19

Cuando llegué a casa llamé a Primo.

—Hola —dijo Primo en mi oído.

—¿Tienes a mi chico, señor García?

—Aquí está, Easy. ¿Y tú qué tal, amigo?

—Si no me matan, puede que me haga rico.

La risa de Primo sonó como dos manos frotándose en ansiosa espera. Al fondo se oía toser a Mofass.

—Pásame con ese hombre —dije.

Mofass tosió un poco y después dijo resollando:

—¿Señor Rawlins?

—Sí, William.

—Quería agradecerle que se haya ocupado de J. J. Ya sabe que Clovis se hubiera comido a la pobre chica a pedacitos.

—No sé, hombre —le dije—. Esa Jewelle tiene agallas.

—Eso sí. —Detecté una especie de orgullo paternal en la voz de Mofass.

—Quiero pedirte que me hagas un favor, William.

—¿De qué se trata?

—Necesitas un abogado que te asesore sobre cómo quitarte a Clovis de encima.

—¡No necesito a ningún maldito abogado! ¡Vaya una mierda! Me basta con salir a la calle y decirle a la gente que he vuelto y que ahora soy yo el que cobra los alquileres y también yo el que firma los papeles. ¡Mierda! Esos jodidos abogados te roban el dinero y después, si te quejas, van y te demandan.

—Hablar de abogados era lo único que le hacía decir palabrotas a Mofass.

—Yo te lo pago, Mo. Tienes que preguntarle cómo recuperar tu casa y cómo conseguir una orden para que Clovis no pueda entrar en tus propiedades sin que la arresten. Un buen abogado puede amenazarla con una denuncia.

—¿Para qué quiero un abogado si tengo al señor Alexander? Nadie me va a joder si tengo al señor Alexander.

—Piensa, hombre. Piensa. La familia de Clovis no conoce a Raymond. Y para cuando averigüen lo que es, ya les habrá matado a los tres.

—¿Y qué? ¡Por mí que los mate a todos!

—Vale. Está bien. Haz lo que quieras, Mofass, pero ya sabes que si Raymond mata a alguien mientras esté trabajando para ti, tú también cargarás con la culpa.

A través del silencio de Mofass oí al hijo pequeño de Primo corriendo y gritando por toda la casa. Primo y Flower tenían doce hijos suyos y tres que habían recogido de la calle. La mayor tenía veinticinco años y ya tenía seis hijos. El más pequeño tenía dos años.

—¿Quién es ese abogado? —preguntó Mofass.

—Su nombre es Hodge, Calvin Hodge. Tiene una oficina en Robertson. —Le di la dirección que estaba en el papel que había encontrado en la basura de Saul Lynx—. Cuéntale tus problemas. A ver qué te dice.

—¿Puedo confiar en él?

—No. No puedes confiar para nada en ese hombre.

—Entonces, ¿para qué diablos voy a ir? —Vas a ir porque te lo digo yo, por eso. Ahora presta atención. No le des mi nombre a ese tipo. Sólo pídele que te ayude. Dile cuál es tu problema, pero no le des mi nombre. Y después de que te dé una respuesta, me llamas y me cuentas todo lo que te ha dicho. Palabra por palabra. Y mantén los ojos bien abiertos, William. Quiero saber si tiene caja fuerte y si hay cadena de seguridad en la puerta. Quiero saber en qué piso está su oficina y todo lo demás.

—No sé, señor Rawlins, esto no me huele bien.

—¿Quieres que te vuelva a dejar en manos de Clovis? Porque tú sabes bien que yo no tenía por qué haberte sacado de allí para nada. Tú sabías perfectamente que ella me estaba estafando y no me llamaste hasta que no supiste que tiene el marido ese.

—Estoy enfermo, hombre. La necesitaba. ¿Qué podía hacer?

—Podrías hacer lo que te estoy pidiendo.

—Claro, claro, señor Rawlins. Lo que usted diga.

