26

Una especie de cacareo me despertó cuando empezaba a amanecer. Dos cuervos escarbaban en la fina capa de rocío que se había formado en el capó de mi coche. Me había quedado dormido sentado al volante. Tenía el hombro izquierdo rígido. Recé en silencio para que la infección no me matara igual que a Rufus.

Los cuervos estaban tan juntos que sus colas se tocaban. Miraban en direcciones opuestas, uno de espaldas al otro.

Me hubiera gustado tener un compañero de armas en el que confiar. Mouse era el único que había tenido en mi vida, pero estar con él era como arrimarse a un puerco espín.

Cuando me incorporé, uno de los cuervos levantó el vuelo inmediatamente, pero el otro me clavó los ojos y me miró de arriba abajo. Era como si sus ojos apagados y duros fueran los de la historia del mundo natural cogiéndome, evaluándome y clasificándome como a un idiota.

Ni siquiera el bajarme del coche y dar un portazo me libró de mi ángel negro. Se limitó a dar unos saltitos y a volverse para seguir observando mi desagradable exhibición de apatía humana. Se puso a llamar a su cobarde compañero mientras yo hacía mis necesidades contra el tronco de un árbol, y abrió el pico y batió las alas cuando froté una cerilla para encender un cigarrillo.

—Y tú ¿qué miras? —le pregunté después de un rato. Me respondió bajándose del capó y poniéndose a picotear una ramita del suelo.

Cuando volví a meterme detrás del volante noté el olor que aquellos cuervos debían de haber percibido: era el olor de un animal enfermo, tan débil que ni siquiera era capaz de lavarse.

El cuervo se fue, por fin, cuando puse en marcha el motor. Lo vi, a él y a su amigo, planeando por encima del sauce mientras me alejaba rumbo a mi vida.

Me dirigí a la Asociación Cristiana de Jóvenes de Main para darme un remojón matutino en la piscina. Después me duché y me afeité con una maquinilla que me prestó Amos Mackey, el hombre que trabaja en los vestuarios. Volví a llamar a Remo's pero todavía era temprano para que estuviera abierto.

Tenía que hacer tiempo pero no podía pensar en descansar porque estaba tan nervioso que no podía ni leer el periódico y allí no había ningún sitio donde estar tranquilo. Tenía muchas cosas en que pensar, y todas eran horribles.

Podía haber ido a hablar con John sobre una solución que se me había ocurrido para el asunto de Mouse. Pero no me sentía lo suficientemente fuerte para eso, así que decidí coger el coche e ir al 52 del Boulevard Wilshire, que era donde Save-Co tenía sus oficinas para el sur de California. Al menos, que yo supiera, Save-Co sólo quería mi propiedad. No eran una amenaza para mi vida.

Era uno de esos edificios nuevos: vigas de acero blanco a la vista sobre cemento verde y ventanas azules. Parecía una especie de gofre al que le habían salido varios tipos de hongos.

Cuando miré el panel con la lista de oficinas vi que Mason LaMone tenía un despacho allí. Él también quería mi dinero, pero no era más que un solitario. Tal vez lograra asustarlo para que se olvidara de mi propiedad.

—¿Dígame, señor? —me dijo un joven blanco y guapo con el pelo rubio rojizo. Estaba sentado detrás de un escritorio en una oficina que ponía MASON LAMONE INMOBILIARIA en la puerta.

—¿Es usted LaMone? —le pregunté.

—No, señor —contestó amablemente—. Yo me llamo Carson y trabajo con el señor LaMone.

—Dígale que salga un momento, ¿vale? —Yo no tenía ganas de ser amable.

—¿A quién debo anunciar?

—Freedom's Plaza.

—¿Cómo?

—Me ha oído perfectamente. Dígale que Freedom's Plaza está aquí.

Carson cogió el teléfono y transmitió mi mensaje, más o menos.

—Por favor, tome asiento. El señor LaMone le recibirá en cuanto pueda.

Entonces pasé junto a Carson y me dirigí hacia la puerta que había detrás de él.

—¡Oiga! —gritó, y se puso de pie de un salto. Debía de medir un metro ochenta.

Cuando se dirigía hacia mí levanté un dedo y dije, con muchísima suavidad:

—Siéntate o te parto la cabeza, maldito blanco. Y no estoy de broma.

Carson se quedó clavado en el suelo y yo abrí la puerta y entré en la oficina de Mason LaMone.

Aquello parecía más un trastero que una oficina. Aunque en el resto del edificio había aire acondicionado, en aquella habitación hacía calor. La ventana estaba abierta y el sol del desierto entraba a raudales. El suelo era de baldosas de linóleo gris con unas venillas rojas.

El escritorio del señor LaMone era una simple mesa de metal pintada de marrón oscuro. No había ningún otro mueble a la vista, ni siquiera una estantería. Sobre la mesa había un teléfono negro manchado de pintura. Del teléfono salía un cable largo y lleno de nudos que serpenteaba hasta el resquebrajado enchufe de la pared.

Al teléfono, sentado detrás del escritorio en la única silla que había en toda la habitación, bajo los implacables rayos del sol de Los Angeles estaba Humpty Dumpty. Tenía una cabeza calva que era como un enorme cuenco al revés, con unas orejas y unas gafas diminutas que apenas le cubrían los enormes ojos. El bigote era canoso y el traje verde claro parecía hecho de piel de renacuajo, por lo brillante y viscoso.

