23

Mi siguiente parada fue en casa de Odell. La puerta estaba abierta de par en par. Casi sigo de largo. En aquel momento, otro cadáver hubiera acabado conmigo.

Dos hombres vestidos con uniformes de color tostado salieron de la casa y se dirigieron al camión de Hielos Diamante que estaba aparcado enfrente. Cada uno cogió del congelador una bolsa de hielo de veinticinco kilos y volvieron a entrar en la casa. Maude salió a sostenerles la puerta.

—Déjenlas en la mesa de la cocina —dijo.

Entraron en la casa y Maude permaneció mirándoles. Cuando volvió a mirar hacia afuera, yo ya estaba junto a ella.

Los hombres volvieron a salir, fueron hasta el camión y sacaron dos bolsas más de hielo. Pasaron veloces junto a Maude y a mí, que no les quitábamos los ojos de encima.

Hicieron dos viajes más. Maude y yo no habíamos dicho una sola palabra. Ella tenía unos billetes arrugados en la mano.

Uno de los hombres, un joven de aspecto fuerte, salió de la casa y se dirigió al camión. Su compañero, bajito, de pelo ralo y canoso y con gafas de montura dorada, se detuvo frente a mí.

—Son doce con cincuenta —me informó.

—Aquí tiene —dijo Maude, entregándole los billetes.

Él contó trece dólares y levantó la mirada hacia Maude. Ella asintió con la cabeza y él dijo: «Gracias», al tiempo que le entregaba un recibo azul claro. Se alejó rumbo al camión y se marcharon.

—¿Dais una fiesta? —pregunté.

—Se ha estropeado la nevera —dijo en voz baja—. En la bañera tengo casi cien kilos de carne que acababa de comprar.

—Necesito ver a Odell, cariño.

—No está aquí.

—¿Y dónde está, Maude? De verdad que tengo que hablar con él.

Maude estaba de pie sosteniendo la puerta de tela metálica como si fuera un escudo para protegerse de mí. No creía que fuera a decirme dónde estaba Odell, pero yo estaba dispuesto a esperarlo allí fuera hasta que regresara. Esta vez iba a hablar conmigo, eso seguro.

Tal vez Maude se dio cuenta de ello por la forma en que me planté en el suelo y por la seguridad con que le hablé.

—Está en casa de Martin —dijo—. Va todos los días a verle y a estar un rato con él.

La perspectiva de ir a casa de Martin estuvo a punto de disuadirme de buscar a Odell.

Martin vivía en una calle muy bonita, Queen Lane, en la que residían, sobre todo, profesionales negros, principalmente abogados y contables, aunque también había un par de médicos. Martin había comprado la casa antes de que la artritis le impidiera ganarse la vida. Era maestro ebanista. Le bastaban una navaja y un árbol para hacer unos muebles tan bonitos que uno estaba convencido de que acabarían en algún castillo.

Cuando éramos niños íbamos a su taller y él nos instruía sobre la vida.

—Sé dueño de tus propias herramientas —decía—. De tus herramientas y de tu casa. Así no podrán quitártelas. No vivas de una paga y nunca le pidas nada a nadie. Aquí en las manos tienes lo que ellos quieren —decía levantando un formón o un puñado de clavos nuevos—. Así se hace uno un hombre.

Porque lo que un hombre es depende de lo que hace. Vosotros pensáis que ser un hombre tiene algo que ver con las mujeres, pero no es así. Una mujer es un halago para un hombre, pero él ha de tener sus propias cosas si quiere estar con ella. ¡Joder! Si lo que ella quiere es una buena polla, lo que tiene que hacer es buscarse un caballo.

Martin siempre nos hacía reír. Hacía que nos sintiéramos bien con nuestro trabajo y con lo que éramos. De pie frente a la puerta de su casa, comprendí que había sido Martin quien había configurado mi deseo de tener propiedades y mi amor por las cosas hechas a mano.

Pea Williams, su ex mujer, me abrió la puerta. De joven había sido una mujer hermosa, pero sólo por fuera. Cuando la belleza juvenil comenzó a esfumarse, se vino abajo. Los músculos de la mandíbula se le estiraron y su asco por la vida afloró a la superficie.

