Durante largo rato atravesamos con el coche una oscura plantación de aguacates, aplastando frutas carnosas y enormes semillas que alfombraban el camino. Los árboles estaban plantados en filas largas, perpendiculares a la carretera. En algunos de aquellos largos y umbríos corredores trabajaban hombres, mujeres y niños vestidos con fantasmales prendas blancas. Casi todos eran mexicanos, aunque había algunos negros y un puñado de japoneses. Los hombres iban armados con unas pértigas de madera delgadas que tenían una lata de borde irregular en uno de los extremos. Alzaban las latas hacia los árboles y enganchaban los negros frutos de piel de caimán. Cuando tenían varias, bajaban las pértigas para que las mujeres y los niños las cogieran. Después, los hombres volvían a elevar sus lanzas agrícolas mientras los demás colocaban la fruta en grandes cajas de madera, apiladas a lo largo del camino.
Por uno de los callejones de entre los árboles se acercaba un gran carretón con dos enormes ruedas de madera torcidas tirado por un caballo blanco esquelético, Detrás de él corrían unos hombretones que recogían las cajas de fruta y las cargaban en el carro.
Detuve el coche.
—Dios mío…
—¿Qué?
—Es como si hubiese abandonado California y, pasando por el Sur, hubiese llegado al infierno.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Gwen. Había decidido llamarla Gwen después de nuestro beso adolescente. Estaba realmente sorprendida—. Esto no es más que un huerto. Es parte de la finca Cain.
—¿Es ésta la finca a la que vamos?
—¿Qué tiene de malo, señor Rawlins? Al señor Cain no le gustaba toda esa maquinaria agrícola moderna que se usa ahora. Le gustaba pensar que detrás de los alimentos que él producía había sudor humano. —En su voz no existía el menor asomo de ironía.
—¿Y qué me dices de los críos? —Señalé por delante de su nariz hacia un sendero en penumbra—. ¿No te parece que esos niños deberían estar en una escuela o algo por el estilo?
Los ojos de Gwen me miraron con desdén.
—Si ni siquiera saben hablar inglés. ¿Cómo van a ir a la escuela?
—Pero ¿tú de dónde has salido, nena? —Más que furia, lo que tenía eran ganas de llorar—. Eso que hay ahí son niños. Va contra la ley el tener a niños trabajando de esa manera.
—Sólo están ayudando a sus padres. A ellos no se les paga ni nada de eso.
Aparté la mirada de aquello y me concentré en la carretera que tenía delante. Hice bien en mirar antes de apretar el acelerador porque podía haberlos atropellado.
Había un hombre sobre una espléndida yegua negra. El caballo estaba bien cuidado y limpio. Se veía que estaba bien alimentado y que hacía ejercicio a diario. Tenía una mancha blanca al costado de la mandíbula que parecía espuma saliéndole de la boca, como si estuviese corriendo a toda velocidad. La mancha blanca hacía juego con la silla de montar de cuero brillante. El hombre de piel morena que la montaba llevaba vaqueros, una camisa azul y un sombrero de cowboy echado hacia atrás.
—¡Hola, Rudy! —gritó Gwen. Se bajó del coche saludando con la mano y corrió hacia el animal para acariciarle el hocico—. Hola, Bella —le dijo a la yegua.
—¿Dónde estabas, Gwendy? —preguntó Rudy. Escudriñó dentro del coche para verme bien, así que decidí ayudarle en el asunto y me bajé.
—Rudy, te presento a Easy Rawlins —dijo Gwen—. Ha venido para ayudar a Sarah a encontrar a Betty.
—Encantado de conocerle —dije. Era una frase que reservaba para los blancos y para cualquier otro a quien no le cayera bien mi dialecto.
Ruddy se limitó a inclinar la cabeza y a mirarme. Era un joven vaquero mexicano. Hubiera apostado a que él también había jugado a besarse con Gwen entre los árboles de aguacates y que había notado el mohín de sus labios al pronunciar mi nombre. Por su forma de mirarme me di cuenta de que había logrado hacerme con otro enemigo en el mundo.
—Es mejor que continuemos —le dije a Gwen.
Gwen nos dedicó una mirada de extrañeza a los dos y volvió a subirse al coche. Yo también me subí y avancé muy lentamente. Rudy seguía allí delante. La yegua se puso un poco nerviosa pero Rudy la obligó a mantenerse en el sitio.
Así que avancé veinte centímetros.
