la oficina, metiendo todo lo que podía en su mochila y cogiendo el dinero suelto que iba encontrando.

Ya estaba más que listo para marcharme cuando se oyó un gran estruendo.

—¡Shh! —siseó Alamo.

A través del agujero de la pared vimos una luz en la oficina de Myna Goldstein.

—¡Ayúdame! —Alamo estaba cogiendo el archivador. Enseguida comprendí lo que quería hacer. Entre los dos, empujamos el destrozado mueble para cubrir lo mejor posible el agujero que había en la pared. Después cogí la máquina de escribir de Hodge y la tiré contra la ventana, que estaba cerrada con un cerrojo.

Saltaron tres alarmas diferentes al mismo tiempo y alguien gritó: «¡Policía!».

Alamo ya estaba saliendo por la ventana y yo iba justo detrás de él. Pero no me percaté de mi error hasta que me agarré del pasamanos de hierro para descolgarme por las escaleras de rejilla. Un dolor me atravesó la espalda con más fuerza que el timbre de las alarmas. Caí sobre el tejado del puesto de perritos calientes, rodé y quedé despatarrado sobre la acera. No me rompí un hueso de puro milagro.

—¿Estás bien?

Alamo me agarró por detrás e intentaba ponerme de pie. Pero la espalda me dolía tanto que lo único que yo hacía era negar con la cabeza.

—En la calle Livonia, a media manzana de Pico, hacia el norte —le dije. Alamo salió corriendo hacia el sur por Robertson. Yo intenté cruzar la calle corriendo en dirección este para despistarlos, pero cuando iba por la mitad de la calzada me echaron el guante.

—¡Alto o disparo!

Igual que en las películas. Yo nunca doy un paso en falso, pero en aquel momento me di cuenta de que el oficial seguía en el segundo piso del edificio de oficinas. Sopesé las posibilidades de que un disparo de pistola me alcanzara a aquella distancia.

Seguí corriendo.

Por lo menos hizo ocho disparos. Las balas rebotaban en la acera junto a mis pies. Comenzaron a sudarme hasta las tripas y corrí tan de prisa que creí que me había vuelto invisible. Debí de correr unas siete manzanas. En las cuatro primeras seguí una ruta en zigzag alejándome de mi coche. Pensaba todo el rato en engañar a los polis, en despistarlos. Pero después me di cuenta de que ellos no sabían dónde estaba mi coche; me seguían a mí.

Después de eso me dirigí al coche a toda velocidad. Dos minutos más tarde apareció Alamo calle abajo.

Conduje en dirección oeste por Olympic hacia Santa Mónica, pensando que si cambiábamos de municipio la policía no podría seguirnos la pista.

—Joder, qué cerca han estado —dijo Alamo. Respiraba agitadamente después de la carrera que se había echado—. Esta vez sí que los hemos tenido cerca.

Me sudaban las manos dentro de los guantes de goma.

—Iré hacia Santa Mónica —dije.

—Puedes dejarme en la casa de unos amigos en Tuxedo Lane. Es mejor que no cojan a la sal y a la pimienta dentro del mismo coche —dijo Alamo—. ¿Cuándo quieres que hagamos el reparto?

Se refería al botín que había cogido.

—A mí lo que me interesaba eran unos papeles que me sacarán de un lío. No quiero nada más. ¿Necesitas que te pague algo?

—No. No, pero quizá podamos hacer negocios juntos, Easy. Eres bueno.

—Sí. Tan bueno que casi dejo mi sangre derramada en una esquina.

Dejé a Alamo a media manzana de la casa de su amigo.

Me inundó el deseo de ir a casa. No podía pensar en un hotel ni en la casa de un amigo siquiera. Quería mi silla y mi lámpara.

Aquello era de idiotas, pero tenía que ir a casa. Di dos vueltas a la manzana en el coche. No había ningún coche sospechoso aparcado ante la casa ni en toda la calle. Las luces de mi casa estaban apagadas, lo cual tampoco quería decir nada, porque los polis podían estar esperándome en la oscuridad. Pero eso habría sido una decisión cara. Yo tendría que haber sido uno de los diez más importantes para que se gastasen todo ese dinero en horas extras. Finalmente, metí el coche por el camino de entrada al garaje y asumí el riesgo dirigiéndome hacia la puerta principal.