20

Yo nunca he sido lo que se dice amigo del Departamento de Policía de Los Angeles. Manteníamos buenas relaciones sólo porque, de vez en cuando, ellos necesitaban mi ayuda. Y también porque yo era lo suficientemente idiota como para meter las narices cuando alguien de mi comunidad llevaba las de perder.

Pero lo cierto es que conocía a algunos polis y que la amenaza velada de la señorita Cain me llevó a procurarme algún tipo de defensa.

—Comisaría de la calle Setenta y siete, dígame —dijo una voz femenina al teléfono.

—Querría hablar con el detective Lewis.

—¿De parte de quién?

—Easy Rawlins.

—Ah. Emm. Un momento, por favor.

Hubo una interferencia y después pasaron unos cinco segundos hasta que oí la voz de Lewis.

—¿Rawlins? ¿Dónde está? —preguntó Arno Lewis, el detective negro de la comisaría de la calle Setenta y siete.

En cuanto me lo preguntó supe que estaba metido en un problema gordo.

—En una cabina —dije con tono despreocupado—. Tengo un problema y quería preguntarle algo.

—¿Por qué no se acerca por aquí y hablamos de ello?

—¿Y por qué no lo hablamos por teléfono? Es que tengo que ocuparme de unos asuntos, ¿sabe?

—En realidad no puedo hablar de asuntos de la policía por teléfono.

—¿Quién ha dicho que sean asuntos de la policía?

—Será mejor que me pase por su casa más tarde. Podemos hablar cuando salga de trabajar —dijo, haciendo caso omiso a mi pregunta.

—Muy bien. ¿Tiene mi dirección? —Sabía que no. Sólo mis mejores amigos conocían mi dirección, y nunca se la darían a un poli. No figuraba en la guía de teléfonos y utilizaba mi casa de la calle Ciento dieciséis, en la que vivía Primo, para recibir el correo y los formularios legales. Primo y Flower se ocupaban de mi correspondencia.

—No.

—¿Me está diciendo que no la tiene en sus archivos?

—No. Quiero decir… tal vez sí. Pero más vale que me la dé ahora y ya me cercioraré después de si la tengo.

Le solté la dirección de Clovis. Imaginé que si media docena de agentes de policía entraban en su casa gritando mi nombre, aquello ayudaría a mantenerla alejada de Mouse y de Mofass.

—¿A qué hora estará en casa? —me preguntó el detective Lewis.

Recordé cómo era. Un tipo parecido al político Poindexter. Llevaba unas gafas gruesas y tenía la costumbre de apretarse el caballete de la nariz, a la altura de los ojos. Apostaría a que en aquel momento se había quitado las gafas y estaba totalmente concentrado en el momento de poder echarme el guante.

—A eso de las seis —dije—. Tengo que preparar la cena, ya sabe.

—Ah, bien. Entonces tal vez podamos picar algo juntos.

—Sí —dije, con la mayor naturalidad posible—. Venga a picar algo.

Fui hasta la calle Veintidós. Justo al final de la manzana donde estaba la estación Renco y la tienda Happy's Liquors había una casita muy deteriorada, rodeada de una valla medio caída, cubierta con una enredadera de flores silvestres azules. La hierba estaba reseca y no había plantas en el jardín.

El viento había arrastrado basura de la calle, que se había acumulado en el pequeño porche. El suelo gris estaba cubierto de envoltorios de chicles, hojas, grava y arena. Había un barril, supongo que para usarlo como silla, y un montón de sombrillitas verdes.

Llamé a la puerta. Siempre llamo a la puerta. Pero no había nadie en casa.

La puerta no estaba cerrada con llave.

La casa estaba tan vacía como el jardín y el porche; suelos de pino que algún estúpido vago había barnizado sin acuchillar previamente; un surtido de muebles desiguales recogidos de la basura. Había un sofá de cara a la pared y dos sillas de madera vueltas del revés. Las persianas estaban bajadas y la casa estaba oscura por dentro. Pero hacía un calor sofocante.

Terry estaba en la cocina; le habían arrancado toda la nuca de un disparo. Llevaba la misma camiseta y los mismos vaqueros negros que cuando me tumbó de un puñetazo.

De repente lamenté la pelea que habíamos tenido. Puede que si no hubiera intentado presionarle, hubiese hablado conmigo, y estaría vivo.

Terry estaba boca arriba, con la cabeza ladeada. Su cerebro formaba un halo sobre el suelo. Una mancha de sangre oscura le cubría los hombros y le bajaba por el pecho. Tenía los ojos y la boca muy abiertos. Parecía como si hubiese intentado respirar una vez más antes de morir.