Eso hizo que Bella levantara las patas delanteras, pero Rudy le clavó los talones en los costados y tiró de las riendas hasta hacerle recuperar la postura inicial.
—¡Rudy! —gritó Gwen por la ventanilla, haciéndole señas con la mano al silencioso vaquero—. ¡Quítate de ahí! ¡Vete!
Justo en ese momento un insecto me picó detrás de la oreja izquierda. Pegué un rugido y metí la marcha atrás al tiempo que daba un acelerón. El coche salió disparado hacia atrás, lanzando polvo y piedrecitas a las patas de la yegua. Aquello fue demasiado para el animal, que salió disparado, internándose unos seis metros por uno de los corredores entre los árboles. Antes de que Rudy pudiera hacerle dar la vuelta, yo ya habla cambiado de marcha y pisado a fondo, dejándole una nube de polvo por la que navegar.
—Pero ¿qué le pasa? —gritó Gwen mientras intentaba ver a través del cristal trasero.
Después de uno o dos kilómetros los aguacates dejaron paso a los limoneros. Aquello también estaba lleno de emigrantes recogiendo fruta, subiéndose a los árboles y cociéndose al sol por unos pocos centavos por hora.
Quince minutos después empezó la carretera pavimentada.
La casa Cain era preciosa. Pintada de un gris como el que hay en el interior de la concha de una ostra y rodeada de rosas amarillas que, en realidad, eran doradas.
Aparqué en la entrada, asombrado ante la belleza y tranquilidad que podían conseguirse con dinero. La carretera por la que habíamos atravesado los huertos trazaba un gran semicírculo y nos devolvía al océano.
Gwen no me dejó ayudarla a bajar su bicicleta. Sacudió y tiró del cuadro hasta que por fin salió. Podía haberme rayado la pintura del coche pero no dije nada.
Por alguna razón, esperaba que me hiciera entrar por la puerta de servicio. Allí estaba, medio desnuda, como diría la mayor parte de los negros practicantes, conmigo, un negrazo salido de las plantaciones, que no parecía presagiar nada bueno e incluso amenazaba con algo peor. Pero entramos por la puerta principal, Gwen delante. Con la rueda de su bicicleta empujó la puerta, que se abrió hacia adentro.
—He venido con el señor Rawlins —gritó nada más entrar.
Me hizo una seña para que me dirigiera hacia un arco que había a mi izquierda. Ella se fue en dirección opuesta y empujó una puerta de vaivén que, al abrirse, dejó ver una gran cocina. Arthur Hawkes estaba de pie allí dentro. Llevaba una camisa amarilla suelta, unos bermudas grises y unas sandalias de esparto. Levantó la cabeza y me vio justo en el momento en que la puerta se cerraba, impidiéndome la visión. La puerta se balanceó hacia dentro y hacia fuera otra vez, de modo que pude echar otra ojeada a Arthur. Él seguía mirándome.
Luego me quedé solo en el vestíbulo. Había cuadros de las olas del océano en las paredes. Óleos relucientes en pesados marcos de roble. Olas al atardecer. Olas a la luz de la luna. Una desafortunada fragata intentando sortear unas olas huracanadas en medio de una oscura tormenta.
Todavía sentía la sal de los labios de Gwen en la lengua.
Fuera se agitaba el mar. Sentí que me excitaba. El beso y aquella opulencia con fondo de serenata marina me bombearon un repentino deseo en el corazón.
El juramento que me había hecho de no olvidar las cosas sencillas de la vida se esfumó en aquel momento.
Sarah Cain estaba al otro lado de la puerta con forma de arco, sentada en un gran sofá rosa. Sobre la mesa había una botella de ginebra Gilbey's.
Había fajos de billetes estrujados alrededor de la botella. Quizá si había buscado en el fondo de su monedero.
—¿Un cigarrillo? —me preguntó, poniéndose de pie cuando entré en la habitación—. Sólo tengo Lucky, lo siento.
Agitó el paquete frente a mí.
—Siéntese, señor Rawlins.
Había una silla rosa que hacía juego con el sofá.
—¿Una copa? —Extendió la mano, que entonces noté que temblaba un poco, hacia la ginebra.
—No, gracias.
—¿No le gusta la ginebra? Hay vino.
—No, no. Me encanta la ginebra. También me encanta el vino, pero no se preocupe y dígame qué es lo que quiere.
