Aparqué a dos manzanas y me dirigí a una cabina telefónica en la Avenida Hollywood. Esta vez contestaron el teléfono en Remo's, pero Alamo todavía no había llegado. No eran más que las dos de la tarde, así que decidí coger el coche e ir a ver lo que había soñado.
Pero antes de que pudiera volver al coche pasó junto a mí un Ford Galaxy en dirección este. El blanco que lo conducía era corpulento y hablaba lo suficientemente alto como para que yo pudiera oír lo que decía a su acompañante, una mujer de pelo negro que me daba la espalda. Estaba inclinada hacia el gordo, con una mano apoyada en su hombro y la otra me pareció que debía de tenerla en la entrepierna de él.
No estaba seguro de si era Carmela.
Bajé por Avalon hasta llegar al terreno baldío. El terreno en el que antes estaba Comerciantes en Madera. Ahora no había más que mugre, saltamontes y maleza. Detrás había una torre de electricidad. Se oía cómo zumbaba la energía a través de ella; casi se podía sentir el chisporroteo eléctrico.
Todavía quedaban unos pocos jirones de la bandera de Comerciantes. Saqué la fotografía de Betty y busqué las palmeras que flanqueaban el esqueleto de acero.
Pasé las dos horas siguientes recorriendo en el coche las calles paralelas a Avalon que había cerca de la torre. Estuve en todas las calles en un radio de veinte manzanas a la redonda y ya estaba a punto de darme por vencido. Es más, mi cabeza ya se había dado por vencida. Pero cuando bajé por la Avenida Slauson para retomar Avalon decidí intentarlo una vez más.
La cabañita estaba a sólo dos manzanas por detrás de la torre. La primera vez no la vi porque le habían puesto una pequeña valla blanca y puntiaguda alrededor del jardín y habían pintado la casa, que antes era de color carbón, de un turquesa brillante.
—¿Qué desea?
El hombre que abrió la puerta llevaba unos pantalones amarillos flojos y una camisa de algodón brillante de un tono parecido. Tenía el pelo largo y alisado, peinado hacia atrás en ondas grasientas, y empezaba a tener canas en las sienes.
—Disculpe que le moleste, señor —le dije. Podía echar mano a más de una docena de mentiras creíbles: que era un antiguo amante, un agente de seguros, un vecino de la manzana contigua, un amigo que traía noticias de Marlon.
El hombre, al que reconocí por la fotografía, me miraba con expresión de curiosidad.
—Mi nombre es Ezekiel Rawlins —le dije—. Y he venido porque estoy buscando a Elizabeth Eady.
La frente se le arrugó con el mismo tipo de ondulaciones que se le formaban en la cabellera.
—No está aquí —dijo. Tenía voz de barítono, y sus palabras resonaban de tal modo que parecían sacadas de una canción.
—No pensé que estuviese, pero ¿podríamos hablar un momento? —Miré por encima de su hombro hacia el interior de la casa.
—¿Cómo ha dicho que se llamaba?
—Ezekiel Rawlins —repetí—. ¿Y usted?
—¿Viene a mi casa y ni siquiera sabe cómo me llamo?
—Siento mucho molestarle, señor —respondí—. Pero es que empecé a buscar a Betty sólo para echar una mano y ahora, bueno, ahora estoy preocupado.
No tenía ningunas ganas de dejarme entrar en su casa, pero se dio cuenta de que iba a tener que negociar conmigo. En cuanto mencioné a Betty noté que quería enterarse de cuáles eran mis intenciones.
—Entre, que el sol pega demasiado fuerte —dijo, abriendo la puerta de tela metálica.
—Gracias, señor…
—Landry. Me llamo Felix Landry.
Me gustaba la casa del señor Landry. Era la casa de un hombre. Los muebles eran de madera oscura y aspecto sólido y las ventanas eran amplias y no estaban sofocadas bajo el peso de volantes y lazos. En el salón había dos sillones marrones y un sofá de color crema sin almohadones. El sofá estaba frente a una chimenea falsa en la que había un quemador de gas. Había un gran mueble de nogal con una radio y no tenía televisor. Una manta de Nuevo México servía de alfombra y la pared estaba decorada con pinturas al óleo sobre fotografías de la vida cotidiana de la gente de color.
—¿Quiere tomar algo? Tengo un poco de jamón y una tarta de pacana —me preguntó.
—No, gracias. Vayamos al grano.
—¿Qué tiene que decirme?
Estábamos los dos de pie pero aquello no era como el enfrentamiento entre Ortiz y yo. Ahora se trataba de dos hombres preocupados e incómodos por lo que tenían que tratar.