—Perdóname, pero tengo que cortar —dijo al teléfono con un susurro ronco que sonó como si llegara de muy lejos.

El señor LaMone se puso de pie sobre unas piernas de piel de renacuajo de un verde brillante, más parecidas a troncos de árboles que a las extremidades de un ser humano.

—¿Sí?

—¿Es usted LaMone?

Asintió con la cabeza.

Yo no estaba preparado para encontrarme con un hombre de aspecto tan extraño e intimidador. Todo en él parecía pensado para desconcertarme.

—Me llamo Rawlins —le dije.

Sonrió y asintió con la cabeza.

—He oído hablar de usted. Sí, señor…

—Puede que no lo haya oído todo. Por lo menos, todavía no.

La puerta de la oficina se abrió detrás de mí. Carson y tres hombres blancos más entraron en tropel.

—¡Señor LaMone! —gritó Carson.

—¿Qué es esto? —dijo LaMone directamente a Carson con los ojos brillándole detrás de los cristales bañados por el sol.

—Ah, em, bueno, es que he ido a buscar a los guardias de seguridad cuando él, porque él…

—Lo suyo es cuidar la puerta, Carson —dijo el enorme huevo verde con voz de trueno—. Ahora márchese. Búsqueme a Milo y tráigalo aquí. —LaMone apuntó hacia sus pies con un grueso dedo índice.

—¿Y qué pasa con…, qué pasa con…?

—Hablaré con el señor Rawlins a solas.

Sólo uno de los guardias de seguridad podía haberme ocasionado problemas. Uno era bajito y delgado, otro era barrigón y tenía los brazos cortos, pero el tercero, que llevaba barba, era un tipo enorme. Puede que tuviese más músculos que yo, pero no iba a poder contra la 38 de Saul Lynx.

—Vamos. Márchense. —Mason LaMone barrió el aire con sus gigantescas manos.

Los guardias me miraron con odio mientras Carson les conducía fuera de la oficina. Estaban furiosos por la forma en que Mason les había echado de allí, pero dirigían su odio hacia mí.

Después de todo, yo no les pagaba el sueldo.

Cuando se marcharon, me planté frente a LaMone, que había vuelto a sentarse detrás de su escritorio.

—Mire, sé perfectamente lo que han estado tramando usted y Clovis —le dije. Creo que ni siquiera respiraba—. Y no voy a dejar que me quiten lo que es mío.

—Yo no tengo nada que ver con el condado, señor Rawlins. Son ellos los que necesitan una planta de tratamiento de aguas residuales. ¿Eso qué tiene que ver conmigo?

—A mí no me van a joder con eso. Tengo el número de Clo y voy a echarles todo el tinglado por tierra, a los dos.

Mi amenaza no hizo mucho efecto en Mason LaMone. Se quitó las gafas y me miró fijamente con grandes ojos inexpresivos.

—Si quiere emplear su tiempo en eso, señor Rawlins, a mí me da igual. Yo me dedico a los negocios, eso es todo. Cuando me enteré de que había unos inversores que querían construir un centro comercial me fui a hablar directamente con ellos.

De repente, el huevo se llenó de entusiasmo. Se puso de pie y empezó a gesticular incoherentemente.

—Me puse en contacto con la señorita MacDonald y establecí una vía de comunicación. Eso es todo. Después me llevé un disgusto cuando me enteré de que el condado iba a expropiar ese terreno. —Señaló hacia el techo, cosa que no entendí a qué venía—. Lo que yo quiero es hacer dinero, y una planta de tratamiento de aguas residuales a mí no me va a reportar ni un céntimo.

—Pero si revocan la decisión después de habernos echado, eso dejaría disponible la propiedad a un precio bajísimo.

LaMone regresó a su silla. Se sentó y volvió a sumirse en su tranquilidad. Ahuecó aquellas manos enormes sobre la mesa y las contempló.

—Yo no soy adivino. Si los hechos evolucionan positivamente, los explotaré. Así son los negocios. —LaMone no pudo evitar dirigirme una sonrisita después de aquello. No pudo evitar reírse de cómo había asestado aquel golpe a un pobre negro que quería ponerse a la altura de los chicos importantes y tener una oportunidad.

—Ajá, sí —dije—. Pues yo sí que sé leer las hojas de té. Puedo decirle lo que va a pasar. Puedo decirle que Clovis MacDonald va a perder todo el dinero que usted le ha dado. Puedo decirle que si yo pierdo mi propiedad y luego, por alguna especie de coincidencia divina, llega a surgir un centro comercial o unos grandes almacenes donde debería estar esa planta de tratamiento, entonces pasarán cosas terribles. Puedo jurarle que, sea lo que sea lo que se construya en ese terreno, si no es mío no será de nadie. Porque si usted insiste en convertirme en un negro de mierda, no me quedará otra salida que serlo. Ninguna otra salida.

A Mason LaMone se le borró la sonrisa. Y en aquellos ojos antes inexpresivos noté un atisbo de inquietud, cierta preocupación. Allí, delante de él, donde antes creía ver un cielo claro para toda la vida, el señor LaMone, el enorme huevo de reptil blanco y verde, empezó a distinguir varias nubes.