Justo frente al sofá había un gran ventanal que daba directamente al Pacífico. La luz que entraba por él me permitía ver bien a la señorita Cain. Los ojos se le cerraban, no por cansancio, sino de tristeza, una tristeza de años. La sonrisa que esbozó para agradarme se perdía bajo el peso de aquellos ojos.
—Tiene una casa muy bonita. —Quería decirle algo acerca de los niños que había en las plantaciones, pero la tristeza de aquellos ojos me detuvo.
—¡Ah! ¿Le gusta?
—¿A usted no?
Sarah Cain bajó la mirada hacia el suelo que había bajo mis pies.
—Esta casa es de mi padre, señor Rawlins —dijo—. Huele a él. Siempre que huelo a estiércol de caballo pienso en esta casa. El estiércol de caballo y el olor de esos hombres que recogen fruta ahí fuera sólo para que Albert Cain pudiera decir que dirigía una finca.
—Ahora está muerto —dije.
Sarah Cain cogió la botella de ginebra, la sacudió suavemente y llenó hasta la mitad un vaso bajo.
—¿Cómo? —preguntó como si yo hubiese bajado la voz o hubiera hablado en otro idioma.
—Está muerto. No tiene por qué mantener este lugar para él. Podría cerrarlo.
Me dirigió la misma mirada de desdén que me había dirigido antes Gwen.
—No, señor Rawlins. Ésta es la única propiedad que está a mi nombre. Pero no la tierra, sino sólo los árboles. Sólo poseo los árboles. El resto de la finca está en poder de los tribunales, así que el único dinero que recibo es el de esa cosecha. Ese mal nacido debe de estar riéndose de mí en el infierno.
—No sé —dije—. Pero él está muerto, y al menos usted no tiene que soportar el calor que hace ahí fuera.
No me escuchaba.
—Una vez hubo un hombre —dijo lentamente, recordándome a Feather cuando me contó su sueño— que le dijo que no a mi padre. Era un otoño raro; lluvioso y frío. Aquel hombre, no recuerdo cómo se llamaba, le dijo a mi padre que ni él ni sus hombres trabajarían hasta que se arreglara el tiempo. Dijo que la cosecha no valía una pulmonía. Y tenía razón. Nuestra familia ha tenido minas de oro y pozos de petróleo y ranchos con ganado más grandes que algunos estados desde hace un siglo. ¿Qué más le daban a él unos pocos limones metidos en una canasta?
—No lo sé, señora. Pero, de todos modos, no he venido hasta aquí para hablar de eso.
—Trajo hombres armados con rifles desde Ojai y se llevaron a aquel hombre, creo que se llamaba Oscar. Sí, Oscar. —Se le crispó la voz—. Se llevaron a Oscar para hablar y un poco más tarde mi padre volvió y les dijo a los otros jornaleros que Oscar había cogido un dinero y se había marchado. Nadie le creyó, pero él tenía a todos aquellos hombres con sus rifles, así que volvieron a trabajar. Eso era lo que hacía si te enfrentabas a él. Te arrancaba el alma y la mataba y después te decía que todo era culpa tuya.
—Ya —dije, sobre todo dirigiéndome a mí mismo—, lo sé.
—¿Qué? ¿Qué es lo que ha dicho?
—He dicho que no he venido hasta aquí para hablar de eso. Gwendolyn me dijo que quería usted contratarme para algo.
—Ah, sí. Lo siento. Sí. Sí, por supuesto. Lo siento —dijo tartamudeando.
Nos quedamos un rato en silencio, escuchando las olas.
—El señor Hodge es un hombre horrible y apestoso —dijo como una niña pequeña—. Y no le dejo entrar en casa a no ser que sea necesario. Era el abogado de mi padre, así que tengo que soportarle hasta que se solucione lo del testamento.
—Pues ese hombre apestoso es el que me ha contratado —dije—. ¿Qué es lo que quiere de Betty?
En ese momento Gwendolyn entró en la habitación. Llevaba un vestido granate que le llegaba a media pierna. Se colocó detrás de Sarah y apoyó las manos sobre sus delicados hombros. Ambas me miraban como unas niñas que han hecho algo malo y creen que los adultos saben lo que están pensando.
—Elizabeth estaba muy unida a mi padre. Cuando él murió, ella nos abandonó. Quiero que vuelva.
—Bueno, eso me parece muy bien, pero no creo que fuera sólo su deseo de que vuelva lo que hizo que me denunciara a la policía y me llevaran a la cárcel.
