No sabía adónde ir. Tenía miedo de que la policía encontrara mi casa. No podía quedarme en la de John porque todo el mundo sabía que éramos amigos. No quería quedarme en casa de Etta porque si Mouse estaba allí y había bebido, cosa que normalmente hacía por la noche, podía pegarme un tiro por no llevar en el bolsillo a los hombres que él quería matar.
Me dirigí hacia el centro intentando encontrarle una lógica a todo lo que había pasado. Mientras conducía saqué de la guantera del coche la fotografía que había encontrado en el dormitorio de Terry T y la puse sobre el salpicadero para ver si descubría alguna clave.
Era otra foto de Betty, aunque ésta era más reciente. Aparecía del brazo de un hombre de aspecto atildado en el jardín delantero de una casita de bloques de cemento y tejado plano. La foto había sido tomada desde el centro de la calle, porque se podían ver las casas que había a ambos lados y, detrás, una torre de electricidad de la que colgaba una gran bandera gris hecha jirones. Era una foto que mostraba a un hombre con su mujer y su casa. Pero Betty y aquel hombre parecían más bien viejos amigos que amantes. Ella tenía la cabeza echada hacia atrás y saludaba a la cámara con la mano.
Se notaba que ya no era una mujer joven, pero incluso aquella pequeña foto hizo que el corazón me diera un vuelco.
Estaba parado en un semáforo en rojo cuando la oí.
—¡Eh, oiga!
Llevaba una blusa negra corta, que le dejaba el estómago al descubierto, y una falda negra que a la mayoría de las mujeres les hubiera quedado estrecha. Tenía un pelo negro y liso que le tapaba el rostro color oliva.
—¿Quiere compañía? —preguntó, metiendo la cabeza y los hombros por la ventanilla del asiento contiguo.
Puede que estuviese agotado, pero creí ver una chispa de sinceridad en sus ojos.
—¿Cuánto por toda la noche?
Frunció el entrecejo y después sonrió.
—Setenta y cinco dólares.
Tenía la cara de una adolescente mexicana, pero sus ojos la delataban. Tendría más de veinte años, incluso hasta puede que treinta.
—¿Tienes habitación?
—Son veintidós dólares más si quiere habitación.
—Muy bien, vamos.
Sonrió y se precipitó dentro del coche, excitadísima y fuera de sí, comportándose como una verdadera adolescente contenta y feliz de que la hubiese elegido a ella. Pero en cuanto arrancamos se puso seria y miraba calle arriba y calle abajo como buscando a la policía o tal vez a su chulo. Me sentía a salvo con ella, como si por fin tuviera a alguien a quien llevar en mi caballo, mientras dormitaba, con una herida de bala, sobre la silla de montar.
—Si quiere ir a El Lobo —dijo pronunciando las dos últimas palabras en perfecto español con acento mexicano—, cuesta doce dólares más, pero tienen aire acondicionado en la habitación. Y además es ruidoso, así que no pueden oír nada.
Cuando llegamos resultó que costaba veinte dólares más porque el encargado de noche quería una propina.
—No es por mí, señor —dijo el hombrecillo blanco calvo—. Pero estoy corriendo un riesgo al permitir una pareja mixta.
—¿Mixta? Pero hombre, esta mujer no es blanca.
Se encogió de hombros y me miró como si le hablara en alemán.
Antes de entrar le di cuatro billetes de veinte dólares a mi acompañante. Ella me devolvió cuatro billetes de un dólar y cuatro monedas de veinticinco centavos.
El cuarto era pequeño y la tercera parte estaba ocupada por el aparato de aire acondicionado: una caja de color plomo con un agujero por el que salía una brisa fresca. Emitía dos sonidos diferentes. Uno era el sonido de un motor y el otro era como el de una cadena suelta golpeando contra una pared de metal. Imaginé que allí dentro había un esclavo diminuto intentando escaparse.