—Raymond pasará por la mañana. Que vaya contigo a ver a Hodge. Sólo dile a ese tipo cuál es tu problema. Y, si te pide algo de dinero, dáselo.

—No sé. O sea, yo no quiero problemas.

—Te llamaré mañana para averiguar qué es lo que has visto —le dije. Después colgué.

Y a continuación llamé a Mouse.

—… y no lo olvides, Raymond —le dije—, no quiero problemas.

—A veces son los problemas los que le buscan a uno, Easy.

—Escucha, Ray. Necesito saber la disposición de la oficina de ese hombre. Él sabe quién soy yo, así que no le dejes a Mofass mencionar mi nombre.

—¿Cuándo se va a acabar todo esto, Easy? —me preguntó.

—En un par de días. Tal vez tres.

—Vale. Está bien. Eso es lo que te doy. Te doy tres días. ¿Has entendido?

En mi garaje tenía las guías telefónicas de Los Angeles de los últimos ocho años. Felix Landry no aparecía en ninguna de ellas. Llamé a la señorita Eto a la biblioteca para que mirara en las guías de otros condados. Lo hizo, pero el tal señor Landry, si es que ése era su verdadero nombre, no figuraba en ninguna de ellas.

Ortiz, que seguía sin camisa y con los mismos pantalones, abrió la puerta de Jackson Blue y me fulminó con la mirada.

Cuando yo era niño me habrían cruzado la cara de un tortazo por mirar de esa manera. Ningún adulto habría permitido ese tipo de descaro, ni siquiera a un niño de la calle.

—¿Está Jackson? —pregunté.

—¿Qué quieres?

—Contigo nada, hermano. Sólo quiero ver a Jackson un momento.

Un día iba a haber bronca entre nosotros dos.

Hay veces en que conoces a alguien perfectamente, como si hubiese estado contigo toda tu vida. Yo conocía a Ortiz y la furia oscura que albergaba en su interior. Vivía en una nube de rabia; era probable que ni siquiera pudiera hacer el amor de lo furioso que estaba. Esa furia era como un profundo pozo de desesperación en el que vivía. Y yo había vivido junto a ese pozo desde que era niño. El reconocimiento mutuo era como una descarga eléctrica. Si él hubiera sido una mujer, habríamos acabado en el suelo junto a la cama. Y si alguna vez teníamos que pasar cinco minutos a solas, uno de nosotros —o los dos— acabaría muerto.

—¿Easy? —Jackson estaba completamente vestido. Llevaba un traje de cuadros amarillos y negros y un sombrero de fieltro verde. El ala del sombrero era demasiado ancha para el delgado rostro de Jackson.

—¿Tienes un minuto, Jackson?

—Claro, Easy. Venga, pasa.

Me propuse no tocar a Ortiz cuando pasase a su lado.

—Sabía que volverías, Easy.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo lo sabías?

Jackson se encogió de hombros y sonrió disimulando la cautela. Nunca le había visto una expresión más cercana a la inocencia.

—Hombre, no sé. Tal vez porque aquí tengo la mejor máquina de hacer dinero que tú o cualquier otro haya visto en su vida. —Dio unos golpecitos sobre la caja telefónica que estaba sobre el sofá junto a él.

Podía oler el aliento agrio de Ortiz que llegaba de algún punto a mis espaldas.

—No, hombre. O sea, claro que es un buen asunto, pero esos gángsters son demasiado para mí.

—Entonces, ¿qué es lo que quieres?

—Quiero encontrar a Terry T, el boxeador.

—Búscalo en el gimnasio de Herford.

—Necesito su dirección.

Jackson sabía dónde vivía Terry, me di cuenta por la mirada cautelosa que me echó. Pero no iba a decírmelo, al menos no a la primera. Si él tenía la información que yo quería, iba a tener que comprársela.

—Estaba a punto de salir a hacer una ronda —dijo—. ¿Has traído coche?

—Creí que tenías un Cadillac rojo…

—Y lo tengo, pero así matamos dos pájaros de un tiro. ¿Tienes coche?