También tenía sobre el pecho un rosario de cuentas verdes. Alguien las había puesto allí. Me arrodillé para mirarlas más de cerca y vi que estaban húmedas, salpicadas de agua, no de sangre.

Intenté levantarme en cuanto lo oí. Parecían unos pies arrastrándose pesadamente justo detrás de mí. Pero antes de poder ponerme de pie, y menos aún de poder darme la vuelta, sentí un dolor agudo y muy profundo en la espalda. Di un grito y lancé un puñetazo hacia atrás. Le pegué a algo duro y carnoso al mismo tiempo, pero antes de que pudiera volverme recibí un impacto a un lado de la cabeza y el dolor me recorrió el cuerpo hasta llegar los dedos de los pies. Oí una especie de gong lejano y una ola gigante que rompía sobre la orilla.

Yo corría con una muchedumbre de negros. Nos perseguían cuervos y perros seguidos de mujeres y hombres blancos furiosos. Los blancos estaban desnudos y eran calvos. Caballos con cascos como navajas galopaban entre ellos y soplaba un viento abrasador. Todos corríamos, pero, en nuestra huida, los negros nos empujábamos unos a otros y hacíamos caer a nuestros hermanos. Y los que caían eran atacados por perros que llevaban ratas hambrientas colgando entre las patas.

Yo corrí tanto que se me destrozaron los zapatos. Entonces empezaron a sangrarme los pies y la sangre me hizo resbalar. «Traicionado por tu propia sangre», me dijo una voz conocida.

Los ojos se me abrieron solos antes de recobrar el conocimiento. Intentaban librarse de la agonía. Me senté y me froté la cabeza. Estaba húmeda. Húmeda por la sangre y los sesos de Terry T. A mi lado había una sartén de hierro. Si el golpe hubiese sido más certero, habría muerto junto a Terry.

Aquello era demasiado.

Empezó como un gemido suave pero pronto se convirtió en un aullido. Me oía gritar a mí mismo y sabía que tenía que parar pero no podía. Estaba lleno de sangre. Sangre.

Cuando intenté ponerme de pie, todavía sin poder controlar las lágrimas, un dolor me atenazó la espalda. Venía desde lo más profundo y entonces supe que me habían apuñalado. Intenté coger el cuchillo pero no llegaba.

Fue el miedo a la muerte con forma de hoja de acero lo que me salvó.

Me levanté y fui dando traspiés hasta el salón. Buscaba algo pero no sabía bien qué. Traspasé una puerta y me encontré en el dormitorio de Terry. Tenía una cama individual con un colchón delgado de rayas azules. Sobre el suelo había una almohada manchada sin funda y una manta de lana.

Era la manta lo que buscaba.

Me la eché por encima de los hombros con cuidado de no presionar sobre el cuchillo. Pero incluso esa pequeñísima presión sobre la empuñadura hizo que una especie de chillido agudo me recorriese la espina dorsal. Tuve que apoyarme contra una cómoda solitaria para recuperar el equilibrio.

Sobre la cómoda había una foto enmarcada. Y aunque estaba sumido en un terrible dolor y temía por mi vida, advertí que era el mismo tipo de marco que Marlon tenía con la foto de Betty. Miré la fotografía pero no logré ver nada. No conseguía enfocar los rostros.

Así que cogí la foto y me erguí todo lo que pude. Después salí y fui hacia el coche intentando parecer lo más tranquilo posible, envuelto en una manta con una temperatura de cuarenta grados.

El calor ya no me afectaba en absoluto.

Me senté en el asiento del conductor y me recosté contra el respaldo, con lo que el cuchillo se hundió un poco más. Aquello hizo que me sentara totalmente erguido.

Mi mano no quería hacer lo que le ordenaba. Tuve que intentarlo tres veces antes de conseguir poner el coche en marcha.

Me llevó media manzana reunir las fuerzas necesarias para girar en la siguiente esquina.

Y cada manzana tenía un peligro especial. En una no vi a dos niños pequeños que estaban jugando en la calle casi hasta el momento en que estaba encima de ellos. Pisé el freno con tanta fuerza que salí disparado hacia adelante y después caí hacia atrás en el asiento. El impacto que sentí en la espalda me nubló de tal manera la vista que tuve que parar durante un rato y reponerme apoyado sobre el volante.

No sé qué hacía Terry con una manta de lana con aquel calor veraniego. Me estaba mareando pero tenía miedo de quitarme la manta. Estaba seguro de que si cambiaba alguna cosa más, me moriría.