—¿Puedo sentarme? —pregunté. Entonces nos sentamos—. Como le acabo de decir, señor Landry, estoy buscando a Betty.
—Como le acabo de decir, señor Rawlins, Betty no está aquí. A veces viene a verme pero nunca lo sé de antemano —dijo, sacudiendo la cabeza.
—¿Cuándo fue la última vez que tuvo noticias de ella?
—No sé. Hace un mes, tal vez.
—¿Estaba…, estaba molesta por algo?
—No, no. Es decir, no más de lo que suele estarlo cada vez que baja de esa casa. —Felix elevó la mirada a través de sus paredes hacia Beverly Hills.
De repente un espasmo me atravesó la espalda y me estremecí de dolor.
—¿Se refiere a la casa de Sarah Cain? —pregunté, aguantándome el dolor.
—¿A qué viene todo esto, señor Rawlins? No le conozco de nada y sin embargo usted se sienta aquí a preguntarme cosas de las que no suelo hablar.
—Un hombre me contrató en nombre de Sarah Cain para encontrar a Betty.
—¿Encontrarla? Pero si vive con ellos.
—No, ya no. Se ha marchado y en cada lugar adonde voy a buscarla encuentro un problema.
No conseguía percibir si Felix sabía algo o no. El gesto adusto de su cara no dejaba traslucir la más mínima emoción ante lo que yo decía. Pero tuve la sensación de que me quería preguntar algo y que no estaba seguro de que yo fuera la persona apropiada a la cual plantear tal pregunta.
—No puedo ayudarle, hombre —acabó por decirme—. Yo creía que ella seguía allí arriba con ellos.
—¿Le gustaba trabajar para los Cain? —le pregunté, con la esperanza de ganarme su confianza.
—No hablamos mucho de eso. Ella viene a verme para huir de las cosas, ¿sabe?
—¿Huir? ¿Estaba mal allá arriba?
—Los hombres siempre le ponen las cosas difíciles a Betty. Empiezan a rondarla y a creerse grandes machos —dijo Felix con desdén—. No tienen ningún interés en conocerla, lo que quieren es someterla, arrebatarle eso que la hace especial.
—¿Y qué es eso? —pregunté.
—Su libertad. —Lo dijo como afirmando que yo era idiota por no saberlo.
—¿Y usted no quiere arrebatársela?
—No. Yo la amo por lo que es. —Lo dijo con tal sinceridad que me dio vergüenza ajena.
—¿Así que ustedes dos sólo son amigos?
—Lo mejor que puedes ser con Betty es un amigo. Ser amigo significa que la quieres y la conoces. Ser amigo significa que no la posees pero que siempre estás ahí.
—¿Albert Cain creía que la poseía?
—¡Claro que lo cree! —Los ojos de aquel extraño se llenaron de amargas lágrimas.
—No, ya no —dije usando el tono irónico de mi juventud—. Está muerto. Lleva muerto más de dos semanas.
Felix respiró hondo y me clavó los ojos.
—¿Está seguro? —preguntó.
—Segurísimo.
Felix se llevó las manos al cuello. Se puso de pie y se dirigió hacia la puerta principal. Una sonrisa mezclada con una pizca de miedo le cruzaba el rostro. Regresó a su sillón y se sentó durante unos segundos, pero enseguida volvió a levantarse y a recorrer el salón. Después sacó un pañuelo amarillo del bolsillo y escupió en él.
—¿Ha dicho muerto? ¿El viejo Cain? —me preguntó. Se detuvo frente al calentador de gas.
Asentí con la cabeza.
Felix retorció el pañuelo con tal fuerza que pensé que iba a exprimir la saliva que había dentro.
—¿Y Betty se marchó antes o después de eso?
—No lo sé exactamente.
Felix era igual que un alegre perro de los dibujos animados de la Warner Brothers cuando se reía. Aullaba como si acabara de contarle el chiste más gracioso que hubiese oído en su vida.
—¡Joder! —gritaba mientras sacudía la cabeza, muerto de risa—. ¡Joder!
Felix seguía allí de pie, doblado hacia adelante como un viejo, retorciendo aquel trapo y riéndose. Daba miedo. Daba miedo ver tanto odio en un hombre. Me daba miedo porque yo también sentía el impulso de reírme con él. Me mordí la lengua para que no se me notase en la cara.
Después de algunos minutos, Felix se calmó. Sacó la lengua y se mojó los labios, después se sentó en el sofá junto a mí.