—¿Le arrestaron?
—Sí. Y me atendió un hombre que se apellida Styles.
—¿Norman Styles? —Había todo un universo de frialdad en su voz.
—No intimamos tanto como para que me dijera su nombre.
Aquella mujer blanca se frotó la cara como un jornalero que se quita el polvo después de un trabajo particularmente sucio.
—Le pagaré veinte mil dólares en efectivo —dijo Sarah—. En cuanto el testamento quede legalizado.
—¿Cómo?
—¿No me ha oído? Le he dicho que le pagaré…
—Sí, sí, sí. Eso sí que lo he oído. De lo que no me he enterado es para qué.
—Para que encuentre a Elizabeth y nos ponga en contacto con ella. El señor Hodge me dijo que le había despedido. Dijo que él podía encontrar a Elizabeth de otra forma. Pero no veo la razón para dejarle a usted fuera de esto. Si puede encontrarla, creo que debería intentarlo. Parece que usted sabe cosas de su familia y sus amigos.
—Sin ánimo de ofender, señora —extendí el brazo y cogí otro cigarrillo de su paquete, que estaba sobre la mesa—, pero su dinero acabó con Marlon.
—¿Está muerto?
—No he visto el cadáver, pero puede apostar a que está bien muerto. Muerto y secándose en algún lugar del desierto.
Gwendolyn se echó a llorar. Sarah se levantó y abrazó a la chica. Era un abrazo lleno de amor y preocupación. Hizo que echara de menos a mis niños.
—Siéntate, cariño —le susurró Sarah a la llorosa muchacha.
Incapaz casi de andar, la criada logró llegar a una silla.
—Señor Rawlins.
—¿Sí, señorita Cain?
—Usted es el que decide.
—Eso siempre es así, señora. Incluso en la muerte se pueden decidir algunas cosas.
—Bueno, tal vez sea verdad, pero al final se muere. Eso no tiene alternativa.
No podía discutirlo.
—No sé por qué habla siempre de un cheque. Yo no le di ningún cheque a Marlon… —Se detuvo a mitad de la frase e inclinó la cabeza hacia un lado como un pájaro desconfiado que acaba de oír un golpe en el aire—. Pero… es que Betty tiene problemas. Y usted ya está metido en esto.
—Perdóneme, señorita Cain, pero yo no estoy metido en nada. La única razón por la que he venido…
—Sí, sí, sí, sí, sí —dijo moviendo la cabeza—. Ya sé que no está metido en nada de lo que ha…, de lo que ha pasado. Pero debe de haber alguien que sí lo piensa. Después de todo, estamos hablando de gente muy importante.
—¿Lo que me está diciendo es que gente como Betty y yo difícilmente podemos esperar un trato justo cuando se trata de gente como usted y como su padre?
—Lo único que he dicho es que yo estoy dispuesta a ayudar, si usted está dispuesto a…
—Ser su esclavo negro —dije.
Sarah retrocedió como si le hubiera pegado.
—¡No! —exclamó—. ¡No! ¡Yo no pienso de esa manera! Yo nunca…
—Sí, usted también. Sí que lo ha hecho. Me ofrece tal cantidad de dinero que cualquiera se pondría a sudar, y luego me hace ver que soy tan insignificante que más vale que me ande con cuidado. Bueno, puede que eso le funcione con la gente de ahí fuera. —Señalé con el pulgar detrás de mí, en dirección a las plantaciones—. Pero a mí eso me importa un carajo. Me largo. No quiero su dinero y no voy a hacer su trabajo. Se acabó.
—Pero, señor Rawlins…
—No. —Negué con la cabeza, me puse de pie y me fui. Me contuve para no correr. A pesar de lo que había dicho, sí tenía miedo; me moría de miedo ante aquella mujer blanca que me ofrecía ayuda y me ofrecía dinero.
Al llegar fuera, respiré hondo. Aquello me relajó. Necesitaba un poco de relax después de haber, rechazado veinte mil dólares.
—¿Señor Rawlins? —Gwendolyn había recogido todo el dinero arrugado y me había seguido hasta el porche.
—¿Qué quieres?
—Necesitamos que nos ayudes —dijo, extendiendo el dinero hacia mí como un ramo de flores aplastadas.
—Necesitáis que os ayude, de acuerdo. Pero estamos en 1961, cariño. No deberías trabajar para una mujer como ésa, que te llama negra.