—Sí, sí. Pero escucha, Jackson, tengo prisa.

—No nos llevará mucho tiempo. Sólo tengo que recoger un par de boletos.

—Está bien. Pero sólo unas paradas.

—Sí. —Jackson sonrió y ladeó el ala de su sombrero—. Sí. Un par, más o menos.

—¿Cuándo vas a volver? —Ortiz parecía una esposa taciturna—. Ya sabes que tenemos que hacer eso.

—Enseguida vuelvo, muchacho. No te preocupes. Con Easy me ahorraré la mitad de tiempo.

Nada más recorrer una manzana le pregunté:

—¿Qué le pasa a ese tipo? Es como si quisiera que lo mataran.

—Ortiz es un tipo duro. Así que, por si te crees duro, él intenta dejar las cosas claras.

—Eso no trae más que problemas, Jackson. Un tipo así acaba mal seguro.

—Ya. Pero es que puede que a mí me vengan bien esos problemas. Lo único que Ortiz sabe hacer es armar broncas y yo no soy capaz ni de asustar a una paloma.

Eso me hizo reír. Me imaginé al pequeño Jackson persiguiendo a una paloma que lo único que hacía era batir las alas y seguir corriendo.

Paramos en la barbería de Ernest, que se había mudado al Boulevard Santa Bárbara. En la trastienda de Ernest se seguía jugando a los dados y él escuchaba ópera por la radio todo el día. Era una institución dentro de la comunidad. Después fuimos a una tienda de muebles usados llamada Nate's.

Antes de llegar a la Funeraria Juniper le pregunté:

—Bueno, ¿dónde puedo encontrar a Terry?

—Por lo que he oído —dijo Jackson—. Terry ha salido mucho de la ciudad últimamente. Incluso ha dejado su casa de la calle Ochenta y seis.

—¿Fuera de la ciudad, adónde?

—A algún lugar en el desierto. Ya sabes, todo Los Angeles no es más que un gran desierto.

—¿Qué desierto?

—Hombre, yo qué sé. El desierto.

—Yo le vi en el gimnasio de Herford hace un par de días. Así que de vez en cuando tiene que andar por aquí.

—Ah. —Jackson se rascó uno de sus pómulos, marcados y negros, y miró por la ventanilla—. Es aquí mismo.

—¿El qué?

—La Funeraria Juniper.

Me quedé asándome dentro del coche mientras Jackson entraba a recoger su dinero. Utilizaba recaudadores para recoger el dinero de toda la gente que apostaba a los caballos a través de su sistema telefónico. Los recaudadores se quedaban el dinero durante un par de días y sacaban un porcentaje antes de entregárselo a Jackson o a Ortiz. Los recaudadores cambiaban cada semana, más o menos, para despistar a la policía, y solían ser hombres o mujeres que tenían otro trabajo, como Ernest el barbero, que hacían aquello como complemento a sus ingresos.

Allí estaba yo, sudando y preguntándome qué clase de negocio podía haber tenido Terry con Marlon para irse al desierto. Entonces oí la voz de Jackson, muy nervioso, que salía de la funeraria.

—Me importa un carajo lo que digas. Yo tengo escrito aquí que me debes cuatro billetes de cincuenta y no dos de setenta y cinco. —Jackson retrocedía de espaldas a la puerta. Pensé en la 38 de Lynx que tenía en el bolsillo, pero no la saqué.

La enorme barriga de Rollo Jones empujaba a mi cobarde amiguito marcha atrás.

—¿Me estás llamando mentiroso? ¡Pues te vas a joder! ¡Te vas a joder! —Rollo recalcaba cada maldición con un nuevo empujón—. Tú a mí no me asustas.

—¡Easy! —gritó Jackson.

Salí del coche y me quedé junto a la puerta. Rollo detuvo su avance y me miró. Yo levanté ambas manos haciendo un gesto de ignorancia. No sé qué fue lo que entendió Rollo, pero dejó de empujar a Jackson, metió la mano en el bolsillo y sacó un fajo de dinero. Apartó algunos billetes e intercambió unas palabras breves y tranquilas con Jackson.