Un coche patrulla me siguió durante más de tres kilómetros mientras bajaba por el Boulevard Pico. No entiendo cómo no me detuvieron. Yo iba a unos cuarenta kilómetros por hora, echado sobre el volante como si le estuviera haciendo el amor.

Pero cuando iba llegando ya a La Brea, desaparecieron. Tal vez les avisaran por radio de algún crimen ya consumado. No sé. Pero debió de ser entonces cuando me acordé de la sangre. Puede que estuviera sangrando demasiado. Metí la mano debajo de la manta y cuando la volví a sacar la tenía cubierta de sangre. Mi propia sangre.

No podía controlar el pie del acelerador. Aceleraba de golpe, desaceleraba y luego volvía a acelerar. Para cuando llegué a la manzana de mi casa, un sonido sordo me repiqueteaba en los oídos. Me metí por el camino que llevaba a mi garaje despacio hasta que, de repente, giré hacia la izquierda. No sé por qué. No hay ninguna curva en esa entrada, pero giré con tanta naturalidad como si lo hubiese hecho toda mi vida al volver a casa.

Jesus salió corriendo hacia mí al oír cómo me estrellaba contra un lateral de la casa.

—Entra y mete a Feather en su habitación —le dije, haciéndole señas para que volviese a la casa—. ¡Vamos! Y tráeme mi chaqueta verde.

Sólo Dios sabe por qué quería yo aquella chaqueta.

Tuve que pasarme al asiento de al lado para poder salir del coche. Cuando logré llegar a la puerta trasera de la casa, Jesus volvía ya con mi chaqueta. Se quedó mirándome con los ojos muy abiertos. Pasé a su lado andando torpemente y llevando todavía la manta. Atravesé la cocina y entré en el cuarto de la tele, seguido por mi silencioso hijo.

—Vete al cuarto de baño y coge el desinfectante, el alcohol, la gasa y el esparadrapo también —le dije.

Me deslicé lentamente hasta quedar apoyado sobre el borde del sofá mientras Jesus iba a buscar las cosas que necesitaba.

—¿Papi? —Feather estaba en el otro extremo de la habitación frotándose la nariz y tirando del borde de su vestidito azul. No corrió hacia mí porque la mitad de mi cara estaba cubierta por los sesos de Terry T.

—Vuelve a tu cuarto, cariño —le dije con un tono grave y áspero en la voz.

El hombre del que salió huyendo no era su padre. Era un auténtico monstruo que había invadido su casa.

Jesus volvió con las manos llenas de cosas. Me puse de pie y dejé caer la manta.

—Juice, no quiero que te asustes, pero necesito que hagas algo.

Era todo oídos.

—Voy a darme la vuelta y vas a tener que ayudarme. ¿De acuerdo?

Asintió con la cabeza.

Me volví lentamente y quedé de cara a la pared. Allí colgada había una copia de la Declaración de Emancipación que había comprado en Woolworth, con su marco dorado incluido. Para mí, el haber colgado aquel documento en la pared era como que un preso exhibiera sus papeles de puesta en libertad.

—¡Dios mío, papi!

La exclamación en voz baja de Jesus hizo que me olvidara del marco. Hasta me olvidé del cuchillo que tenía en la espalda lo suficiente como para sonreírle a mi hijo, que me había llamado papá.

—¿Es un cuchillo?

—Es un punzón de romper hielo —me contestó en un inglés perfecto.

—Muy bien, hijo —dije, poniéndome de rodillas—. Quiero que lo cojas con las dos manos y lo saques siguiendo la misma trayectoria con la que entró. Puede que me duela tanto que me desmaye durante unos minutos, pero no te preocupes. Coge varias gasas y presiona sobre la herida hasta que estés seguro de que ha parado de sangrar. ¿Has entendido?

—Sí, papá. —Y entonces lo hizo, de un solo tirón y sin dudarlo.

—¡Ahhh! —grité. Me cegó una luz amarilla y brillante, no en los ojos sino en toda la parte superior del cerebro. Mi cuerpo fue succionado hacia arriba y supe con toda certeza lo que se siente al morir.

Pero no iba a morirme. Por lo menos no lo haría hasta haber encontrado a Elizabeth Eady y al asesino de Terry T.

La luz amarilla se esfumó y con ella mi conciencia. Recuerdo que Feather me llamaba y que yo quería contestarle «¿Sí, cariño?», pero no podía, y ese detalle tan insignificante es una de las cosas más tristes que me ha ocurrido en mi vida.