Encendí la luz mientras la niña/mujer se desvestía. Primero se quitó la blusa corta. Tenía unos pechos pequeños, pero los pezones eran marrones, grandes y bien marcados. Después dejó caer la falda y la apartó con los pies a la vez que se quitaba los zapatos negros de tacón.
Su vello púbico era negro y espeso. Empapado de sudor, había adquirido un tono mate. Parecía lógico que fuera en la zona del sexo donde más transpirara una puta.
—¿Te gusta? —me preguntó.
Tuve una erección de inmediato. Después de tantos problemas, bastaba una mínima sugerencia de una puta sin nombre para ponerme a punto. Era tan ridículo que empecé a reírme.
—¿De qué te ríes? —Se tumbó en la cama, dobló las rodillas y levantó las piernas. Lo hacía para refrescarse, pero si me apetecía mirarla no había ningún problema.
—Es que se me ha ocurrido que esa cosita que tienes ahí ha estado trabajando mucho…
—Está limpio. Siempre me lavo después.
Estaba enamorado.
—Escucha, cariño, eres preciosa. Y ahora mismo prefiero estar contigo que con cualquier otra chica. Pero necesito que hagas una cosa.
—¿Qué? —De pronto se volvió desconfiada. Tal vez le iba a sacar unas esposas o una cuerda para que se familiarizara con ellas.
Me quité la camisa y me senté de espaldas a ella.
—¿Podrías limpiarme esto?
La venda de Odell se había desprendido de mi espalda sudorosa. Ella la quitó y dijo como cantando:
—Ay, cariño. ¿Qué te pasó?
—Me corté cuando estaba arreglando el jardín.
Fue al cuarto de baño, cogió una toalla y un vaso con agua tibia y después regresó y me puso boca abajo. Durante la hora siguiente se dedicó a limpiar la herida. Su pelo era como una pesada fregona que subía y bajaba por mi columna vertebral.
Carmela Bonita procedía de un pueblecito del sur de México. Su padre era un hombre bueno y trabajador que un buen día desapareció. Salió en busca de un trabajo de jornalero y nunca más regresó a casa.
Empecé a interesarme por Carmela cuando me contó lo de su padre. También mi padre había desaparecido. Y cuando un pobre desaparece a nadie le importa. Si un pobre se cae por la borda de un barco en un mar proceloso, el capitán mirará con atención el oleaje pero no detendrá el barco para buscarlo. ¿Por qué habría de hacerlo?
La madre de Carmela la llevó hasta Ensenada, pero sucedió algo y su madre murió o desapareció. Carmela tenía nueve años cuando cruzó la frontera metida en un barril de sal en el camión de un distribuidor de comida.
—Me dijo que no me cobraría nada pero después me folló en un almacén sobre un montón de sal —dijo, con un mohín infantil en el rostro aun después de tantos años—. Les hacía mamadas a los marineros en San Diego hasta que acabó la guerra y después me vine aquí con Bob Ridell, un soldado que se casó conmigo.
Carmela tenía un hijo y una hija. Vivían con una mujer a la que ella pagaba en una pequeña ciudad de California llamada Placid. Les mandaba dinero y los visitaba en Semana Santa, Navidades y el Cuatro de Julio.
En un determinado momento me senté y la rodeé por detrás con brazos y piernas. Ella se recostó en mí y apoyó las manos en mis rodillas. Su melena morena y espesa olía a nuestros cigarrillos.
—¿Y qué pasó con tu marido?
—No lo sé. Yo obtuve mis papeles, pero entonces él empezó a beber y se ponía como loco. Ya sabes, me pegaba. Yo intentaba ser una buena mujer para él, pero él estaba siempre como loco.
—Así que le dejaste…
Se sentó derecha, apartándose de mí.
—Solíamos dejar la puerta del apartamento abierta de par en par, y una noche, cuando me estaba pegando, un tipo llamado Ferdinand que vivía en la misma planta, intentó detenerle, pero Bob le dio una paliza, le quitó la ropa y lo tiró a la calle.
—¿Ah, sí?