Juntó las rodillas y apoyó las manos sobre ellas para demostrar que ya se había calmado.
—Bueno, ¿y en qué puedo ayudarle? —me preguntó, dando a entender que acababa de hacerle un gran favor.
—¿Tiene alguna idea de dónde puedo encontrar a Betty?
Negó con la cabeza, sonriendo todavía.
—No —dijo—. Y si la tuviera, no se lo diría, porque si Betty quisiera volver con ellos, lo haría. Pero le diré que la están buscando, si es que se pone en contacto conmigo.
—¿Por qué odia tanto a los Cain, señor Landry?
—No les odio en absoluto. Sólo lo odio a él.
—¿Por qué?
—Porque…, porque cogió a Betty y la destrozó. La destrozó por ser tan fuerte. La tuvo bajo la pata durante tantos años que ella no sabía cómo hacer para marcharse ni siquiera después de que él ya estuviera enfermo.
—Pero ¿qué fue lo que le hizo?
—Nunca hemos hablado de eso —dijo—. Lo único que yo podía hacer era estar junto a ella cuando tenía un día libre y él la dejaba salir. Yo preparaba pollo para ella y poníamos música de Fats Waller y bailábamos aquí mismo, en esta habitación. Yo corría los muebles y Betty y yo poníamos esa alfombra hecha una pena.
—¿Se quedaba aquí con usted? —pregunté.
—¿Y adónde iba a ir? Ella no quería ir a ocuparse de nadie, lo que necesitaba era alguien que la cuidara. Yo soy el único que se ha ocupado de Betty. —Dio unos golpecitos en el espacio que había entre nosotros—. Yo dormía aquí mismo y le dejaba mi cama. ¿Sabe?, sólo duermo bien cuando estoy en este sofá y sé que Betty está a salvo en mi dormitorio.
Quise preguntar ¿a salvo de qué? Pero me di cuenta de que Felix no iba a contestar a ninguna pregunta real. Lo que le gustaba era hablar de Betty. Me lo imaginé vestido de punta en blanco, yendo de aquí para allá por su casita diminuta y hablando en voz alta como si ella estuviese allí. Preguntándole a Betty qué le parecía la salsa de melocotón y cuál era su orquesta de jazz favorita.
—No sé dónde está, señor Rawlins. —Felix me despertó de mi visión sobre sus sueños—. Pero le diré lo que usted me ha contado.
Conduje sin parar hasta salir del condado de Los Angeles y llegar a Riverside. Me alejé tanto que las carreteras se iban convirtiendo en caminos comarcales a medida que bajaba el sol. Me salí del camino y atravesé un campo hasta llegar a un lugar adonde íbamos Jesus y yo algunas veces a pescar cangrejos de río.
Había una zona con laureles y un gran sauce llorón junto al arroyuelo en el que pescábamos, que en aquella época del año estaba seco.
Paré debajo del sauce y apagué las luces. La luna era apenas una rodaja y los grillos estaban en pleno griterío. El aire tibio estaba impregnado del perfume amargo del laurel.
Me puse a pensar en Felix y en la fuerza de su amor platónico y en Carmela y en su oferta de sufrir por mí.
Cualquier cosa que pensara me conducía nuevamente a Betty.
Tres días después de que Adray Ply me tirara en el barro, yo ya estaba tras los pasos de Betty otra vez. Solía seguirles, a Marlon, a ella y al hombre que la acompañara esa noche, a media manzana de distancia. A veces transcurría una noche entera sin que pudiera tener la oportunidad de verla de cerca. Pero había noches en que Betty me llamaba: «Chico, ven, acércate», y me encargaba que le trajera cigarrillos o una cerveza. Fue la mujer por la que yo me metí la camisa por dentro de los pantalones por primera vez.
Recuerdo una noche muy parecida a esa de Riverside. Betty estaba paseando con un tipo muy rudo llamado Rufus George. Era un mulato pelirrojo con grandes músculos y el rostro amarillento cubierto de pecas. Habían dejado a Marlon jugando a los dados en un callejón y ellos estaban en las casas de vecinos que hay al sur del Distrito Quinto, sentados sobre un cajón y bebiendo de la botella un alcohol destilado ilegalmente que yo les había ido a buscar. Yo les observaba desde el otro lado de la calle, les veía beber y besarse por encima del cuello de la botella. Parecía como si la enorme lengua de Rufus fuera a asfixiar a Betty. Finalmente ella se puso de pie y cruzó la calle tambaleándose hasta donde yo estaba.
—Ven aquí —me dijo con una voz tan gruesa como la lengua de Rufus.