Cuando me abrió la puerta salió de la casa ese olor dulzón y empalagoso de la enfermedad. Un olor con el que los pobres tienen que convivir porque no pueden permitirse una cama en un hospital.

—Hola, Easy.

—Hola, Pea. No sabía que habías vuelto.

—No lo he hecho. Me casé con Willis Murphy y me fui a vivir a Seattle. Pero vinimos cuando nos enteramos de que Martin estaba enfermo. Ya sabes que nuestros hijos están en el ejército, en Alemania, y que no pueden volver a casa.

—Pues es todo un detalle que hayas venido, Pea. —Me pregunté cuál podría ser la causa de que aquella mujer avinagrada y autocompasiva hubiera acudido a cuidar al mismo hombre al que había abandonado" cuando le fallaron las manos.

—¿Qué quieres, Easy?

—¿Está Odell?

Ni siquiera me contestó. Se dio la vuelta y entró en la casa.

Aquella noche soplaba una brisa procedente del océano. Las aguas debían de estar llenas de algas porque se olía el salitre del mar si uno respiraba hondo y se quedaba quieto. La calle estaba bordeada de farolas de granito y de los jardines bien regados comenzaba a alzarse una bruma apenas perceptible. Me quedé quieto durante un rato recordando la sensación de frío que sentía cuando era pequeño. De niño el frío me hacía cosquillas. Solía preguntarme si no estaría loco quedándome allá fuera en el pantano, riendo sin ningún motivo.

—¿Qué quieres, Easy? —Odell estaba detrás de la puerta de tela metálica con una mano en el picaporte, no para abrirla, sino para impedir que yo entrase.

—Quiero mostrarte algo, Odell.

—¿Qué?

—Tienes que salir aquí donde estamos los negros de mierda si quieres verlo.

Me miró fijamente durante un momento. Siempre es desconcertante que una especie de hombre desvalido y endeble te clave una mirada dura como el acero. Si un hombre fuerte te mira así, puedes apostar a que está pensando en darte una paliza. Pero si es un hombrecillo, entonces puede sacar una pistola o algo parecido.

Odell abrió la puerta y salió.

—¿Qué?

Me levanté la camiseta y arranqué la venda con la que Jesus había cubierto la herida. Después me volví para ver bien a Odell.

—¿Qué diablos te ha pasado?

—Me han apuñalado.

—¿Cómo? —preguntó. Pero por el tono de su voz me di cuenta de que ya sabía la respuesta.

—Buscando a tu prima. Buscando a Betty. Quieren matarme por eso, Odell. Me han pegado y me han amenazado, me busca la policía y ahora me han apuñalado. Y todo porque tú me mandaste a aquel hombre. Tú me echas la culpa de la muerte del reverendo Towne, pero y tú ¿qué? Ese cuchillo podía haberme atravesado el corazón.

—Siéntate aquí, Easy —dijo Odell. Me cogió por los bíceps y me guió hasta sentarme en el escalón. Yo me sentía todavía débil por la herida. Apoyé la cabeza en las rodillas y cerré los ojos.

Oí que Odell entraba en la casa y me quedé adormilado durante unos minutos. Al cabo de un rato se produjo una discusión en la puerta.

—¡No lo quiero ahí fuera en mi porche! —oí que decía Pea.

—No es tuyo —le dijo Odell, intentando hacer que bajara la voz.

Entonces se abrió la puerta y sentí un ungüento fresco sobre la herida.

—Tendrías que ir a que te viera un médico, Easy.

—Ir a un médico en este momento sería como ir directo a la cárcel, Odell.

Me puso una venda y me bajó la camiseta. No me habían cuidado tanto desde que tenía siete años.

—Es una herida limpia. Creo que en el músculo. —Odell se sentó junto mí—. Si no se te infecta y si el cuchillo no estaba oxidado, no tendrás problemas. Pero tienes que limpiarla con frecuencia.

—¿Y qué me dices de Betty?

—Lo siento, Easy. No quería meterte en todo este lío. Quiero decir que pensé que podrías encontrar a Betty, pero entonces yo no conocía todo el asunto.

—¿Qué es «todo el asunto»?

—Eso no te lo puedo decir.

—Se trata de mi vida, Odell.