Todo esto sucedió en una acera vacía. Lo único que se movía eran los coches. No había ni un solo peatón a la vista.

—¡Muy bien! —Jackson me golpeó la espalda y tamborileó sobre el salpicadero mientras nos alejábamos de Juniper—. ¡Muy bien!

—¿Por qué tanto lío, hombre?

—Doscientos dólares.

—¿Eso era todo lo que te debía?

—¿Eh? No… Eso fue lo que Ortiz apostó a que no podría cobrarle lo que nos debía. Dijo que yo era un mariquita y que lo único que un mariquita podía lograr era que le dieran por culo. Pues que le den a él por culo. ¡Doscientos dólares! —Jackson extendió dos dedos delante de mi cara.

Por la rejilla de ventilación me entraba aire caliente directamente a la cara y me costaba respirar. Detuve el coche junto al bordillo y apoyé la cabeza en el volante.

—¿Qué te pasa, Easy?

—No, no, no, no, no, Jackson, ¿qué te pasa a ti?

—A mí no me pasa nada, hombre. —No pudo ocultar la afectación de su sonrisa.

—¿Llegaste a acabar aquella carrera en UCLA?

—Y una mierda. Los hijos de puta querían que estudiara lengua, nada menos. Ya, ya, hombre. Yo camino sobre esta tierra y hablo como habla mi gente.

—Pero tú podrías hacer algo, Jackson. Eres inteligente.

—No, Easy. Yo no puedo hacer nada.

—¿Por qué no? ¡Claro que puedes!

—No, hombre. He sido un negro inútil durante demasiado tiempo. —Lo decía como si estuviese orgulloso de aquel hecho.

—¿Crees que Martin Luther King está allá en el Sur organizando marchas y arriesgando su vida para que tú estés aquí apostando y comportándote como un negro inútil?

—Yo no tengo nada que ver con él, Easy. Sabes bien que he vivido mi vida de la única manera que he podido.

—Pero, Jackson, no podemos ir recorriendo las calles y apostando las vidas de unos y otros. Tenemos que ser hombres. Tenemos que dar la cara por lo que es nuestro.

Jackson se quitó el enorme sombrero. El sudor le caía por el rostro. Fue una de las pocas veces que le miré a los ojos y no sonrió.

—Terry tiene un escondrijo en la calle Veintidós. Una casa abandonada. Terry fue y se instaló allí. Está cerca de una estación Renco y de una tienda que se llama Happy Liquors. Es un casa de color rosa con unas flores azules sobre una valla sin pintar. —Lo dijo todo de forma inexpresiva y después abrió la puerta del coche.

Se dirigió calle abajo, alejándose de la funeraria. Cuando estaba a media manzana de distancia sentí la necesidad de detenerle, de intentar hablar con él un poco más. Abrí la puerta y apoyé un pie en el bordillo, pero de repente me sentí débil, demasiado débil incluso para llamar a Jackson.

Me quedé allí sentado, cogiéndome la cabeza y sudando durante unos minutos que me parecieron larguísimos. No podía ponerme de pie, no podía ni siquiera sentarme erguido.

Jackson era como un dolor de cabeza. Para él la vida no era más que una partida en la que habla perdido. Y la muerte era simplemente otra carta que había que jugar. Y todo el dinero que había hecho con sus chanchullos era mierda de ganso. Si iba al funeral de un amigo no paraba de contar historias escabrosas sobre lo dura que había sido la vida de aquel hombre; después intentaba consolar a la viuda o a la novia que había quedado sola. Nunca una lágrima, un lamento, un dólar en el banco, un ladrillo para levantar unos cimientos o una esperanza que se alimentara a sí misma dentro de la cabeza de Jackson.

Y si yo le dijera que sus malos hábitos le conducirían a un mal fin, se limitaría a responder: «No hay nada que acabe bien, hermano».

Y si escudriñaba en el fondo de mi corazón, sabía que tenía razón.