—Ferdinand se puso como loco y una noche entró de golpe y le pegó un tiro a Bob en la cabeza.
—¡Joder!
—Cuando vino la policía le dije que había sido un negro. —Pronunció la palabra como si dijera el color en español—. Porque Bobby no tendría que haberle hecho eso a Ferdinand; eso estuvo muy mal.
—¿Te gustaría hacer algo que me doliera? —Me susurró Carmela al oído. Yo me había quedado medio dormido después de haber charlado durante horas. Le hablé de mis críos y de mis problemas. Ella me escuchaba y me abrazaba. Fueron los mejores cien dólares que he gastado en mi vida.
—¿Qué?
—Si te apetece, puedes darme por detrás.
—¿Y por qué iba a querer eso? —pregunté, avergonzado de que me temblase un poco la voz.
—Porque estás furioso, pero no eres como Bobby. Simplemente tú no puedes desahogarte con maldad. A mí no me importa. A los hombres les gusta hacerles daño a las mujeres.
Pero si una sabe eso y el hombre es bueno y deja que una se cuide para que no le haga demasiado daño, entonces no hay problema.
Me besó de tal forma que me di cuenta de que ella sabía todo lo que yo quería; incluso las cosas que ni yo mismo sabía.
—Aquí lo tienes —dijo con un gruñido.
Me sentí fuerte como una roca hasta el mismo centro de mi ser. Nunca me había sentido tan poderoso desde que era joven y demasiado tonto para valorar mi fuerza.
—No, no —dije, apartándola.
—¿Por qué no?
—¿Qué hora es?
—¡Y yo qué sé qué coño de hora es!
Me levanté y me acerqué a la ventana. Era aquella misma luz grisácea que había visto por encima del hombro de Saul Lynx.
—Apuesto a que son cerca de las seis. Si salimos ahora mismo podemos llegar a Placid alrededor de las ocho. Puedes llamar a la mujer que cuida a tus hijos para que te estén esperando.
Nunca había logrado que una puta sonriera en la cama; no sabía lo suficiente como para ello. Pero aquella vez Carmela me sonrió.
La señora Escobar me dejó usar el teléfono mientras ella, Carmela y los críos estaban en el parque. Llamé al restaurante Remo's pero no me contestó nadie. Así que después me tumbé a dormir en el suelo del cuarto de estar. Después de un rato oí ruidos de niños saltando y jugando a través de las maderas del suelo.
No es fácil expresar lo seguro que me sentí en aquel momento. Era la seguridad de no tener casa ni nombre y de ser casi un desconocido para todo el mundo. Hacía años que no dormía tan bien como dormí sobre aquél suelo de madera. Las pisadas de los niños en el suelo y la animada charla en español inundaba mis sueños. Era como ser un niño que todavía no había aprendido a hablar o a comprender las palabras, pero que conoce los sonidos de la felicidad y del amor. Y todo lo que suena bien, le pertenece.
Mientras estaba durmiendo en aquel sitio me vino a la cabeza una bandera roja: COMERCIANTES EN MADERA. Pensé en el almacén de madera que quería abrir en Freedom's Plaza. Y después me fijé en la palabra Comerciantes. La puerta principal estaba cerrada con unas tablas y la bandera que habían colgado de la torre de electricidad estaba hecha jirones.
Carmela, los críos y yo almorzamos temprano. Comimos cerdo asado y patatas fritas con chiles verdes y ajo. Nos llevamos una tarta de fresa para el camino y el recuerdo de niños sonriendo que me querían porque yo tenía el poder de llevarles a su madre, como por arte de magia, fuera de las fechas acordadas.
Intercambiamos nuestros números de teléfono y la dejé en una esquina en Hollywood. Nos besamos.
—Espero volver a verte —le dije.
—Llámame.
—Quiero decir que no estaba en mi mejor momento pero podemos volver a intentarlo un día de éstos.
Me miró con veinte respuestas diferentes en los ojos. La ruleta de sus emociones finalmente se detuvo en una sonrisa triste.
—Tal vez —susurró.