—Ella nunca me ha llamado así. Nunca.
—Tal vez no directamente, pero cuando una mujer blanca empieza a decirte lo importante que es y todos los problemas en los que podrías meterte…, a su manera te está llamando negro. —Era como si detrás de mi voz hubiese un maníaco dispuesto a saltar desde mi garganta y estrangular a alguien—. Y si me lo dice a mí, también te lo está diciendo a ti.
—Sólo intentaba recalcar algo que creía importante —dijo Gwendolyn (una experta en blancos)—. Lo que quería decirte era que irremediablemente tendrías problemas porque eres negro.
—En primer lugar, los dos somos negros, tú y yo. Y en segundo lugar, me estaba amenazando con el hecho de que yo no podría contradecirla ante ningún tribunal. Si eso es lo que dice, pues yo me marcho, y es lo que va a decir a menos que me ponga las cadenas y haga lo que ella quiere.
De todos modos, tenía la sensación de que un discurso sobre política racial estaba fuera de lugar frente al mar. Gwendolyn estaba a punto de echarse a llorar otra vez. Mis brazos la rodearon por su cuenta.
—Por favor —dijo llorando—. Por favor, ayúdanos.
—¿Ayúdanos? ¿Y tú qué tienes que ver con esto? ¿Qué le debes a esa mujer?
Se desembarazó de mi abrazo y me miró a los ojos.
—Sarah me ha cuidado desde que era pequeña —dijo.
—¿Y por qué lo ha hecho?
—Conocía a mi madre, pero mi madre murió. Sarah y Betty son la única familia que he tenido en mi vida. Y ahora Betty tiene miedo y necesita ayuda. —Gwendolyn dejó caer el dinero—. Cógelo.
Se sorbió las lágrimas.
Me quedé allí de pie, boquiabierto durante unos segundos, indignado con el dinero y con la forma en que los ricos creen que pueden comprarte. Después, el hombre práctico que hay en mí se agachó para recoger el dinero antes de que la brisa marina lo arrastrase.
Gwen se quedó allí de pie, sorbiéndose las lágrimas y temblando, pero me sonrió cuando vio que cogí el dinero.
—¿Nos vas a ayudar?
—Puede ser. Pero ¿sabes qué?, no veo cómo voy a hacer para ayudaros. O sea, no sé dónde está Betty ni conozco a nadie que lo sepa. Aquí pasa algo raro.
—¿A qué te refieres?
—Me refiero a que ¿por qué habrá desaparecido así de golpe?
—No lo sé —declaró Gwen.
—¿No sabes nada que pueda ayudarme a encontrarla?
—Tiene un novio —dijo Gwen llena de optimismo.
—Ajá. ¿Y quién es?
—Se llama Felix. Felix Landry.
—¿Se lo dijisteis a Hodge?
—Sí.
—¿Qué más le dijisteis?
—Que Odell Jones era su primo.
—¿Le hablasteis de Marlon?
Gwen frunció el ceño.
—N…, no.
—¿Por qué no?
—No…, no lo sé, realmente.
—Tiene que haber alguna razón.
—¿Es verdad que está muerto, señor Rawlins? —Me tocó el antebrazo.
—Sí, seguro que está muerto. No tengo pruebas, pero sé que es así.
—Solía venir a quedarse con Betty cuando yo era pequeña —dijo Gwen—. Sabía hacer trucos con las cartas y nos hacía reír.
—¿Nos hacía reír?
—Tenía un sobrinito que se llamaba Terry que venía a jugar conmigo. Pero era demasiado bruto y un día no vinieron más.
—¿Cuánto tiempo llevas viviendo aquí?
—Desde que alcanzo a recordar.
—¿Sabes quién es tu madre?
—No tengo madre —dijo rotundamente, como un niño que quiere espantar sus pesadillas.
Se apoyó con fuerza sobre la puerta y entró en la casa sin decir una sola palabra más.
Me alegré de quedarme solo.
Arthur me estaba esperando junto al coche.
—Señor Rawlins. —No me extendió la mano ni me sonrió.
—¿Qué?
—¿Qué quería decirle mi madre?
—¿Por qué no vas y se lo preguntas?
El muchacho pálido intentó ponerse serio conmigo. Frunció el ceño y puso expresión de furia. Era como un gallo que monta en cólera frente a un perro callejero.
—Usted no sabe en lo que se mete. Esto es un asunto de familia.