—Lo sé y lo siento de veras, pero están pasando muchas cosas. Cosas que tú no sabes.

—¿Te refieres a Marlon?

Odell se puso tenso pero no dijo nada.

—Hombre, Odell, ¿no ves que estoy metido en un lío?

—¡Easy Rawlins! —Era una voz de ultratumba.

Odell y yo nos levantamos, nos dimos la vuelta y nos encontramos al viejo Martin, el pobre, allí de pie.

Llevaba una camisa blanca, pantalones negros y unos zapatos marrones de punta cuadrada. El cuello de la camisa era enorme para aquel cuello de pollo, y los pantalones le quedaban tan grandes que estaban doblados por encima del cinturón que los ajustaba a las caderas. Se apoyaba en dos bastones que cogía con manos temblorosas. Me miró directamente a los ojos, pero el esfuerzo que tenía que hacer para mantener la cabeza erguida era tan grande que la bajaba de vez en cuando para descansar.

Odell y yo nos acercamos y le ayudamos a llegar hasta la barandilla que rodeaba el porche. Una vez recostado en ella nos hizo un gesto de que nos apartáramos.

—Hacía años que no te veía, Easy. ¿No fue en la boda de Jasmine?

—Creo que sí —contesté. Nunca he conocido a nadie que se llamara Jasmine.

—Sí, eras un chico tremendo, Easy. Listo a más no poder y maaaaaalo.

Me reí. No tenía nada que decir sobre su cáncer. Cáncer significaba que iba a morirse.

—¿Cómo has logrado que Pea y su marido hayan venido hasta aquí, Marty? —le pregunté—. Que yo recuerde, ella decía que no podía ni verte.

Martin me enseñó una hilera perfecta de dientes. La sonrisa de una calavera.

—Les conté lo de mi seguro. —Habló despacio, pronunciando con claridad cada sílaba.

—¿Qué seguro?

—Dos mil quinientos dólares pagaderos el día que me muera. Pea es la beneficiaría.

—¿De verdad?

Martin volvió a enseñarnos los dientes y dijo:

—No. Pero eso les dije. Así que en cuanto oyeron que estaba mal vinieron inmediatamente. Pea entra todas las mañanas en mi habitación y se queda mirándome…, entonces yo abro los ojos de golpe y ella da un salto. —Martin se rió. Se reía a pesar de saber que se estaba muriendo.

Odell cogió una mano de su viejo amigo.

Martin me extendió la otra. Tuve la sensación de que su zarpa fría me succionaba el calor de la vida.

—Debe de ser duro —dije.

—¿Sabes qué es lo más duro, Easy? —Su voz era apagada, como si tuviese algodones húmedos en el fondo de la garganta.

—¿Qué?

Me soltó y levantó la temblorosa mano.

—Ni siquiera puedo levantar una pistola; ni siquiera puedo apretar el gatillo. Odell no quiere hacerlo por mí. Sé que no puede, porque le encerrarían en la cárcel por ello. Y Pea no lo haría porque teme que no le paguen el seguro.

—Tal vez no quieran verte morir, Marty.

—¿A esto le llamas vivir?

—¡Martin! —Pea estaba en la puerta—. No puedes estar ahí fuera con lo enfermo que estás. ¡Odell! Sabes perfectamente que no puedes dejarle salir.

Salió disparada y empezó a ayudar a Martin. Él la dejaba hacer y parecía que disfrutaba de toda aquella actividad. Martin había vivido solo muchos años, y aunque nunca comentó nada cuando Pea le dejó, creo que aquello le destrozó el corazón.

Ahora la tenía cerca, cuidando de él celosamente. Ahora prefería el amor interesado por su dinero que la falta total de amor.

Odell y yo nos dirigimos hacia nuestros coches.

—Necesito saber qué es lo que está pasando, Odell.

Se volvió hacia mí. Sus ojos eran tan inocentes como los de un niño herido. Odell debía de tener más de sesenta años, pero parecía más joven de lo que yo me sentía.

—Lo siento, Easy. Cuando todo esto haya pasado te darás cuenta de que no tenía otra salida.

Se subió a su coche y lo puso en marcha. No pude hacer otra cosa salvo ver cómo se alejaba.