La seguí al otro lado de la calle, pasamos junto al cajón donde habían estado sentados y nos metimos en un callejón entre dos edificaciones enormes construidas sobre unos troncos. Rufus estaba extendiendo una manta sobre el suelo mugriento.
Cuando se volvió hacia nosotros, Betty gritó «¡Rufus!» con una risa contenida en la voz. Miré hacia donde ella miraba y vi la enorme cosa sin circuncidar de Rufus colgándole por fuera de los pantalones. Era de un marrón rojizo intenso y estaba medio erecta. Me pareció una trompa de elefante en el momento en que el gran animal está a punto de barritar.
—Tú vigila por nosotros, cariño —me susurró Betty al oído. Después se dirigió hacia Rufus. Él la rodeó con los brazos y las manos de ella desaparecieron entre ambos. Rufus me sonrió.
—Mantén los ojos bien abiertos por si viene alguien —dijo—. Y no nos mires.
Siempre pienso en aquella noche como mi primera noche de sexo.
Traté de no mirar, pero Betty no dejaba de gritar y yo tenía que asegurarme de que estaba bien. Al principio creí que estaban jugando a pelearse. Pero después vi cómo Rufus tocaba a Betty y cómo ella se pegaba a él como si fuese un gato en busca de caricias. Cuando la pasión fue en aumento me asusté, pero no podía quitarles los ojos de encima. Dividía la vigilancia entre su encuentro amoroso y la calle que tenía detrás.
Debían de llevar haciéndolo una hora cuando, por fin, Rufus se quitó de encima de Betty y se puso de pie. Ella se quejó: «¡Oh!», y estiró los brazos hacia él, pero ya se encontraba fuera de su alcance. Se volvió hacia mí sosteniendo aquella trompa de elefante y me sonrió mientras lanzaba un gran chorro de orina que salpicó contra una roca plana. Tal vez sonreía porque pensaba que yo estaba asombrado ante su cosa, pero no sabía que lo que yo estaba mirando era a Betty tumbada allí, detrás de él. Tenía las manos metidas entre los muslos y se balanceaba de un lado a otro. De vez en cuando un estremecimiento le subía desde las rodillas hasta la cabeza. Yo sentía todos los huesos de mi cuerpo.
—No quiero que me odies, chico —me decía Betty poco después en el Cougar's Tooth Café. La había llevado allí para que comiera un plato de salchichas con sémola, pan de maíz y nabos. La comida la pagué yo con los veinticinco centavos que Rufus me había dado por montar guardia.
Rufus se despidió de Betty nada más subirse la cremallera de los pantalones.
—¿Adónde vas? —Betty se había incorporado hasta quedar de rodillas.
—Tengo que volver a casa, cariño —dijo con un tono de satisfacción profunda.
—¿Y yo qué? —preguntó.
Pero Rufus no contestó. Me lanzó una moneda de un cuarto de dólar y se fue calle abajo bajo la luz de la luna. No podía creer que fuera tan idiota como para dejar a Betty así.
—No te odio —le dije—. Me gustas un montón.
Betty sonrió y me cogió de la mano igual que la había visto hacerlo con sus novios.
—Sé que no debería haber hecho eso con Rufus, pero ¿sabes?, a veces las chicas vemos cosas en los hombres que luego no existen. ¿Sabes a qué me refiero, corazón?
—Ajá. —Hubiera dicho que sí hasta a un plato lleno de mierda de vaca.
—Eres un chico encantador, Easy. Y haces que Betty se sienta muy bien. ¿Ves?, un hombre que no quiere nada a una chica puede hacer que ella se sienta bien para conseguir hacer eso que Rufus y yo estábamos haciendo. Pero después, cuando ha acabado, se acuerda de que no te quiere nada, se sube los pantalones y te deja como si fueras una porquería en el retrete.
Betty me cogía la mano con tanta fuerza que me estaba haciendo daño, pero no intenté retirarla. Lo único que quería era ser un hombre y estar con Betty allá, bajo aquel edificio. Me hubiera quedado con ella hasta que saliera el sol, hasta que creciera el algodón, hasta que el agua corriera colina arriba.
El deseo de ayudarla volvió a invadirme del mismo modo que lo había hecho todos aquellos años atrás.
Me dormí pensando en Rufus. Algunas noches después de aquello apareció pavoneándose por el bar de Corcheran en busca de Betty. La encontró con Marlon y Adray Ply.
Adray le metió un tajo tan horrible a Rufus que un mes después murió de una infección.
Betty no lloró por él. Y yo tampoco.