—Disculpa. —Me moví para pasar junto a él.
Pero no llegué a hacerlo porque me asestó un perfecto derechazo en toda la nariz.
Agarré a aquel chico por la pechera de su camisa amarilla y lo levanté del suelo.
—¡Oooooh! —gritó, confundiéndome con un caballo.
Me dolía el puño de ganas de pegarle, pero le solté. Se tambaleó y estaba a punto de caerse, así que le di un empujoncito y aterrizó de culo.
Le agarré por el cuello de la camisa con una mano y abrí la puerta del coche con la otra. Le empujé dentro.
—¡Sube!
Se quedó repantigado y malhumorado en el asiento pero no se movió mientras yo ponía en marcha el coche.
—¿Esta carretera lleva hasta la autopista? —pregunté.
Arthur se quedó mirando fijamente hacia adelante y recuperó la respiración.
Bajé por la carretera asfaltada, en dirección opuesta a la que había venido.
Mantuvimos un forzado silencio durante los siguientes minutos. Conduje sin parar hasta llegar a una valla de madera pintada de color azul lavanda. En cuanto la pasamos, paré.
—Bien, ¿adónde quieres ir? —le pregunté.
—Usted es el que conduce —contestó como una chica caprichosa en una cita decepcionante.
—Ya me estoy cansando de tener que tragarme toda vuestra mierda. —Veía la autopista de la Costa del Pacífico allá abajo.
—Entonces, ¿por qué no nos deja en paz? De todos modos, nadie le ha pedido ayuda.
—Su madre quiere que la ayude. Quiere que encuentre a Elizabeth Eady.
Arthur se llevó los puños cerrados a la frente y presionó con todas sus fuerzas. Estuvo así un momento y después golpeó con ambos pies en el suelo.
—¿Qué te pasa, muchacho? —le pregunté con una ternura que en realidad sentía en ese momento.
—Déjenos en paz, señor Rawlins —contestó—. Deje a la tía Betty donde está. Si sigue insistiendo, todo se vendrá abajo.
Tía Betty…
—Dime por qué Hodge está buscando a tu padre. Después de la ternura, un tortazo.
—¿Qué?
—Encontré el nombre de Ron Hawkes en un papel que estaba en la basura de Saul Lynx. Saul Lynx es el detective que Hodge y tu madre contrataron para encontrar a Betty.
Arthur se sentó derecho cuando mencioné el nombre de su padre. Tal vez fuera por todos los sentimientos que aquel hombre le despertaba. Tal vez.
Nos quedamos allí sentados un rato más. Los únicos sonidos eran el murmullo lejano de las olas y el ruido de las tripas de Arthur.
—Dímelo —dije finalmente. Otra vez con voz suave. Aquel muchacho me importaba tanto como una libélula atravesada por un alfiler de plata.
Arthur se volvió hacia mí. Me di cuenta de que toda la verdad estaba allí, detrás de sus ojos. Me encontraba tan cerca que casi la tenía.
Pero entonces me incliné un poco de más, y cualquiera que fuese la verdad que había allí, se replegó rápidamente en las grietas y pliegues de su cerebro.
—Me voy de aquí —dijo. Me miró como preguntándome si iba a dejarle marchar.
Habría sido más fácil si yo hubiese sido un hombre como Styles. Conocía puntos en los que presionar para que el joven Arthur acabara gritando frente al océano. Podía haberle arrancado la verdad. Su madre blanca podía intimidarme pero no sabía la amenaza que yo representaba; no había visto cómo podía haber aplastado aquel corazón entre mis manos.
Pero yo no era Styles.
Arthur se bajó del coche y, vacilando, comenzó a desandar la carretera por la que habíamos bajado. Yo también me bajé y me dispuse a llamarle. Quizá si le ofrecía llevarle de vuelta a casa… Quizá si los reunía a todos en una habitación podría hacer algunas buenas preguntas.
Pero antes de que pudiera gritarle vi un caballo negro que bajaba la colina a toda velocidad. Disponía tal vez de unos cuarenta y cinco segundos para decidir si quedarme y pelear con el vaquero o subir al coche y marcharme.
Me senté al volante y esperé a que Rudy estuviese casi encima de mí. Entonces apreté el acelerador a fondo y salí derrapando carretera abajo, gritando y riendo mientras iba sacándole ventaja y dejándolo atrás, reducido a una historia que habría de contar a mis amigos, en años futuros.